jueves, 21 de julio de 2016

Dalia o Báilamela suavecita.

1

Dalia sentía los tacones demasiado altos. Le había dicho a Avelina, su mamá, que los zapatos beige eran mejores porque eran más bajos, pero para Avelina no combinaban con su vestido color crema. Dalia tenía miedo por el vals. Desde niña había tenido la pesadilla de que se caía en ese momento culminante de cualquier vida juvenil: el vals. Todos los chambelanes estaban ya en la fiesta, sólo había que cuidar que no bebieran. Y Avelina también cuidaría que José Alfredo, su esposo y padre de Dalia, no bebiera de más. Era el acuerdo de vigilancia entre la mujer y la niña en trámite de convertirse en mujer. ¿Pero qué era beber de más? Dalia no quería que sus padres riñeran en público. Ella había bebido y fumado ya, a escondidas, pero eso no le ayudaba a saber, a distinguir. Si tan sólo hubiera una medida exacta que dividiera beber de beber de más.            

2

El vals había sido un éxito. Un tacón se le dobló a Dalia medio segundo, pero alcanzó a corregir, al tiempo que veía la tensión en todos los rostros que la miraban esperando que no cayera al piso, o de los que esperaban que cayera. Sabía a quiénes no debía haber invitado, pero Avelina, su mamá, su mamá… por lo demás, todo bien, salvo que Jorge, su novio, no llegó a la fiesta. Sólo llevaban un mes saliendo, y el baile se había preparado por tres meses, pero Jorge no quería ver a su novia rodeada por esos chambelanes que no eran él. El discurso de su padre transcurría entre sílabas barridas, el agradecimiento a todos por acompañarlos en esta noche tan especial, el costo de la fiesta, la declaración de que su hija siempre sería su bebé, y la amenaza no tan velada a quien se atreviera a “faltarle el respeto” a Dalia, la hija de José Alfredo, extensión vulnerable de su persona, de su hombría.                       

3

En la fiesta todos habían perdido la necesidad de la sobriedad. Avelina, la mamá de Dalia, vigilaba que aquellos vecinos o familiares que guardaban rencillas no estuvieran cerca, o que se reconciliaran, quien quitaba la posibilidad. La música había tomado una ruta automática de ritmo bailable donde la poca luz permitía a los bailantes hacer lo que su impulso dancístico les pidiera. Las mesas de tablón lucían casi vacías, porque sus comensales ya se habían ido o porque estaban en alguna tarea festiva, que incluía hacer fila para el baño mixto. Nadie notaba que faltaba alguien importante. La festejada. Dalia había tomado uno de los discos de 45 revoluciones por minuto de su bailable y lo había subido a su cuarto, donde tenía un tocadiscos portatil, rojo. Ahí sonaba Aline, por segunda vez en la noche. Ahí estaban Dalia y Jorge no pensando en José Alfredo o Avelina; ni en chambelanes o invitados. No pensando en lo que Jorge se había perdido de la fiesta: el descenso por la escalera, el hielo seco, el vals con parientes y amigos de la familia; la partida del pastel, el ron Potosí para cubas pintaditas, el primo que no había visto de niña, el cadete bailador de casi dos metros. Nada de eso había visto Jorge, por lo que no podía pensarlo. Sólo había imaginado, pero ahora estaba en el cuarto de Dalia, bailando mejilla con mejilla, y con Adamo, cantando… Aline.

4


Aline avanzaba sus notas apasionadas, llevando a Dalia y a Jorge por un ensueño romántico, a pesar de la fidelidad aguda del tocadiscos portátil. Rojo. El perfume de Dalia envolvía al olor a tabaco de Jorge, que en su nerviosismo por el día había fumado más de lo habitual. Dalia entendía como si el propio Jorge se lo hubiera explicado. O mejor. Manos entrelazadas, sudorosas con el calor de la cercanía y el nerviosismo. Pasos de baile torpes que pisaban el mosaico amarillo, frío, salvo donde ellos pisaban. Jorge apreciaba la nueva belleza de Dalia en ese vestido que no le conocía y la pintura que, aún corrida, hacía a su mirada verse más sensual, más crecida; un cambio que le producía celos, temor y excitación. Todo volvía cuando la escuchaba hablar: era la misma Dalia, gentil, cariñosa, disfrazada de otra que lo podría pisotear y desechar, nueva combinación de Dalias que provocó a Jorge irreversiblemente. Quería aspirar su aroma a perfume de cuatro horas y quedárselo consigo. Arrebatarlo a todos aquellos que lo habían olido, y quedárselo con una inspiración eterna, aunque se asfixiara. Apretó su cintura satinada, la besó y la acercó a él importándole nada el resto del mundo, ni la historia pasada o futura. Dalia sintió la transformación de Jorge. Lo percibió mayor. Era como si alguien se hubiera disfrazado de él y estuviera delatándose con movimientos no ensayados. Un segundo de emoción, y el resto contrariedad y duda. Luego enojo. Luego claridad. El mejor momento de la fiesta estaba fuera de la fiesta, pero se estaba arruinando. ¿Cómo iba Jorge a imaginar que terminarían juntos, fusionados un día así? ¿Quién le dijo que podía pensar en una concesión de su persona y su cuerpo para él en su fiesta de quince años? ¿Qué tan importante, inseguro, inmaduro o egoísta se podía ser? ¿Creyó éste que todo era un plan para acabar así? Jorge se había revelado como si todo hubiera sido una prueba por parte de Dalia y su familia. Aline terminó. Afuera se oía Báilamela suavecita saliendo de bafles agotados, distorsionados, saturados de trompetas y güiros con los que ya nadie bailaba ni suavecito. Dalia no rechazó, simplemente alejó a Jorge, le sonrió, mirando luego hacia el piso amarillo y frío. Lo llevó de la mano descendiendo la escalera de metal negro y frío que bajaba diario de su cuarto, le dijo que estaba cansada ese día, también el siguiente y el siguiente, los necesarios hasta que Jorge se cansó de no entender.

miércoles, 20 de julio de 2016

Lobby

–Te pusiste loción. ¡No se vale!
–Poquita.
–No importa. Huele.
–Cualquiera te pudo saludar y haberte impregnado.
–¿En todo el cuerpo? No se vale, Javier.
–Ok, ok, no lo vuelvo a hacer. Es por el recuerdo de la primera vez.
–Sí, pero no hace falta. Hasta quisiera irme.
–A ver, vete.
(pausa) –Sí quisiera. En serio. Y luego Vetiver.
–¡Joven!
–Dígame, señor.
–Me trae la cuenta.
–Sí, señor.
–No es cierto. Me trae otra Bavaria y… ¿quieres más vino blanco?
–¿Otra cerveza? ¿Pues qué, estamos en el estadio?
–Ok. Un Black and White en las rocas y otra copa de vino para la señorita.
–Sí, señor.
–Oiga y ¿le pueden subir a la música?
–Voy a ver, señor y con todo gusto.
–Gracias. Ya ve que hay cosas que pueden mejorar la propina.
–Sí, señor. Voy a hacer el intento.
–Gracias.
(silencio, tararea Rising)–¿Sabes cómo se llama esa canción?
–Subiendo.
–Elevándose. Me gusta más con ese nombre porque me recuerda a nosotros. Es sexy.
–¿Te gusta que nos veamos así, Javies?
–¿Cómo?
–Así, cuatro veces al año.
–Es un buen número.
–¿Y si dejaras los números en tu trabajo, para variar?
–Me refiero a que es una buena frecuencia. Para mí.
(pausa) –¿Y no me preguntas si está bien para mí?
(toma aire) –¿Está bien para ti que nos veamos en cada estación del año, Patricia?
–Ya le subieron a la música, ¿oyes?
–Mejor que antes, sí, Patricia.
–No. ¿Alcanzas a oír la campana del elevador?
–Pues no. Yo creo que si me fijo. A ver. Sí. Ya la oigo.
–Te tengo que confesar algo.
–Tienes otro novio.
–No.
–¿Quieres que nos dejemos de ver?
–¡Uy que serio! ¿Quisieras eso?
–Nunca.
–Ah, ¡bueno! No. Hay veces que vengo. Sola. También en viernes.
–Gracias, joven. Y gracias por subirle a la música.
–Sí, señor. Ya ve que cuando se puede, se puede.
–¿Cómo que sola?
–Y no sabes cómo molestan. Unos te mandan bebidas, otros se quieren venir a sentar, otros hasta se sientan. Hay que rechazar a uno por minuto.
–¿Y, entonces, para qué vienes sola?
–Para imaginarnos a ti y a mí. Hasta me pido lo mismo de tomar. Dos copas de vino blanco. Ni una más. Imagino que pides tu cerveza ésa, naca.
–Pero si…
–Y oigo el elevador, y me imagino que estamos esperándolo y que una de esas campanitas es para nosotros.
–¿En serio haces eso?
–Sí. Y cuando toca vernos, te pones loción.
–Perdón.
–Está bien.
–Salud. Juntos por siempre.
–Cuando se pueda.
–Siempre se podrá. Y trataré que sea más de cuatro veces por año.
–No. Así está bien.
–¿Segura?
–Completamente.

–Salud, entonces. Vamos por nuestro timbrazo. ¡Gracias, joven, ahí le dejé en la mesa, así está bien!

miércoles, 13 de julio de 2016

El astronauta de Tlaltelolco

Me arrepientía. Uno no debe arrepentirse, dicen, pero yo sí. Sería que estaba en proceso de ser un poeta. 1973. Me gustaba subir al juego del cohete, junto al edificio Hidalgo, donde ella vivía. Un juego enorme, por lo menos para mí, de nueve años, y más para ella, de siete. Te vas a caer. Los austronautas no nos caemos, le decía yo suficiente, orgulloso, parado en la plataforma superior del cohete de Tlaltelolco, que, viéndolo ahora, tenía un diseño entre soviético y futurista, si es que eran cosas diferentes. Ella no subía, ya era costumbre que me gritara desde abajo, girando sobre el volantín. Sus padres se asomaban a vigilar, pero ella nunca intentó acercarse a la nave espacial. Un día dejó de ir, ni siquiera se asomaba por su ventana, y como ya no iba al área de juegos, sus padres tampoco se asomaban. Mi único referente de su existencia era la luz encendida por su ventana, y, de pronto su hermana, que era de mi edad y que me veía fugazmente, pero por más tiempo del que me hacía sentir bien. Para entonces ya me arrepentía de siempre haber estado ahí arriba, con mi arrogancia de astronauta que ni siquiera decía bien la palabra. Luego se mudó de casa, y yo en lugar de subirme para sentirme astronauta, lo hacía para mirar hacia su ventana. "Yo quiero ser aeromoza", me decía siempre que yo le hablaba de astronautas. Moza quiere decir chica, joven, y aero, que no pisa el suelo, que vuela etérea y fugaz, como lo fue. Y yo nunca fui astronauta. Bueno sí. La vida me llevó al mundo de la poesía, como había dicho antes. 1985. Me mudé de Tlaltelolco después de salvar la vida en el terremoto, y de que muchos de mis vecinos y amigos la perdieran, y yo un poco con ellos. Y la parte de mí que quedó, ésa que nunca se caía, se elevó un día en lo subterráneo. Iba en el metro, por la estación Moctezuma, de pronto vi que ahí estaba ella, con ropa de aeromoza, mis cálculos decían que tenía 21 años. La chica que volaba iba por lo subterráneo con tacones más altos de lo práctico, alistándose para salir del tren en la estación San Lázaro, mirando preocupada el reloj. 8 55, miré yo también. Salí por mi puerta del vagón, ella iba apresurada. Los vuelos no esperan, pensé mientras la seguía con esfuerzo y admiración por su velocidad en tacones, y la alcancé en la gran explanada de la estación, lugar lleno de gente e impersonal. La asusté. Me miró y me reconoció. Hola, le dije, pero un segundo después, molesta me preguntó ¿Te conozco? La pregunta me dejó callado, perplejo, anclado, hundido, viéndola despegar, alejarse. De inmediato recordé cuando me miraba desde abajo cuando yo estaba en el cohete: su expresión de inocente interés por aquel astronauta que ahora no era nadie, nada. 1987. Decido buscarla. Mi única referencia es la estación San Lázaro del metro. 8 55. La explanada tiene la misma gente de dos años atrás, tan la misma gente que la veo a ella aproximarse, apresurada, flotando. Me oculto. La sigo. No soy de los que siguen a las mujeres, sólo cuando vuelan, y sólo ella vuela, metros, cuadras, quizá un kilómetro. No sé si es el mejor camino para el aeropuerto. De pronto se detiene. Se cambia los tacones por zapatos bajos. Entra a la cafetería Wings que es un avión y que está a la orilla de los hangares. Wings. Alas. Entro. Ahí está ella, con un gafete y una libreta para tomar las órdenes de pasajeros que no volarán. La mujer fugaz ha despegado y yo necesito un café para no perderla. Desde mi mesa se lo pido. No se percata de mí, hasta que le sonrío. Me mira por un momento. Sonríe. Me explica, me cuenta, le desmiento a su hermana. Le cuento mi vida. Me cuenta la suya.
Hemos regresado juntos a donde ya no está aquel cohete, desde ahí miramos hacia la que era su ventana, su hermana está felizmente casada, me ha contado, cuando no estamos flotando el austronauta y la aeromoza.

martes, 5 de julio de 2016

Mundo feliz

José Antonio miraba la televisión, el Tío Gamboín cantaba las mañanitas sin mover la boca, pues la cámara lo veía mientras una grabación suya cantando celebraba a los cumpleañeros del día, que poco antes había leído en una lista. Los juguetes de pilas que lo acompañaban, y que no estaban a la venta como había dicho miles de veces, se mantenían impávidos sobre su escritorio. El tío no consanguíneo miraba a cámara o revisaba papeles con saludos, quejas y solicitudes de regreso de programas como Ultramán; solicitudes que ofrecía hacer llegar a la "gerencia", como llamaba a esa entidad que para José Antonio era de un abstracto total. Mientras oía cantar al ventrílocuo presentador, José Antonio recordó el plan para su propio cumpleaños, al tiempo que oyó la llave del departamento abrir la puerta. La chapa emitía los rasgos sonoros de su mamá abriendo, pues su padre lo hacía más rápido y llegaba de noche.
–¡Ya sé qué quiero hacer el día de mi cumpleaños! Quiero ir al Mundo Feliz. Me contaron en la escuela, está bien padre.
–¡José Antonio! –dijo Lucía –ya te he dicho que no digas "padre". –José Antonio no encontraba qué estaba mal en decir "padre", pero sobre todo no encontraba una palabra que la sustituyera. Chiro era peor, y a él no le gustaba.

Lucía depositaba las bolsas de supermercado de papel de estraza, dobles, para que no se rompieran, acordándose más de que su hijo había dicho "padre", que de lo que éste le quería contar.
–En el Mundo Feliz hay lanchitas, flores que cantan, una casa chueca, un globo gigante donde te metes...
–Tu cumpleaños cae en viernes este año.
–No, ya vi el calendario.
–Tu cumpleaños es el 29 de febrero, y es viernes, José Antonio.
­–Primero de marzo, ¡es sábado! –¿Cómo podía confundirse con la fecha de su cumpleaños su propia madre? ¿Se podía mandar este tipo de quejas al Tío Gamboín para la "gerencia"?
–Naciste en año bisiesto, que es cada cuatro años, este año también es bisiesto y te toca festejar tus ocho años en tu fecha verdadera, José Antonio: 29 de febrero.
–¿Qué otros días bisiestos hay en el año?
–Ninguno. Y bisiesto es el año, no el día.
Cuando llegó su hermano Jesús, un año menor que él y aún entorpecido por una siesta, pensó en su cumpleaños. 11 de mayo. Una fecha protegida a la que nunca le harían cambio. Para su hermano Jesús todos sus cumpleaños caerían en 11 de mayo. Tuvo envidia. Pensó que pudo haber nacido el 1 de marzo del año anterior o del posterior o de ése mismo y no hubiera pasado por esto que ahora le ocurría. Era terrible. No había nacido en marzo, sino en febrero. Cuando cumplió cuatro años no se lo habían podido explicar, sólo hasta ahora, y con dos bolsas gigantes de supermercado de por medio; sin su papá presente y con su hermano bostezando sin saber de qué hablaban, y sin que le importara más que saber si en una de las dos bolsas estaba su chocolate Milo. Hasta la palabra "bisiesto" era fea. Nunca la había oído.
Al llegar la fecha, en viernes, las mañanitas del Tío Gamboín extrañamente no sonaron en la TV. Seguro él era el único que cumplía años ese día horrendo, y no era de la lista de sobrinos del tío de los juguetes autómatas y el saco rojo. José Antonio había pedido que en lugar de pastel en la escuela ese viernes, festejaran en sábado él, Pablo y Samuel, sus dos mejores amigos, nacidos en junio y en octubre.

José Antonio no sabía ese viernes, pero nunca olvidaría el Mundo Feliz, donde festejó su cumpleaños el sábado 1 de marzo de 1976.