miércoles, 16 de diciembre de 2015

Pedro


Pedro trabaja en la mina de Santiago, en Zacatecas. Día a día, hasta que pueda trabajar. Hasta que sus pulmones o sus ojos digan ya, como a su padre, como a su abuelo, como a sus choznos les pasó. Tres hijos le mandó Dios a Pedro, tres futuros mineros. Tres hijos, varones, para fortuna. Lo que fortuna quiera decir. Fortuna-no-opulencia: fortuna poder trabajar en la mina, para fortuna de sus dueños, hasta que tus pulmones y tus ojos digan. Juana es la esposa de Pedro. Por cierto. Juana de su casa, que muchos años hicieron burla de su nombre. Ella llegó a despreciarlo, su nombre, hasta que se enteró de que le gustaba. Por cierto. Y fue hace poco, cerca del tiempo que Pedro comenzó a toser sangre, sobre el mismo paliacate que le sirve como filtro de impurezas y que nada filtra. Ni siquiera pensamientos. La locura de la mina. Oscuridad de sonidos. Nada más que la luz y los martilleos. Nada más por 8 horas. 48 años de Pedro, 32 años de trabajo, porque no puede jubilarse, porque no hay júbilo en su retiro. Porque su vida ha pasado en la profundidad obscura. Porque el único día que no hubo oscuridad en su mina, su mina, fue cuando llegaron los de la televisión, que hacían un reportaje y el único día que no hubo oscuridad él se soltó a llorar cuando le preguntaron cómo era su vida ahí abajo. Su reportaje nunca salió. Seguro porque se echó a llorar. Él mismo lo echó a perder. Por no tener un testimonio feliz, una historia grata y colorida que contar, qué bueno que no salió, la historia que entre llantos le salió, qué diría su patrón, seguro ya no tendría trabajo, ni él ni su progenie. ¿Qué harían en ese caso? Juana sólo fue enterada de las partes gratas de la vivencia. Unos de la tele fueron. Cuándo sales en la tele. Me dijeron que la semana próxima. En qué canal. A qué hora. No sé. No les pregunté. Y cómo te vamos a ver. Cómo se iba a ver a sí mismo, si ya veía poco más que menos. ¿Cómo lo iban a ver? Si salió llorando desde el primer instante. ¿Cómo lo iban a ver sus hijos llorar? ¿A qué iba a ese trabajo? A ser poco hombre. A ser todo lo contrario de lo que inculcaba a sus hijos diario, cuando se iba, cuando regresaba, cuando estaba, cuando ellos veían la tele. Hombre. Muy hombre. ¿Cuándo se había visto? Menos por la tele. No dejes al chillón. Día perdido. Hay buenas imágenes de la mina. Mete a otro minero, otra historia, otra con más color. Había sido el día más iluminado, cómo era posible que lo hubiera echado a perder así. Sus hijos en la sala, de dos sillones, pero sala. Emocionados. Listos para comenzar a ser como su papá, al menos el mayor, pero pronto los otros dos. Su papá entrevistado para la tele. Haciendo lo que siempre hace. Su papá ése tan muy hombre. Tan muy ejemplo. Que ocultaba el paño salpicado de rojo, disimulado por el rojo de su tela. Volteado por si acaso Juana, que se sorprendía por el rojo que esos pañuelos (filtros que nada filtran) despedían en cada lavada. Cuanta pintura de esos paliacates rojos que Pedro insistía en no cambiar de color. Rojo que se iba por el lavadero como la vida se le iba a su esposo en aquella mina. Después de la semana expectante, de hijos listos para su mina cambiando canales con el control Hitachi de la tele Hitachi una y otra vez, buscando a su papá en la tele, ésa donde habían visto a tantas estrellas y ahora estaban listos para ver a su más grande estrella. Hasta los vecinos lo sabían, y también cambiaban sus canales o se mantenían atentos a los posibles gritos de los pedros. Dos rayas debajo de lo normal aquel volumen de sus aparatos. Nada. Una semana. Dos semanas. El programa salió, por un canal sin cobertura en la zona de la mina de Santiago, en Zacatecas. Salió el reportaje, editado. Documental, de la mina y las bondades para el pueblo aquél. Testimonios gratos, agradecidos, coloridos. Como debían ser. Todos contentos. Menos los pedros que nunca vieron a su padre en la tele. Menos los del pueblo, apenas beneficiado con lo mínimo para vivir. Menos Pedro, que regresaba cada día de su mina a ser hombre, muy hombre, para sus hijos y Juana, a quien ya le gustaba su nombre.

jueves, 8 de enero de 2015

El sol no tiene prisa, por Fabiana Bucio


Un claro en el bosque puede no anunciar nada, o puede vaticinar lo que viene, porque aquí habrá un árbol que ahora no hay, y ocurrirán cosas que pudieron vivirse hace cientos de años. Y no es que se trate de algo muy importante. Es lo que ocurre siempre, pocas veces. Y de esas pocas, menos son nombradas. Pero ahí están. Como este árbol que aún no existe.

Un pez gris, plateado, nada en agua no preparada para él. La pecera no es pecera, es un recipiente amarillo opaco del que el pez, que es un salmón, quiere salir. En realidad no quisiera dejar el agua, pero el recipiente le provoca claustrofobia a ese pez que no quiere estar dentro ni fuera, por eso se lanza al exterior, a esa atmósfera sólida para sus branquias, y cae al piso. La caída es apenas percibida: hay dolor, pero el sometimiento a la sólida atmósfera lo supera.

El salmón encontró que no había muerto en esa atmósfera que le rechazaba la respiración. Corrió huyendo, y encontró que podía correr, respiró y descubrió que se le daba respirar por la boca, y hablar. Pero no quiso hablar. El pez miró y descubrió sus pies, y también lloró, y vio que el mar podía salir por sus ojos, pero se guardó su llanto para cuando volviera al mar.

Y fue que un árbol nació, sin que lo viera nacer nadie. Un conejo hembra, una coneja, miró la primera infancia de ese árbol como espejo de la suya, y pastó en todos lados menos en su derredor. Quería que ese terreno viviera intacto, pero el terreno se volvió bello, un paraíso para los demás seres del bosque. ¿Un conejo y un pez?

En el bosque-paraíso, un árbol-niño que algún día daría pepinos amarillos vive proclive del abuso-descuido que lo podría hacer sucumbir. Una tormenta, inoportuna como todas las tormentas, lanzó un rayo junto al árbol, casi acertando en la coneja despavorida, que salió hacia donde fuera, viva, lejos de él.
La tormenta continuaba cuando la coneja era transportada en una red a un pickup rojo. Después de varios minutos, el aguacero cedió porque la nube terminó. Demasiado tarde. Demasiado lejos. La coneja, que no conocía nada del mundo, veía la carretera y daba miradas al conductor, un hombre amable, desconocido. La coneja temblaba de frío, de miedo. La habían sacado de su bosque por primera vez. Quería regresar a su árbol y a su prado. El hombre le hablaba palabras gratas que ella no entendía. Conocía el idioma, era también suyo, pero no hilaba el sentido de las palabras al oírlas, y entonces era como un idioma otro cualquiera. El hombre llevaba la radio encendida con canciones que ella no podrá olvidar. Una bocina rota hacía a la música distorsionar en los bajos, pero al hombre no parecía molestarle. El hombre lloraba conteniéndose, mientras le hablaba, luego reía y se secaba las lágrimas. La coneja entonces se dio cuenta de algo: estaba sentada parecido al hombre, ¿cómo podía hacer esto si era una coneja? Sus patas colgaban y estaba sentada sobre su trasero, y el hombre ya no le parecía tan grande, porque era ella quien estaba más grande. Entonces, algo la estremeció. Algo sintió en esas patas que ahora colgaban del asiento y que no quería ver. El hombre seguía hablando, riendo o sollozando, y a veces haciendo todo esto a la vez. Se armó de valor para asomar la coneja, y se dio cuenta de que sus patas traseras ya no eran más patas. Eran unos pies como los del hombre, mucho más pequeños, con zapatos, y que colgaban del asiento. Los zapatos eran negros, tenían hebilla, correa y dos espacios que dejaban ver unas calcetas blancas. Quizá era la pesadilla de todo lo que estaba ocurriendo. Quizá todo era una pesadilla lista para ser borrada con algún movimiento brusco. No le preocupaba el hombre, que estaba atento a su propia historia y a su camino. Entonces levantó un pie la coneja, lo acercó a su pata delantera y tocó con ella. La sensación tanto para la pata-mano, como para el pie fue igual de sobrenatural. Aún con el calcetín sintió el pelaje de la mano, era como si tuviera la carne viva y como si la tela y el pelo tallaran sobre ella. La pata sintió una piel insoportablemente tersa que la hizo querer vomitar, gritar. ¿Qué este hombre no se daba cuenta de todo lo que pasaba a su lado? ¿A dónde la llevaba? ¿Qué era esto? El hombre dio unas palmadas en su cabeza. La coneja trató de dormir. O de despertar. El pickup Dodge rojo siguió su viaje por la carretera seguramente a un bosque desconocido.

El salmón era acechado por un gato y un halcón, esto es, por tierra y cielo. El gato lo había seguido hasta una madriguera, los pasos torpes del salmón habían sido aprendidos por mera defensa. Pero algo había en esos pasos dudosos, largos y lentos que le ayudaban al salmón, contra todo presagio fatal. El salmón no iba a ser alcanzado por el gato. Pero desde el cielo el halcón miraba al irrepetible animal que no era un roedor ni un reptil y con fascinación buscaba hacerse de él, y conocer su sabor, exótico, seguro, para luego seguir su vuelo. Pero al tratar de acercarse algo impedía que el halcón llegara a más de unos metros del pez-humano. El ave quería hablar con el gato y preguntar qué era eso y qué impedía a los dos terminar con él de una vez. Y el pez, que era un salmón, al menos de la cintura hacia arriba, encontró una charca, y se metió en ella, y la charca lo llevó a una madriguera, dejando a los depredadores merodeando frustrados el inesperado lugar.

La coneja añoraba su esencia, su césped, junto a su árbol. Si bien el hombre era amable y hasta llegaron a quererse, ella tenía que volver a ese lugar que era su origen. Para ello salía constantemente de su casa humana. Cada vez más lejos y más seguido. El hombre lo entendía, lo permitía. La coneja sabía que su conversión de ser coneja era irreversible y no era para ella un pesar. Lo único que no quería era convertirse en humana totalmente, al menos por aquel presente. Cada mañana revisaba sus orejas con las manos que un día se le volvieron. En sus salidas era inevitable encontrarse con humanos que la veían mal, se aterrorizaban, se burlaban, hacían bromas a sus costillas y la molestaban. La coneja sólo los miraba sin ser afectada. Confiaba en que el señor que la cuidaba siempre era valiente y podría ayudarla si llegaba a peligrar. De otro modo, poco le importaban las ofensas y, en cierta medida, la alagaban. Un día, la coneja se dio cuenta de algo: quizá sus salidas alejándose cada vez más de casa eran infructuosas porque estaba errando el camino, o la forma de recorrerlo. Y era que, recordando la larga distancia que había andado en el pick-up para alejarse, quería caminarla de forma idéntica pero inversa, y pensó “¿Qué tal si no es por la corteza mi camino? ¿Por qué no retornar a mi esencia y cavar un recorrido que por lo profundo me lleve a lo mismo?” La coneja emprendió así un nuevo andar en una dirección sin preparación, sabiendo que cualquiera la llevaría a su destino. Andaría lo necesario hasta saber por el instinto donde iniciar su excavación. Iba tan bien su plan y su recorrido, que su olfato recordó olores vividos, su oído olvidados sonidos y, más allá de lo percibido, sus manos volvieron a ser patas de lepórido.

La madriguera al fondo de la charca donde el salmón se ocultó era sólo un lugar de tránsito, eso lo sabía porque identificaba la naturaleza del ave y del felino. También sabía que era hacia abajo y no hacia el frente que tenía que seguir. Comenzó a cavar, para lo que utilizó sus manos, y se dio cuenta de que tenía manos. La sensación de la tierra húmeda, suave, le provocó calosfríos en las yemas de sus nuevos dedos. Esa sensación y la angustia de saber quienes venían a sus espaldas. Cavó entre tierra cada vez más húmeda, negra y caliente, pero también más suave, placenteramente suave. Llegó un punto en que sólo tenía que abrirse paso entre ese lodo que casi podía respirarse de tan blando y tibio. La consistencia agradable de la tierra le decía que lo estaba haciendo como debía. Llegó un punto en que su cabeza de pez era lo único que necesitaba para abrirse el paso, a ojos cerrados, porque no necesitaba un mapa ni un camino, ni había un solo obstáculo en ese andar, ese descenso casi imperceptible para el que el suave lodo negro lo refrenaba para su beneficio. Cuando el lodo se fue desvaneciendo el salmón abrió los ojos para darse cuenta de que se encontraba en una zona de atmósfera única, que nunca imaginó existiera en este mundo, porque no era de este mundo. No era el mar, ni la pecera de plástico opaco, ni el aire que el halcón persecutor respiraba, ni la tierra por la que él y aquél gato hambriento habían andado, él con su paso torpe y despavorido, el gato con sus zancadas ágiles pero improductivas. Una laguna estigia, brillante, tanto que ilumina la oscura bóveda del sitio. Con su abundante agua, tierra, lodo, su propio cielo y sus propios seres. Una marmota similar a un hurón, o viceversa, se acercó al salmón. Lo miró sabiendo que podía atacar, o llamar a sus parecidos si la amenaza era más imponente. Pero no tenía parecidos. Se acercó más, porque su voz no era muy potente y no quería que así se notara. Su oído era muy fino, y no necesitaría acercarse al intruso por su agudo sentido, pero sí por su débil voz.

–¿Puedo saber, si es que hablar es de tu hacer? –Preguntó para no tener que presentarse, la marmota, con voz, al menos voz, de hembra.
–Vengo de arriba. Hice un túnel, y entré a este lugar. Espero no ser inoportuno, no soy una amenaza, porque ni siquiera me alimento de lo que aquí vive. Espero mi estancia sea sólo un tránsito breve para el que te pido autorización y piedad, pues fue la huída lo que me trajo aquí por accidente.- La marmota no creyó, pues para ella no había más arriba que su negro cielo que formaba una baja y no demasiado amplia bóveda. La tierra era clara, tan clara que de ella comenzó a verse cómo brotaban de ella otros seres: un zorro-castor, un topo-ardilla, una rata-lombriz, una musaraña-lagarto, una garduña-tejón, una Chinchilla-escarabajo, una tortuga-pastel y cuanta combinación y forma pueda ser imaginada, porque esta breve lista fue sólo un ejercicio del salmón, que en otro minuto pudo hacer combinaciones distintas, según la dirección de su mirada y según los animales que hubieran brotado de la tierra. Sólo pocas cosas en común tenían todas estas especies: voz queda, buen oído, vista monocromática (el salmón era plateado, por lo que no requería de la policromía), pero nada de eso el salmón entendía, porque no se hablaba de color, y el salmón no se quería adentrar en más que una indispensable comunicación con marmota–hurón. Al ver a todos los habitantes desmimetizarse de la tierra blanca, el salmón mantuvo la calma y la postura, en son de saludo miró a todos los que pudo pacíficamente –de ahí el rápido inventario de especies combinadas–, y regresó su vista a su interlocutor, de quien rogó porque fuera representante digno, y agradeció que no lo fuera la rata-lombriz.

–Inoportuno sí, extraño ser. Y es lo único que en ti podemos ver. De lo que no, no podemos saber. Difícil es, que tu hambre te haga decir si mentiste o si no tenías opción. Nosotros esperamos contigo que tu estancia sea breve. Y por la huída, nuestra comprensión. Pero también nuestra preocupación. Ninguna huida llega sin razón. Es tu versión. La desconfianza nuestra opción. –Todos los organismos miraban al salmón como si fueran una sola voz.

–No se preocupen. Trataré de encontrar una solución a mi problema y regresar por donde vine cuando sepa que no hay más peligro. –Dijo el salmón de edad indescifrable hasta para él mismo, y de sentido del tiempo tan lóbrego como el sitio en el que se encontraba. Si dejaba justo que su hambre marcara el tiempo de su estancia podría tener un punto de referencia, el asunto era que ese maná negro de su entrada le había dado de comer y de beber al salmón en su trayecto, que por cierto, tampoco tenía mucho sentido de lo que era su alimento. Su tono más que sus palabras pareció calmar a los habitantes de la tierra alrededor de la laguna estigia, lo que comprobó cuando tuvieron a bien regresar a su mimetismo con la cal ceniza.

El calor del lugar era insoportable; la laguna espesa y humeante era plateada. Cuando se dio cuenta, parecía por su tono argento que esas aguas lo habían escupido hacia la superficie, eso explicaba la desconfianza de los lugareños, si a eso se le podía llamar lugar. El salmón de cuerpo humano comenzó a andar, su andar tenía que ser precavido. No podía apresurarse, para mostrar que no tenía un rumbo. No podía dudar, para no demostrar su temor. La marmota giró en la dirección que él andaba, la pudo ver con su vista de pez, que abarcaba más que la de un ser humano y era, en cierta forma, una ventaja; lo miró alejarse y desapareció para reaparecer en un sitio lejano, apenas visible frente a él. Con esto le decía que lo esperaba, que lo vigilaba y que podía hacer lo que fuera para dar por terminada su molestia.

La coneja llegó a donde la laguna estigia por un túnel de tierra que más tarde se volvió lodo y después una volátil materia, agradable para los sentidos, aún siendo su tacto formado por uñas y pelaje. Entró en ese lugar desconocido que era de tránsito para su destino, pero que ofrecía una atmósfera bella. Frente a ella, en un segundo, y sin advertir de donde provenían, se aposentaron varios seres, seguro únicos en su genealogía, y sin ascendencia ni descendencia definidas, que le ofrecían diversión tan sólo a la vista. Quizá los simpáticos seres se defenderían, o quizá sólo convivirían. Lo que ella quería era que le permitieran el paso para continuar a su destino.

–¿Y tú también vendrás de huir a aquí? –Dijo a modo de saludo la marmota-hurón a la coneja, quien no podría negar que se desconcertó por la pregunta y la familiaridad.
–Hola, no. Yo no huyo. Yo sólo paso por aquí.
–¿Y cuál será tu meta si podré saber?
–Voy a un paraje que es un claro de bosque con un árbol joven.
–Difícil es saber sobre algo así.
–Lo sé. Por eso me ha guiado el instinto, y a él lo debo seguir. Aseguro que este sitio es de lejos mi destino. –La coneja jugó a versificar igual que la marmota, aunque por falta de práctica su verso no ajustaba al decasílabo yámbico. Esperaba que no lo tomara como burla, sino como una gana por simpatizar, por mimetizarse sólo un poco en ese mundo donde todos se mimetizaban con la tierra y todos eran diferentes entre sí.–  Si para ustedes no está mal, seguiré con el afán de no molestar y de lograr que se hayan olvidado de mí mañana cuando dé esta hora.
–Que es hora ni mañana no lo sé. Entiendo que quedarte no es tu fin. Con eso es suficiente extraño ser.
–Otra pregunta sólo quiero hacer. Y como despedida puede ser. ¿A quién te referiste con “también”, en “tú también vendrás de huir a aquí”?– La mímesis llegaba para la coneja al fin.
–No es nada importante pero sí: un ser mezcla de pez y no sé qué, muy poco agraciado he de decir, con miedo que nos da seguridad, que sólo brevemente estará acá. Al verlo andar o acaso nadar, no habrá nada que te haga recordar–  La marmota dijo estas últimas palabras con una reverencia final, a modo de despedida para la eternidad. La coneja pensó en esa descripción, y la guardó para no sorprenderse en caso de encontrarse con aquel ser.
El salmón plateado caminaba sin huir, pero también sin rumbo definido, nada que pudiera levantar sospechas y provocarle ser expulsado de aquel sitio. A su paso brotaban de la tierra animales de todo tipo, sería ocioso definirlos, más fácil describirlos como él los veía: hostiles y defensivos. Justo a la mitad de aquel sitio, de cielo oscuro, terreno blanco y plateados lago y rías, había un terreno único, una pequeña planicie con un joven árbol que los habitantes negaban, o no habían visto. El pez llegó a una distancia de la que se veía ese lugar para el que parecía que las aguas plateadas encontraban la razón de su fluir, si es que fluían, y lo iluminaban con su reflejo como si estuvieran inclinadas hacia él. El lugar le atrajo sin modo de resistir. Quería sumergirse para llegar al claro más claro de toda esa zona estigial. Miró bien y se dio cuenta que algo había junto al árbol. Un objeto, un instrumento, un acordeón cilíndrico, con pocos botones, de hecho sólo tres, un acordeón verde y morado, que descansaba como si alguien lo hubiera dejado ahí abandonado, de forma intempestiva y sorpresiva. La mirada del salmón no se pudo despegar del aparato, y más le fue urgente encontrar cómo cruzar la espesa, densa y caliente agua, si agua se le podía llamar. Y con su mirada y ese instrumento salieron más seres como si estuvieran hechos de esa tierra. Celosos, expectantes, no se sabía si amenazantes. Y el pez se arrojó hacia ese plateado líquido, arriesgando su destierro (si tierra se le podía llamar a ese lugar), o cuando más, su propia vida si es que ese líquido era algo sagrado que él estuviera traspasando con su plateado cuerpo, porque al entrar al agua el salmón recuperó lo que antes era. Nadó, sin ver, sin saber, sólo dirigiéndose a donde estaba ese remanso de luz, paz, aislamiento y creación. Al topar con la isleta mínima aquella, imaginó salir y ver su última visión antes de pagar por su traspaso, pero no fue así. Logró trepar, cambiar de forma y llegar a ese acordeón, lo tomó, era más pequeño de lo que de lejos de veía, y lo tocó, y descubrió que podía tocar notas armoniosas sin que formaran una pieza u obra definida. Era una consecución de notas, siempre la siguiente conjugándose afortunadamente con la anterior, y siempre de forma inesperada. Los animales, si animales se les podía llamar, se conmovieron al oír el aparato, tal vez por las notas que el salmón producía, o tal vez sólo por volverlo a oír, si es que ya lo habían oído sonar alguna vez. La laguna, la tierra y toda su bóveda se llenaron con esas notas de música abstracta, colorida y conmocionante. Los seres brotaron uno a uno de su tierra caliza y blanca, todos en un breve espacio de tiempo, y excitados comenzaron a cantar, y acompañaban la música y la adornaban, y se anticipaban o se atrasaban convirtiendo a la pieza, si así se le podía llamar, en una fuga tan delirante  como bella, tan improvisada como conocida, tan saturante como colorida. La coneja, que ya buscaba una salida del lugar, oyó el concierto, y buscó explicarse cuál de los insólitos seres de aquel lugar podría producir una música así, y se acercó siguiendo el rastro de las notas orquestales delirantes pero armónicas, y lo hizo con trabajos porque todo el sitio estaba lleno de ellas. Caminó con pies humanos, cuerpo humano y llegó a ver lo que tanto había buscado: su árbol y su paraje, dentro de ese lugar de locura. Era ahí, no cabía duda, pero seguro por una ilusión, o una trampa, porque de ninguna forma su terreno pertenecía a esa zona entre la vida y la nada. A la contrariedad de ver a su árbol y su pasto se sumó la impresión de ver a un pez, un salmón, sin color de salmón, con cuerpo humano accionar aquellas notas. “¿Será esto una broma cruel? ¿Algo tengo yo que hacer? ¿Es para matarme y devorarme mostrarme a este ser? La coneja se descubrió versificando y pensó que eso con suerte se le quitaría después.

La música y los cantos traspasaron sus paredes de lodo suave, espeso y duro, hasta llegar a donde estaban el gato y el halcón, que atraídos por el desconocido ruido le siguieron la proveniencia y descubrieron el túnel.

El salmón tocaba en trance, podía seguir así por mucho o por siempre, hasta que vio a la coneja, y entonces paró ante la decepción de los seres habitantes del lugar, quienes quedaron inmóviles pero atentos, pues algo único se sentía aproximarse. La coneja y el salmón sintieron lo que era verse, toda sospecha en ella se disipó y dio su lugar a una esperanza antes no vivida que le hizo ver que ese terreno finalmente era sólo eso, el escenario de algo que tenía que pasar. La emoción y el pensamiento entreverados se disiparon cuando la coneja vio llegar a un halcón que de inmediato revoloteó el paraje en círculos proyectando una sombra gris en el pasto blanco, el agua blanca y la arena blanca, y en el plateado salmón, que enseguida pasó al pavor. Casi al mismo tiempo llegó un gato a pocos metros de la coneja. El gato no notó su presencia, a pesar de que el salmón la había mirado hasta hacía un segundo. Su avidez por atacar al pez era demasiada como para mirar lo que estuviera alrededor. Los animales del lugar no se atrevieron a salir de su mímesis al notar la prestancia de esos dos para acabar con lo que se interpusiera entre ellos y el salmón. La coneja se ocultó si perder de vista al pez. Tanto el gato como el halcón se lanzaron a atacar, decididos a aprovechar esta nueva oportunidad cuya tardía llegada los tenía más hambrientos, pues se acumulaba con las tardanzas anteriores. De forma intempestiva y sorpresiva como seguro el acordeón fue abandonado con anterioridad, el pez entró hecho pez a aquel líquido semisólido de su mismo color, como ella se había vuelto conejo al entrar por la tierra. El halcón sumergió la mitad de su cuerpo en esa agua ardiente y metálica. Algo sintió que sus uñas arañaron, su esfuerzo lo hizo soltar el mayor grito que ni si quiera imaginaba soltar. El gato se lanzó lo más horizontal posible para apoyarse del propio líquido andando sobre él sin sumergirse y poder llegar al salmón, pero éste se hundió casi nada antes de alcanzar al salmón y apenas logró, nadando, llegar a la isleta. Ambos animales lograron con trabajos quedar en aquella superficie, desesperados, confundidos y frustrados. Al sentirse expuestos, los seres del submundo se replegaron y con ello, se mimetizaron, como era su hábito de habitantes de aquel sitio.

La coneja esperó un rato a ver si de la plateada y espesa agua el pez, que era un salmón, brotaba. Pero ello no ocurrió. A momentos los animales intentaban resurgir de la tierra, pero volvían al camuflaje. Sólo el halcón y el gato se mantenían ahí, a la espera, al acecho. La atención de todo individuo estaba en su centro. Horas pasaron para todos, aunque los lugareños no conocían las horas. No se podía distinguir lo que ahí se comía, pues fuera del árbol no había plantas ni aves, ni animales pequeños. (El secreto era que los animales se alimentaban de su propia tierra, sin placer, sin hambre, por eso su apatía y también su recelo para defenderla.) La coneja sintió un impulso por ir hacia su prado que no era su prado y comer de ese pasto. Sólo tenía el impulso, pues si se movía quedaría a expensas de los dos depredadores que convirtieron su acecho en pendiente espera. Horas difíciles de hambre, sed e inmovilidad siguieron. Sin distraer su atención el gato limpió sus patas y su panza de esa agua que parecía pintura. El halcón hizo lo mismo con sus plumas. Si el pez volvía a emerger se ensuciarían otra vez, pero era su deber de especies limpiarse. La coneja estaba cansada de su estancia ahí, tensa, oculta. La espera de todos se convirtió en desespera. El hambre no dejaba ya ni pensar, aun cuando ella había comido de ese maná espeso que la había recibido en su pasaje hacia esta tierra. De pronto y sin ningún aviso, el gato y el halcón comenzaron a acecharse entre sí, cada uno ensayando un ataque, el halcón aprovechando sus alas para elevarse y descender atacando, y el gato haciéndolo ver lento con sus garras afuera, listas para traspasar la piel del ave; el ave esperando una torpeza del gato para prenderlo del lomo, y eso fue lo que ocurrió. El halcón era apenas mayor en tamaño que el gato, pero eso no era impedimento para darse un festín de él. Después de varios revoloteos y embates, el halcón hizo marear y tropezar al gato, lo alzó de la piel del lomo como alta era la bóveda mientras éste luchaba pataleando, torciéndose en el aire, y luego lo soltó. Todos los animales brotaron de la tierra ante la impresión de ver los hechos, y de inmediato se retrajeron, a esperar el desenlace para ese episodio de ajeno entendimiento del compañerismo. El halcón descendió por su presa para llevársela al fin, y levantó el vuelo con ella inerte, aunque en su salida detectó a la coneja acostada, mirándolo espantada tras un montículo de tierra blanca de ésa que él no quería ya ver. El halcón revoloteó dudando, calculando, pensando que un conejo era mucho más apetitoso que un gato, miró los ojos espantados de la coneja que le atraían más cada que lo dudaba, quiso soltar al gato por segunda vez, pero finalmente decidió salir por donde llegó con su presa ya cazada, y dejar abierta la posibilidad de volver por el nuevo manjar.

En el fondo de la plateada laguna todo era negro, o así se veía. Los ojos y los oídos del salmón estaban sellados y sólo eran su respiración y los latidos de su corazón las funciones vitales perceptibles. Ahí abajo, en lo profundo, no había nada que percibir, ni de qué alimentarse, ni de qué huir, ni qué esperar. Días transcurrieron con el salmón sumergido en ese líquido que pasó de ser la salvación a convertirse a un pacífico remanso propicio para sus pensamientos. Se hundió en ellos, lloró sin que las lágrimas pudieran salir de sus ojos plateados que veían negro; se consoló, se perdonó y reposó. Entre el trance y el miedo, antes de entrar al agua, él había visto a la coneja mirarlo y se dio cuenta que la música improvisada, el viaje, la persecución, la transformación, todo, tenían sentido. Y ahora era libre no sólo de sus persecutores, de quienes ya no estarían afuera cuando saliera de esa agua espesa y opaca, sino también de sus propias ideas.
La coneja salió del estigial sitio por la misma ruta donde entró. Nadie le indicó el camino de salida. Nadie la despidió. Los indescifrables simplemente surgían de la tierra para que los viera por última vez, a modo de despedida. Tenía certeza de que su recorrido de regreso era el correcto, y al salir como entró se volvió a engullir ese maná negro que era comida y bebida a la vez. Quizá los seres de allá atrás, allá adentro, allá abajo, se alimentaban de su propia tierra, no lo quería saber, sólo hizo esa breve conjetura ociosa mientras comía y salía. No se preguntó cómo se reproducían, ni en qué les pasaba cuando morían. Tampoco recordó más al halcón después de salir, ni supo que aquél se resguardaba cerca de donde ella vivía. Y varios metros lejos de aquel pasaje de donde la coneja había salido, ésta pisó esqueleto del gato a su paso, pero la tierra lo había cubierto y no se dio cuenta de ello. Además ella ya iba pensando en cómo ese salmón era lo que sin saber había buscado desde el día de la tormenta, quizá antes, y veía que lo quería, con su música que hizo llenar la bóveda –aún sin su música–, pero la música estaba bien. Ella, que a diferencia de los seres que había dejado atrás sí conocía del tiempo, sabía que ese día era 10 de junio. El salmón, como lo recordaba, se notaba atribulado y perseguido, pero después de un tiempo se aclararía, en aquella oscuridad, hoy o en diez años. Y pensó, por el contacto que hicieron, en que aquel salmón era el ser perfecto para sólo estar. Caminó, y caminó más, y se dio cuenta de que caminaba con dos pies, y se miró las manos, y le gustaba el color del que se había pintado las uñas antes de salir a aquella búsqueda que le dio otra respuesta diferente de la buscada, y volteó al frente y miró al humano, que la esperaba, más viejo, con los brazos abiertos.
Y la coneja no tendría más aspecto de coneja. Un día palpó buscando sus orejas y sintió sólo aire, y tocó su rostro y era un rostro humano. Y se miró al espejo y fue lo que vio. Sus orejas humanas no le gustaban mucho, y las tapó con su cabello rizado, porque ahora tenía cabello. Pero sus orejas se alcanzaban a asomar, como en homenaje a su forma anterior. Y esperaba al salmón, que tal vez ya no sería más un pez, o quizá sí, porque no le importaba si llegaría con su temor y su carga ancestral, ni le importaba que fuera este 10 de junio o en otro, diez años después.