miércoles, 9 de febrero de 2011

El poder de la mente

Jaime Macouzet fue siempre un excelente alumno, hijo, pareja. Su presencia en los cuadros de honor era dada por hecho. Esto además ocurría sin mucho esfuerzo, todo era un don para él, una familia educada y acomodada; las novias que le llegaban una tras otra como formadas y sin mayor conflicto. Eso precisamente era la vida de Jaime: una vida sin conflicto, cada día, cada acción, cada logro, eran como ir caminando sobre un sólido y angosto puente sin mirar hacia abajo.

Bajito, bien peinado (siempre mantuvo el peinado partido a la derecha que le hacían de niño) con la ropa un poco crecida, no tanto porque sus padres se la compraran grande por gastar menos dinero y que le durara más, sino como algo representativo de lo que ellos esperaban de él, aunque siempre se mantuvo más bien chaparro.

Jaime era popular, también sin mucho esfuerzo, o más bien sin esfuerzo alguno. Igual era invitado a fiestas de su preparatoria que a formar parte de clubes, de talleres de animación fílmica o de grupos de ciencia. En las fiestas era bienvenido, siempre había alguien acompañándolo y escuchando su plática con el disfrute de una abuela sorprendida por escuchar a su nieto contarle un relato completo por vez primera. Su gesto confiado por la amabilidad siempre recibida atraía a la gente de forma magnética.

A sus 28 años la novia de Jaime le dijo que por qué no se casaban. Él lo vio como algo factible, hasta le dio cierta ilusión. Después de todo, Marcia era una bonita chica, sus familias se llevaban bien, y sexualmente había una buena química entre los dos. Lo del matrimonio nunca lo había pensado ni cercanamente, pero 28 años era una edad casadera, así que sin pensarlo mucho Jaime aceptó la idea de Marcia y comenzaron a hacer planes.

Todo comenzó una mañana, cuando Jaime se dirigía a su trabajo. La época del año le gustaba, porque los árboles estaban en el colmo de la saturación verde, y proyectaban una gran sombra que se unía a la de los árboles de enfrente y juntas acariciaban el parabrisas de su auto, como en aquellos anuncios de autos que él veía por televisión desde niño, sólo ahora que él era el protagonista, con su leve sonrisa, más dibujada de un lado que del otro, también como en un comercial de auto. Pero esa mañana algo fue diferente. La luz que alcanzaba a pasar por entre las frondosas ramas resultaba muy molesta. Era como ver de pronto un lado de la realidad que nunca había visto, y en lugar de regocijarse por la sombra, se molestaba por la luz, ese día penetrante, punzante.

“¿Por qué me molesta la luz y no disfruto la sombra, o la combinación de luz y sombra, que en todo caso es lo ideal?” “¿por qué me hablo a mí mismo de forma tan solemne?” “¿siempre me he hablado así?”

En el trabajo la sensación no desapareció. El acto de escribir en su computadora, algo que hacía como se debía, mecánicamente, comenzó a resultarle una tarea ajena, molesta. Calcular las reacciones químicas era algo de endeble confiabilidad, al grado que de pronto se preguntó: “¿Qué aprendí en la escuela?

De pronto todos sus conocimientos le parecieron cuestionables, si los había. Al comenzar a repasar leyes de química y biología éstas cobraron un sentido diferente al que tenían para él. Sus instrumentos de trabajo, las leyes, fórmulas, máximas o teoremas eran por primera vez cuestionables: “¿Por qué algo tan mecánico tiene conexión con lo que tengo en mis manos?” porque tenían dimensión y conexión con la realidad como nunca antes.

Todo fue como si destapara un desague y el agua corriera hacia él: después de un primer esfuerzo de recuento todos sus conocimientos comenzaron a pasar por su mente, pero con una capa de cuestionamiento y de incertidumbre. La metáfora del agua no es mía, es de él, él lo vio así, y de hecho a partir de esto comenzó a pensar en el teorema de Torricelli, que dice que la presión de salida del agua de un recipiente por un orificio es directamente proporcional al tamaño del orificio y a la distancia entre la superficie del agua y el orificio, y esto era lo que le estaba pasando a Jaime, la fuerza de los recuerdos era mucha, pero un detalle sobresalía de lo físico: esta metáfora. La conexión de la teoría con la realidad se daba por vez primera. Pero ésta no era una vivencia placentera.

El teorema de torricelli y los recuerdos lo hacían dudad que al haberlo hecho todo automática y simplemente durante su vida, nada había tenido una verdadera reflexión: las reacciones químicas, los inventos, los escritos, los consejos a colegas habían sido efectivos pero superficiales. De pronto Jaime quiso huir, quería detener el flujo, quería que todo fuera un mal viaje, una conexión química desafortunada de su cerebro, pero pasajera.

El desague de ideas era desordenado en un principio, después comenzó a ser por tópicos: minerales, vegetales, la tabla periódica de elementos, los químicos y el cuerpo humano, los sistemas.

Marcia notó el cambio de comportamiento de Jaime y lo atribuyó a su reciente propuesta. Ella no quiso preguntarle nada, sólo pensó que era un periodo de duda que debería resolverse a favor o en contra de su unión, y por ello se propuso actuar como si nada pasara. “Si puedo ayudar en algo me dices”, la respuesta de Jaime fue una mirada que a pesar de lo vaga Marcia agradeció, pues era la primera vez en días que hacían un contacto visual.

Una mañana, despertando, entre la aceleración mental, surgieron los recuerdos del sistema nervioso. El reflejo del sueño era el cuestionamiento en turno. ¿Cómo podía interrumpir un proceso natural por verlo mientras ocurría en su mente? Jaime entonces dejó de dormir. Sus noches se convirtieron en una desesperanza donde extrañamente y de cualquier modo, su cuerpo restauraba sus energías, por lo que no había forma de llegar a un estado de extremo cansancio que le permitera rendirse y librarse por unas horas de su propia mente.

No había lectura, no había televisión ni radio que escuchar, no había energía, solo ese río de ideas y ver a Marcia dormir doblemente inconsciente. El reproche era inevitable.

Cuando el flujo de conocimientos lo llevó al control de la libido. “El cerebro genera el deseo sexual”, claro, dijo Jaime en un triste descubrimiento que seguro había hecho a los catorce años. Tenía en su propia mente, o sea, frente a sus ojos, todos los detalles de descripciones neuronales hipotalámicas que provocaban la excitación y la búsqueda de su satisfacción, y esto, obvio está, lo hizo dudar de sus propias conexiones.

Marcia dormía el último sueño tan sensual como todas las mañanas: tan apacible y tan inquieta a la vez. Él sabía que estaba soñando algo que intentaría realizar en la vida real. Pero nada de esto le generaba deseo alguno. Warm Whispers comenzó a sonar como todas las mañanas en el celular de Marcia. Era su momento de despertar. Nuevamente, como todas las mañanas, ella, aún dormida, lo abrazó, pero Jaime, atormentado no tuvo reflejo alguno.

Al siguiente día ocurrió exactamente lo mismo. No reflejo. Primero Jaime lo atribuyó a su estado de ánimo, pero pensándolo más a fondo se dio cuenta que era por la extrema conciencia de lo que su cerebro tenía que hacer.

En el trabajo la lucha era permanente. Jaime dejó la computadora y se consiguió un pizarrón verde, como los que tenía cuando estudiaba de niño. Se provocó una regresión al menos anímica a todos aquellos momentos de éxito y por instantes lograba meterse en ese estado. A partir de entonces las respuestas a consejos solicitados por sus colegas y subalternos quedaban plasmadas con gis blanco y ante el intento de alguno de ellos de llevarse el pizarrón, él lo retenía diciendo que lo tenía que utilizar. Mientras éstos copiaban con extrañeza en sus libretas, Jaime descansaba del forcejeo con su mente y dejaba de ver letras, imágenes y números. El puente elevado por el que Jaime caminaba tenía ahora resquicios que lo hacían ver hacia un vacío que provocaba que sus piernas temblaran y lo movieran todo.

De nada sirvió tratar de aclararle a Marcia que ni su falta de vigor ni su cambio de ánimo debían a ella. Todo era para él una circunstancia que sólo coincidió en tiempo con la propuesta de matrimonio, pero de cualquier modo Jaime no quería contar a Marcia sobre su estado, para el que él aún pensaba que había remedio.

De pronto Jaime llegó a su recorrido por las teorías de los impulsos cerebrales que hacen latir al corazón. Todo este recorrido involuntario del que él era sólo un espectador llegó a ese punto jamás pensado. La idea comenzó a torturarlo: “Claro, todo lo ordena el cerebro, es tiempo de pensar en otra cosa, de una vez por todas”. Pero Jaime logró algo que en los días pasados no había conseguido, evadir sus pensamientos. Quizá fue el miedo, o talvez había logrado al fin el control absoluto de la situación. La jornada de trabajo terminó en una calmada dicha, con todo vuelto a una aparente o quizá definitiva normalidad. La salida del laboratorio fue un nuevo despertar, la luz que normalmente le resultaba molesta, era un regocijo como el de los anuncios que mostraban el final feliz de alguien que usaba tal o cual producto. “Pude ser publicista”, se dijo en un momento de reflexión.

Por la noche, antes de acostarse decidido comenzó a contarle a Marcia lo ocurrido las últimas semanas. Marcia lo escuchó aún pensando que quizá todo fue un mal viaje causado por la impresión del compromiso. Ella estaba bien dispuesta a dejarlo todo como estaba, se decía mientras descuidaba por unos segundos las palabras de Jaime. Incluso veía factible que se dieran un tiempo. Jaime, dentro de su algarabía, notó la distracción de Marcia y de pronto empezó a pensar en las palabras que se pierden en el aire por no ser oídas “pude ser poeta” se interrumpió a sí mismo con el pensamiento. De pronto, al querer retomar la concentración en su explicación para concluirla, Jaime dejó de hablar. Al percatarse no quiso hacer mayor problema. Marcia lo miró, pensando que la explicación había terminado y viéndolo contenidamente intranquilo lo abrazó y lo consoló pensando “si todo ha vuelto a normal quizá esta noche hagamos el amor”. La noche fue difícil, la técnica de alejar los pensamientos ahora parecía débil, hablarse a sí mismo parecía también cada vez más difícil, imposible de hecho. Su última imagen fue una animación de los impulsos cerebrales hacia el corazón latiendo, después, éste dejó de latir.