viernes, 2 de diciembre de 2016

Yo te amo, yo tampoco.

La radio del Renault 8 tocaba Je t'aime moi non plus. La señal fallaba y la canción tenía interrupciones, pero Mercedes completaba las notas faltantes con su propia voz. Lo único que no imitaba eran los sonidos sensuales de Jane Birkin. Sergio era un Jean Paul Belmondo, cigarro en boca, ojo entrecerrado; Mercedes una Brigitte Bardot, amante de sexo sin amor que había convertido la canción en su himno. Sólo que, al revés de los roles de la canción, ella quería ser la ola inconclusa que iba y venía, y que los hombres fueran la isla desnuda. Je vais, je vais et je viens. El cielo era de un azul intenso que para Mercedes tenía algo de cínico, como un testigo de un asesinato que regresa por morbo a ver a los dolientes de un muerto. Lo afrancesado de la escena era planeado, no sin ironía. Sólo la coincidencia de la música la había impactado como si fuera una respuesta con más ironía, por tentar al destino. Mercedes le había dicho a Sergio que parecía actor francés de cine y le había encendido un cigarro un minuto antes, sabiendo que, un año antes, Teresita, su prima y mejor amiga, se había accidentado en aquella misma carretera, con un novio francés que iba a llevársela a su país para casarse y vivir allá. Olivier le pidió a su novia antes de irse de México ir a Acapulco por un par de días, y a ella se le hizo buena forma de despedirse de su país. Otro Renault 8, aquel amarillo. Mercedes imaginaba los brazos robustos de Olivier, su suéter con las mangas subidas y su barba enjuta. Su complexión daba visos de obesidad debajo de aquella camisa de nylon amarilla que nunca olvidará Mercedes. Su cabello chino y abundante, su grosor tornado en aquel sobrepeso que a nadie molestaba y que a Teresa encantaba. Su velocidad acostumbrada a las carreteras europeas donde debía navegar el auto que ya anunciaba su venta por la inminente partida de la pareja. Mercedes había imaginado todo ese año a su prima en aquel último viaje: llena de sueños y dicha, de admiración por su novio y por su propio destino. Pero el auto en venta de Olivier no resistió la plenitud de Teresa, ni la velocidad: en el regreso al D.F., su peso actuó contra él mismo, por más que su piloto busco contener, ceder y contener de nuevo, derrapó diez o veinte largos metros aún contra la fuerza de Olivier para controlar el volante y los pedales, pero la puerta del Renault 8 amarillo se abrió por el peso de Teresa en la curva forzada de La pera y ella salió, con sus sueños y su dicha, sin tiempo para asirse de nada y sin que nada pudiera ofrecerse para detenerla.

Ahora Mercedes había acordado con Sergio hacer ese mismo viaje, un año exacto después. Recordaba a su prima, en su propia versión: con su novio mexicano por más que llevara el cigarro a lo Belmondo, el auto francés y ahora la música francesa que parecía ser la aceptación de su reto. Ella misma, con su persona, era la respuesta en la cara del destino queriendo ir a Acapulco, para estar allá con su novio y para no formar un hogar. L'amour physique est sans issue. Sergio, con brazos también robustos pero con la precaución del mexicano que conoce su camino riesgoso, que no hace más que obedecer un impulso ­–no suyo–: recorrer un recorrido ya trazado. Sergio que nunca ha hecho planes con Mercedes, pero que sabe que ella no tiene como plan morirse, sino desquitarse de la tragedia de la vida disfrutándola mientras está en ella. La pera los recibe un año después, sigue siendo la fruta devoradora de destinos cuando no se le respeta. Mercedes piensa en su prima y da a la curva infame su justa dimensión: la de un recorrido del destino, de una naturaleza que comparte su actuar con la mano de obra humana que hace cosas admirables y otras absurdas. El auto de Sergio vibra, se siente su propio peso, el volante de pasta se humedece con el sudor de manos que se asen contra la fuerza de la velocidad. Así lo pidió Mercedes, no de broma, no muy seria, semanas antes de ese día, en la cama, después de tener sexo. El cigarrillo en su boca está húmedo y a la vez pegado en sus labios. Tensión silenciosa manifiesta con un silencio llenado con los gemidos de Jane Birkin desde la radio, pero éstos no logran aminorarla, y son el probable preámbulo de la tragedia reservada para quien quiere retar lo natural, emulando la trasgresión de un día idéntico, un año exacto antes; probablemente aquella misma música sonó un año antes también, por mero capricho de una creación destructiva que quiere divertirse con los caprichos de seres diminutos como el polvo, que giran y se tornan plateados y luego desaparecen. El silencio grita la tensión del momento y el recuerdo del año anterior, gime por los 23 años de la vida de Teresa, esfumados en un segundo, un segundo en el que Teresa, mientras no lograba asirse de una manija ni de la vida, sintió –sólo ella– que llevaba consigo más que su sola vida. El volante contraviene la fuerza de Sergio, que, desde la noche anterior, en anticipación, había querido tener control total en ese momento –sabedor de que la vida tiene ironías–, pero que ahora no encontraba por qué su pie había hecho complicidad con el pedal y éstos se habían fundido en una sola pieza. Gemidos no sólo del silencio, también de una canción interrumpida, que nunca pensó podría ser la última que escuchara en su vida; el fondo musical con el sonido de la creación humana al tiempo de la interrupción definitiva de su propia vida, pausa larga, llena por minutos de restos de pintura verde y combustible quemado flotando por el aire como rodeando a un alma atónita que no sabe adónde ir. Mercedes entendía ahora la seriedad de su capricho, lo que se había propuesto ya no era algo simbólico, era un reto verdadero a la física, a la física del destino. El paso por el punto exacto, visto en las fotos de la memoria por todo un año. La respiración contenida. Partículas pasajeras en su nariz antes de expulsar el aire (quizá nunca, este momento de suspenso lo definiría). Afuera, las plantas que habían sobrevivido el paso del cuerpo de Teresa, que recordaban el momento como un incidente lejano, por más que los huesos rotos, por más que la sangre brotando, por más que Olivier hubiera aparecido pisándolas incrédulo, rebasado por el destino como lo rebasaban los autos que seguían su marcha, como decían sus motores reduciendo su decibelaje, pero manteniendo su velocidad, alejándose ignorantes del contratiempo que dejaban a metros, kilómetros, y para siempre desconocían que se alejaban de él. Flores que ni siquiera habían nacido y que sin saberlo eran ornato perenne in situ del duelo de toda una familia. Sólo Mercedes de entre esos dos sabía cuál era el punto exacto del accidente, que ahora quedaba atrás, como la vida de Tere. Un recuerdo más, una imagen más, una razón más para sostener la idea de la no creación de vida. Mercedes descubre, mientras las ruedas luchan por mantener al auto, que lo que quisiera es que algo fallara: un eje, una tuerca, un metal cualquiera, de ésos que delgados como fuertes, pequeños como grandes que son, atrancan vidas, pero la curva inmensa se rindió, esta vez. El Renault 8 continuó su marcha. A pesar del deseo. Desde aquel punto exacto donde Teresa ya no siguió, se vio al auto anaranjado –no verde– alejarse, ceder su ruido al de otros autos... irse como Olivier cuando se fue del país, lentamente y cada vez más empequeñecido. Sólo en la mente de Mercedes seguía el recuerdo, el dolor y la idea de seguir para terminar lo suyo y no dejar más huella en este mundo que algún recuerdo forzado o pasajero como el polvo que ahora ya había salido de su nariz. Lo que nadie supo, por impericia pericial, médica, post mortem, por descuido agradecible para no volver peor a la tristeza, fue que Teresa no iba sola en aquella despedida, y que no iban dos en el auto, sino tres, por más que el más pequeño de ellos llevara días, apenas semanas de gestado. Nadie supo, igualmente, que la canción que Teresa y Olivier llevaban en la radio no era Je t'aime moi non plus, ni que al regresar de Acapulco, Mercedes terminaría con Sergio para seguir con su vida sin rastro, sólo ella lo sabía, lo había decidido estando en la cama con él, teniendo sexo, durante ese momento culminante que debería generar vida en el que se dio cuenta también de que el dolor por su madre y ahora más vívidamente por su prima, habían alentado esta vez su clímax.

martes, 1 de noviembre de 2016

Jazz FM

No era un taxi lujoso, todo lo contrario, pero olía bien. Olía al taxista. Pero no me di cuenta en el momento, porque eso no era lo importante. Le hice la parada al mismo tiempo que otra chica. La sincronía del levantamiento de los índices fue olímpica. Yo lo vi porque de las dos yo era la que estaba atrás, pero el taxista me eligió a mí. La chica volteó para atrás impaciente, sorprendida, quizá, como no me vio hacer la parada se convenció de que yo alcé el brazo primero para quedarse tranquila. Lo cierto era que yo había llegado antes y ella se paró delante de mí. En México lo de los turnos es cosa aleatoria, y lo de las filas no existe, pero eso tampoco es importante. “Las cosas son como tienen que ser”, me dijo el taxista cuando comentamos sobre la otra chica después de que le di la dirección a la que iba, de acomodar mi paraguas húmedo en el piso y de secarme las manos y el pelo como pude y sin mojar la pulcra vestidura. Yo le hice un gesto a la chica de que si quería ella se fuera, pero ya no me vio en su molestia. Mi recorrido era largo. Como de la zona uno a la cuatro en Londres. El auto, recuerdo a la perfección, era compacto, pero su marcha era suave y silenciosa, como si fuera un auto grande, como esos americanos en los que no se siente el camino. Pero lo importante era la música. Puedo decir la lista de canciones que nos acompañaron en esa distancia entre el zócalo y la Cineteca Nacional, en Río Churubusco. “En Jazz FM, esto fue Tony Williams, su batería, su orquesta y esto que se llamó “Fred” decía la voz grave de un conductor que me sorprendía por su voz, por la canción que habían tocado y porque ese taxista tenía puesta esa música. Mi mirada por su espejo retrovisor fue percibida y respondida con prudencia, casi pudor. Sus cejas pobladas contrastaban con la amplia y apiñonada frente que anunciaba una reciente entrada en los cuarenta. Sus arrugas no eran de manejar al sol, eran de algo más. La línea de su pelo estaba, como decimos en inglés, “receding”. Su mirada era la de alguien estudioso de las personas. Quizá su trabajo era algo incidental, o quizá era un taxista feliz que escuchaba jazz y que no tenía interés en conversar, sino en sólo mirar a sus pasajeros por pocos segundos y estudiarlos mientras seguía conduciendo. La suave marcha ahora podía explicarse por su delicado manejo. Su auto era un Tsuru, pero parecía que flotábamos, ahora con Abercrombie, Johnson y Erskine tocando un jazz directo que musicalizaba el viaje sobre Calzada de Tlalpan. Mi disfrute comenzó a llevarme al temor y a la incomodidad. Hubiera preferido que la otra chica me hubiera ganado el auto. Miraba a la calle para distraerme. Las churrias de agua me interrumpían la intención y me traían de regreso a mi realidad auditiva. El momento se estaba convirtiendo en algo incontrolable: Yo no puedo oír el saxofón. Sólo pensar en su forma me eleva y su sonido me lleva hasta un punto climático que no puedo disimular. Esto me había traído cierta fama en mi país y en parte por ello me había ido de ahí. No podía hablar con el taxista y pedirle que le cambiara a esa música, pues no habíamos establecido una relación de diálogo entre pasajero y chofer, y hablar sólo para pedir que cambiara la estación sería de una rudeza única e inolvidable. . “Jazz FM presenta a Gato Barbieri, su saxofón, su cuarteto, y el tema de "El último tango en París"”. “Las cosas son como tienen que ser”, recordé su única frase en aquel recorrido ahora inolvidable para los dos, antes de que nos amáramos por primera vez y para siempre, en una calle de Coyoacán, con los vidrios del taxi empañados por fuera y por dentro.

lunes, 24 de octubre de 2016

En Álvaro Obregón y Orizaba.

Pedro Venero llegó a México porque tenía un sueño y un secreto. Por éstos salió de Cuba, y más por una cierta congruencia que por escapar de su tierra, a la que amaba. Pedro Venero hacía piruetas en su bicicleta y en secreto tocaba jazz con su trompeta. Sus amigos más allegados le decían el Miles Davies cubano cuando podía tocar sus canciones sin que los puristas y los fieles al régimen lo vieran con recelo. También tocaba son o guajira, con el mismo gusto pero sin la pasión oculta con que escuchaba y reproducía los sonidos de Kind of Blue. La bicicleta había sido un gusto adolescente, otra facilidad como la de jugar béisbol. También le decían el Willie Mays cubano, y eso lo confundía, ¿Miles Davies o Willie Mays?. La bicicleta no le daba conflictos de identidad ni sociales y por ello la practicaba con gusto y desenfado. Así fue como aprendió, sólo por ver y sin instrucción, las más sorprendentes suertes. Y ocurrió que Pedro Venero salió de Cuba y llegó a México, buscando, por la agilidad diplomática, facilitar un tránsito hacia Nueva York, sabiendo que allá no lo confundirían con Willie Mays, y buscando hacer algo parecido a Miles Davies. Pero el tiempo le pasó en México a Pedro Venero. Buscando trabajo como trompetista encontró sólo como acróbata ciclista. Y buscando hacerla en Nueva York se enamoró de una mujer de Coahuila. “Los sueños no importan cuando tus logros te llenan”, le decía doña Antonieta a Pedro Venero, su hijo. Y nacieron Hortensia y Perico, mexicanos y orgullosos de su papá piruetista, que actuaba donde fuera, donde no lo corrieran, donde pasara mucha gente para que tuvieran oportunidad de detenerse y que la conciencia les hiciera dejar una compensación por ver a aquel negro ahora corpulento burlar a la gravedad. “Mis amigos allá en Cuba dirían que me parezco a Louis Armstrong”. La Alameda era buena opción para actuar con la bicicleta cuando no estaba el gitano del oso, aquel que salía en películas e historias de gitanos, aún años después de dejar de existir. Y en la búsqueda de sitios con tránsito de gente no apresurada se había encontrado con parques como la Ciudadela, el parque América en Polanco, la plaza de Coyoacán, algunos con gente con más tiempo, pero con menos dinero, otros con gente, pero que no paraban para ver al gordo sobre su bicicleta de trabajo. Avenida Álvaro Obregón sonaba como un justo medio socioeconómico y en distancia, pues Pedro Venero vivía con su familia en el centro. Y de Álvaro Obregón, la esquina con Orizaba resultaba lugar perfecto, un poco por lo ideal del sitio y el público, otro poco porque se encontraba frente a un restaurante bar, D’Alfredo’s, así, con doble posesivo, uno italiano y otro inglés, quizá para que no haya duda de que era lo más próximo a la idea que Pedro Venero tenía de Nueva York y que inconscientemente le refería también a Cuba, pues en él había comida internacional y un piano donde se tocaban boleros y jazz acompañados siempre de doña Carmen en la voz. Pedro Venero pasaba por el restaurante cuando la colecta había ido bien y pedía un café, bien cargado, claro: tipo americano, y claro, no era tan fuerte como el de Cuba. Y Pedro escuchaba las baladas aquellas y pensaba en su madre y su idea de los sueños, y se preguntaba si con su esposa y sus hijos y su trabajo en la bicicleta había cumplido estos sueños, y si ese lugar era en verdad como los cafés en Nueva York. La mujer, doña Carmen, se veía afable, aproximable, a pesar de su voz grave y su forma de plantarse junto al piano.


Pedro Venero invitó a su familia una noche de viernes al restaurante bar D’Alfredo’s, con su doble nacionalidad en el posesivo de su nombre. Doña Lucha, la esposa de Pedro Venero, no sabía del lugar, ni siquiera lo había advertido las tres o cuatro veces que había pasado por aquella esquina de Álvaro Obregón y Orizaba. Pero eso no era lo importante, lo que preocupaba a doña Lucha era cómo Pedro Venero pagaría aquella cena. Los santos en la entrada de su departamento nunca los habían abandonado, pero esto parecía demasiado. Pedro Venero notaba la preocupación de su esposa, pero se limitó a decir que volvía en un momento. Hortensia y Perico miraban el menú, su antojo por los platillos descritos ahí era proporcional a su admiración por el lugar semi oscuro, con esa atmósfera que lo aislaba de la calle, del país, y lo volvía único en su combinación de aromas, colores y sabores. Doña Carmen, con su voz grave y temperada, anunció el debut de Pedro Venero en la trompeta: Pedro Venero, que no se parecía a Louis Armstrong, pero tenía mucho de él.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Johnny Rocket’s Polanco

Helga sabía que era el lugar, el momento. Que nadie evitaría su presencia ahí, en Johnny Rocket’s de Polanco. Había sido algo cíclico visitar aquel lugar. Algo tenía de fascinante, no necesariamente por las hamburguesas y las malteadas, que eran buenas, ni porque los meseros bailaban y hasta cantaban de vez en cuando, seguro contra su voluntad pero con una firma irrevocable, a pesar de haber sido escrita en una pluma Bic, y en un contrato engrapado a una solicitud de empleo de papelería. Helga sabía que era el lugar y el momento. Pero no sabía por qué. Stand by Me se oía al fondo, lejana. Recordaba haberla puesto en la rockola una de las veces que fueron, cuando había risas, caricias, cuando le gustaba regresar a su casa conservando el aroma de David. Ahora era 17 de agosto y había quedado de verse con él ahí, después de un estira y afloja donde nadie había ganado y ambos habían tenido que ceder en muchas cosas. Llevaban tres años de novios y algo había estropeado la relación. Él la culpaba en todos los sentidos: porque ella había permitido que se entablaran en el hastío, porque ella había traicionado su confianza saliendo con Marc, su ex novio; porque ella le había echado a perder la hombría y el auto concepto, esto último dicho con gritos ensordecedores. Y ahí estaba, esperándolo, no sabía bien para qué. ¿Dónde nacía esa necedad que nos hace volver a ver a alguien sabiendo que no funcionarán las cosas? Johnny Rocket’s, con toda su inocencia cincuentera para vender hamburguesas caras, era un lugar ajeno a la densidad de la relación de aquellos dos. Helga ya no quería ver a David, pero ahí estaba. Él había cambiado con el paso de tres años, o había mostrado su verdadero yo, un yo violento hasta lo irreconocible, tanto que en verdad Helga había extrañado a Marc, que sus defectos se le hacían boberías, y que su insistencia en regresar juntos se le había vuelto una tentación, porque quizá también buscaba protección. David había golpeado cosas primero, luego a ella. La vergüenza le había impedido contarlo, y los golpes no eran visibles como para que estuviera obligada a hacerlo. ¿Entonces qué hacía ahí? ¿En verdad eran el lugar y el momento? Helga se miró las manos. No concebía que esas manos volvieran a tocar a quien la había dañado con las veinte justificaciones que decía tener. Un temblor en el cuerpo la hizo darse cuenta de que había cierta alienación con su propia piel. Cerrando los ojos respiró profundo. No podía ser. Miró sus pies. Ahí estaban, pero al mismo tiempo no pisaban. Se escuchaba a lo lejos a Frankie Valli y los Four Seasons y las palmas de la mano de meseros en el fondo desganados, pero Johnny Rocket’s no existía más. Le llegó un impulso por llorar. ¿Qué hacía ahí, si ya ni siquiera estaba Johnny Rocket’s? Y el recuerdo del olor a sangre, su propia sangre. Mejor vamos al cine y cenamos después, le había dicho David. Pero ya es tarde, le había contestado Helga. Vamos, estarás bien. Helga había vuelto con Marc. Quería decirle a David que era la última vez que se veían. Se lo dijo recién subiendo al Caribe color shedrón que tantas veces había hospedado sus besos apasionados en distintos sitios de la ciudad y del país. Johnny Rocket’s era el símbolo del principio y del fin, por eso había accedido a verlo ahí, ahora recordaba. Nunca imaginó ver una pistola en ese Caribe. Estaban en una de las barrancas de Santa fe, fue lo último que vio y su fantasma lo recordaba. Era el momento y el lugar, pero no en este año, y siempre iba a preguntarse qué hacía ahí, si ya ni siquiera existía ese Johnny Rocket’s de Polanco. 

jueves, 29 de septiembre de 2016

Rita en el Gabriel Figueroa

Paso por la calle de Yucatán, aún está la taquilla. Llegan los recuerdos. Estábamos en el cine, el Gabriel Figueroa, comprando dulces y palomitas de maíz antes de entrar a ver la película. Ella con su novio, yo con la mía. Coincidíamos seguido, vamos, una vez por año, desde muy jóvenes. Yo me acordaba de ella, porque era famosa; ella no tenía por qué acordarse de mí. Ella era atractiva sin esforzarse, y yo con esmero y benevolencia llegaba a ser acaso de un aspecto promedio. Yo estudiaba de 4º o 5º semestre en la universidad cuando la conocí con su grupo de rock y cuando la vi en el cine era un simple empleado de gobierno. Los sitios donde tocaba con su grupo eran accesibles por democráticos, no de mala muerte, ni mucho menos, porque siempre he dicho que hay algo de fresa detrás de un roquero, pero eran sitios donde no se cobraba “cover” ni te obligaban a beber, ni había cadeneros seleccionando quién por su aspecto tenía derecho o no de entrar.
Como todos mis amigos, yo juraba que Rita, como se llamaba, me miraba cuando cantaba. O era mi deseo, o mi trampa, pues a fuerza de coincidir su grupo y mi presencia, yo sabía dónde ubicaba su mirada y me paraba ahí. Seguro sus ojos veían sólo la negritud mientras cantaba, porque la gente no era iluminada o porque ella no la miraba. Sólo Rita recibía la luz, azul o morada, y acaso el resto de su grupo. No me atraía en un sentido romántico ni erótico, pero su persona tenía magnetismo y a la vez era alguien con quien hubiera podido tomar clases en el mismo salón. Pero Rita hacía su música y se daba oportunidad de colaborar con causas a favor de la gente que más necesitaba, los desaventajados.

Y ahí estaba con su entonces novio comprando dulces como yo, y esperando la misma película que íbamos a ver yo y mi novia. Cuando le dieron sus palomitas no sabía que había pedido lo que prácticamente era una cubeta que miró con risa y sorpresa, su novio, músico de su grupo, se limitó a hacer un gesto de extrañeza y no comentó nada. Rita preguntó si no se habían equivocado con el cubetón de palomitas, y el empleado dijo que así era. Le dije riendo que si quería yo pedía sólo mi propia cubeta y me compartía la mitad de sus palomitas. Se rio, la risa la dobló, una risa genuina, yo reí también orgulloso al fin, no sólo porque ahora sí estaba seguro de que me había visto, sino porque había reído de algo que yo había dicho. Luego cada quién entró a la sala, con su pareja, en aquella sala oscura que no proyectaría luz morada ni azul, sino todos los colores de la película.

Años después volvimos a coincidir. Ella llevaba a su hijo a la misma escuela que yo a los míos. Ella se quedó con el novio músico que estaba en el cine Gabriel Figueroa. Yo también con quien iba aquel día del chiste malo y la risa espontánea. Era como si aquel indiferente empleado del cine nos hubiera dado cierta bendición juntos con sus cubetas rebosantes de palomitas, y como si el cine hubiera sido cierto templo –que lo era–. Pero ella murió, de cáncer de mama, dejando un hijo, a su novio-esposo, su música y sus obras por los desaventajados.


Ahora paso a pie, porque soy sólo alguien de a pie, y veo el cascarón de aquel templo, el cine Gabriel Figueroa, vuelto estacionamiento; y de la dulcería que expedía cubetas enormes no queda ni rastro, ni del empleado dulcero; menos de mi chiste, aquél que la hizo doblarse de risa.