martes, 1 de noviembre de 2016

Jazz FM

No era un taxi lujoso, todo lo contrario, pero olía bien. Olía al taxista. Pero no me di cuenta en el momento, porque eso no era lo importante. Le hice la parada al mismo tiempo que otra chica. La sincronía del levantamiento de los índices fue olímpica. Yo lo vi porque de las dos yo era la que estaba atrás, pero el taxista me eligió a mí. La chica volteó para atrás impaciente, sorprendida, quizá, como no me vio hacer la parada se convenció de que yo alcé el brazo primero para quedarse tranquila. Lo cierto era que yo había llegado antes y ella se paró delante de mí. En México lo de los turnos es cosa aleatoria, y lo de las filas no existe, pero eso tampoco es importante. “Las cosas son como tienen que ser”, me dijo el taxista cuando comentamos sobre la otra chica después de que le di la dirección a la que iba, de acomodar mi paraguas húmedo en el piso y de secarme las manos y el pelo como pude y sin mojar la pulcra vestidura. Yo le hice un gesto a la chica de que si quería ella se fuera, pero ya no me vio en su molestia. Mi recorrido era largo. Como de la zona uno a la cuatro en Londres. El auto, recuerdo a la perfección, era compacto, pero su marcha era suave y silenciosa, como si fuera un auto grande, como esos americanos en los que no se siente el camino. Pero lo importante era la música. Puedo decir la lista de canciones que nos acompañaron en esa distancia entre el zócalo y la Cineteca Nacional, en Río Churubusco. “En Jazz FM, esto fue Tony Williams, su batería, su orquesta y esto que se llamó “Fred” decía la voz grave de un conductor que me sorprendía por su voz, por la canción que habían tocado y porque ese taxista tenía puesta esa música. Mi mirada por su espejo retrovisor fue percibida y respondida con prudencia, casi pudor. Sus cejas pobladas contrastaban con la amplia y apiñonada frente que anunciaba una reciente entrada en los cuarenta. Sus arrugas no eran de manejar al sol, eran de algo más. La línea de su pelo estaba, como decimos en inglés, “receding”. Su mirada era la de alguien estudioso de las personas. Quizá su trabajo era algo incidental, o quizá era un taxista feliz que escuchaba jazz y que no tenía interés en conversar, sino en sólo mirar a sus pasajeros por pocos segundos y estudiarlos mientras seguía conduciendo. La suave marcha ahora podía explicarse por su delicado manejo. Su auto era un Tsuru, pero parecía que flotábamos, ahora con Abercrombie, Johnson y Erskine tocando un jazz directo que musicalizaba el viaje sobre Calzada de Tlalpan. Mi disfrute comenzó a llevarme al temor y a la incomodidad. Hubiera preferido que la otra chica me hubiera ganado el auto. Miraba a la calle para distraerme. Las churrias de agua me interrumpían la intención y me traían de regreso a mi realidad auditiva. El momento se estaba convirtiendo en algo incontrolable: Yo no puedo oír el saxofón. Sólo pensar en su forma me eleva y su sonido me lleva hasta un punto climático que no puedo disimular. Esto me había traído cierta fama en mi país y en parte por ello me había ido de ahí. No podía hablar con el taxista y pedirle que le cambiara a esa música, pues no habíamos establecido una relación de diálogo entre pasajero y chofer, y hablar sólo para pedir que cambiara la estación sería de una rudeza única e inolvidable. . “Jazz FM presenta a Gato Barbieri, su saxofón, su cuarteto, y el tema de "El último tango en París"”. “Las cosas son como tienen que ser”, recordé su única frase en aquel recorrido ahora inolvidable para los dos, antes de que nos amáramos por primera vez y para siempre, en una calle de Coyoacán, con los vidrios del taxi empañados por fuera y por dentro.