La calle estaba encharcada, había sido una de esas noches de lluvia furiosa,
interminable, en las que parece que la naturaleza se está desquitando de algo,
pero cuyo enojo termina apenas se asoma el sol. Entre charcos, baches y
pavimento húmedo iba un camión de pasajeros, entre ellos iba Lucía, a quien le
habían puesto así por Lucía Sombra, una telenovela. Ella salió de casa a las 6
30, cuando la lluvia caía aun pertinaz, tupida, sádica. Desde la calle hacia
dentro del camión se veían caras borrosas por el vapor de las diferentes
–iguales–respiraciones y de la lluvia; vapor por dentro y por fuera, que
uniformaba las caras borrándolas, con sólo el color de la ropa para darle un
mínimo de diferenciación a cada persona: todas hacia un trabajo, para sacar
adelante el día, para salvarlo. Lucía sabía que llegaría a las 8 30 a la nueva
casa, aun húmeda, sin que eso se notara hacia afuera, sin no la tocaban, lo
cual era lo más probable.
No le gustaba llegar tarde y menos en un primer día de trabajo. Ésta sería
su cuarta casa. Había comenzado a los catorce, ayudando a su mamá en una casona
porfiriana, en la colonia del Valle. La experiencia no había sido muy grata. La
patrona era abusiva y desdeñosa. Muchas lo son, pero aquella mujer se empeñaba
en serlo cada día, cada momento, como si tuviera la consigna de demostrarse a
sí misma que podía superarse. Seis meses había durado aquella primera vivencia
profesional. Lucía creía que así tenía que ser. No le preguntó nunca a su
madre, ni le comentó sobre el trato de la mujer. Ni su madre le comentó nunca a
ella nada. Después de aquello, las otras dos casas eran el recuerdo gris de algo
más fácil, más simple, más olvidable, pero que le había cambiado el concepto de
que siempre se tenía que sufrir opresión a cambio de un pago. La familia de la
tercera casa cayó en dificultades económicas y pasó de tenerla como empleada
fija a una de entrada por salida, luego tres días, luego dos, luego uno y luego
le darían las gracias por su apoyo, claro, sin ninguna gratificación. Casi tres
años y el record de duración en un trabajo. Lucía pensaba que estaba
adquiriendo, además de la experiencia, la técnica y la energía que se necesitan
para trabajar como empleada doméstica una capacidad de paciencia, de
resistencia, de cerrar los oídos cuando era necesario y que eso le permitía
durar hasta más de lo debido en casas, pues el ciclo de trabajo, se empezaba a
dar cuenta, debía tener una duración limitada, según, por un lado la forma de
ser y de trabajar de la empleada, y en función de las distintas variables del
trabajo en turno. El anuncio en esta ocasión parecía prometedor y el acuerdo le
permitiría trabajar solo aquí y dar las gracias en las casas donde estaba de
entrada por salida, para compensar la decreciente demanda de sus servicios de
aquella casa de la Narvarte. El camino había sido más largo de lo anticipado y
la caminata más pesada y tardada, por más que la combi ahora subiera por
Fuentes del Pedregal, cosa que poco años antes no hacía, pues casi apenas se
había instituido esa ruta de peseros para trabajadores constructores y
empleados de Pedregal. Lucía había tenido a bien escribir la dirección a lápiz,
y ésta se empezaba a borrar. Señora Ambó, eso sí se leía, se acordaba porque la
mujer se lo tuvo que deletrear dos veces. La calle era Lava, pero el número no
se entendía bien, si era 47 o 41. No representaba mayor problema si era
cualquiera de ésos dos, pero la duda agregaba nerviosismo al retraso de 15
minutos. La calle olía a tierra, pasto y pavimento mezclados por la humedad. El
número correcto era el 47. Una casa blanca con el techo verde a modo de tejado
y grandes ventanas de vidrios ahumados y amplias cortinas. La casa era más
grande de lo que Lucía imaginaba. Esas casas normalmente son trabajadas hasta
por tres personas. Debió suponerlo de una casa del Pedregal. Imaginaba que
tendría compañía, lo cual solo había experimentado en conjunto con su madre,
ahora retirada forzadamente, por enfermedad. El timbre sonó a lo lejos. Nunca
se sabe cómo va a sonar un timbre, fuerte, suave, agudo, silenciado, en
chicharra, campana, si va a sonar o no, si se cree que no sonó pero en realidad
sí y uno no sabe qué hacer. Un timbre es tan impredecible como la propia voz de
las personas, pues la voz no tiene que ver con su físico. Hay voces que
caricaturizan a las personas, otras que las dignifican. Las voces de las
personas son tan impredecibles como las personas mismas. Todo esto le dio
tiempo de pensar a Lucía, un poco para su preocupación por el tamaño de la casa
o la posible edad de la patrona, que por teléfono no había sonado tan vieja. Este
timbre, entonces, sonó lejano, como si la cocina, que es donde normalmente
suena, estuviera en otra dimensión. La espera después de tocar un timbre, entonces,
es proporcional al tamaño de la casa, a la edad de quien la habita, al número
de habitantes, al volumen del timbre y al t…
—¿Quién?
—Yo. Lucía.
Decir “yo” era una tontería, porque lo dices cuando conocen perfectamente
tu voz. Lucía se lamentaba por este error que esperaba la señora Ambó pasara
por alto. No tenía idea de la procedencia de su apellido.
—Pasa, pasa. Perdón por las fachas. El señor se fue temprano y no me
despertó. —La señora tenía bata y pantuflas, había estado dormida quizá un
minuto antes. Le había abierto la puerta sosteniéndose la bata con una mano,
como si se le fuera a ver más de lo debido, como si no tuviera el botón
superior; un reflejo de señora, adquirido con los años. Un signo de pudor,
antes por el tamaño de sus pechos, después para ocultar las arrugas entre
ellos. Su pelo estaba teñido de un castaño verdoso, se veía cuidado en salón de
belleza a pesar de no estar peinada. Se veía peinado por la costumbre (nadie se
arreglaría para recibir a su empleada doméstica), y esto siempre Lucía lo
agradecía como la muestra de que la gente siempre era auténtica con ella. Se
enorgullecía de su capacidad de tolerar a las personas. Nunca se había ido pronto
de ningún trabajo, como ya fue dicho, por difícil que la persona fuera. Sólo
esperaba conocer que características tendrían sus patronas. Si eran
desconfiadas, quisquillosas, desdeñosas, consideradas, estrictas, compartidas,
confiadas, confiables. “Lucía te llamas, ¿verdad?” pregunta más por llenar el
silencio mientras Lucía cruza el umbral de la húmeda calle hacia el interior de
la casa. A un lado el garaje deja ver dos coches, uno con capota, y espacio
para otros tres. La señora le dijo por teléfono que eran dos personas las que
vivían ahí. La recomendación vino de la amiga de la amiga de la amiga. Un
nombre, un número. Pocas preguntas, qué edad tienes, tienes hijos, estás
casada, te interesa trabajar de fijo o de entrada por salida. Todas las respuestas
acertadas para la indagadora que ahora daba la espalda y dejaba ver la maraña
en la nuca de quien duerme boca arriba, quizá con la ayuda de pastillas, o de
algún tipo de vino, que en alguna otra casa era brandy, o ron, quién sabe. Pies
arrastrándose en pantuflas que se desprendían de los talones a cada paso,
alargándolo para el oído casi como si fuera el movimiento continuo de una
escoba que jala todo el polvo a su paso obsesivamente, para no dejar rastro de
nada pasado. Pero aquí era al revés, hacia dentro, hacia la cocina seguro, en
efecto, como si quisiera devolver el polvo y el pasado en lugar de sacarlos.
Manos en los bolsillos de la bata, piernas varicosas, talones agrietados.
“Puedes decirme señora Aurora” dijo la mujer mientras efectivamente se metía a
la cocina, como todas las señoras, como si fuera una regla, una ley natural de
su especie, o de la especie de Lucía. Lucía suponía que la indicación de cómo
llamarla era para la señora un buen gesto, y una forma de augurarle la
aceptación anticipadamente, como dándola por hecho, imaginando que ella
aceptaría trabajar ahí en automático. “La casa no es tan grande como parece, es
decir, sí es grande, pero mi marido y yo no hacemos mucho estropicio. Ya no
hacemos fiestas, y mis hijos ya no vienen.” Dijo Aurora mientras le mostraba la
cocina a Lucía como si fuera una vendedora inmobiliaria pero en lugar de
venderla como espaciosa la ofrecía como algo pequeño y simple, para convencerla
sutilmente de quedarse, informándole y guiándola, todo al mismo tiempo. Un
radio a lo lejos dejaba oír a Marisela, muy aguda, cantando “Completamente
tuya”. La señora Ambó detuvo un segundo su movimiento de azafata dando
instrucciones y dejó oír el coro de la canción, suspiró, miró a Lucía como si
ésta supiera a lo que la canción le refería. Curiosamente, era la primera vez
que la miraba a los ojos, pero la miraba con una familiaridad con que Lucía
sabía, no era a ella, quizá alguna hija, otra empleada. La mujer reanudó su
movimiento sólo para terminarlo y dirigirse al pasillo, asumiendo que Lucía la
seguiría, continuando su barrido inverso, continuo. Lucía la notaba vaga,
ausente, automatizada, como si tuviera el efecto de alguna de esas pastillas
que toman las señoras por las noches y que no se acaba de quitar hasta la hora
de la comida, o hasta que necesitan la siguiente, en la noche de nuevo.
La casa tenía un decorado conservador, aun así se notaba que los muebles,
los cuadros y los accesorios distaban de ser nuevos. Lucía medía el esfuerzo
que le representaría a diario trapear los mosaicos y aspirar las alfombras,
sacudir las dos salas, las decenas de marcos y cuadros, alcanzar los altos
techos (dos esquinas ya mostraban telarañas viejas y enrolladas, con sus
respectivas arañas hechas bola, en plácido descanso eterno, movido a veces por
alguna ventisca perdida), el piano, limpiar el tapiz con un trapo casi seco,
los tres baños, “desde luego no tienes que limpiar todo todos los días” le
decía la señora Aurora, dándole la espalda, pero como si la hubiera oído
quejarse o visto alarmarse; la consola, el componente, las televisiones, las
cuatro recámaras, los tres baños, las vitrinas, las lámparas de pantalla porosa
y amarillenta pero cuidada. El estudio con su escritorio, sus propios cuadros,
libros y periódicos. El recorrido fue largo y Lucía tenía en mente los 49 mil
pesos mensuales que la señora Ambó le ofreció desde el comienzo de su llamada
telefónica, que sonaron muy bien, pero que ahora tazaba y equiparaba con ese
tiempo de recorrido. “De dónde eres”, “Vive tu familia en tu pueblo o aquí”,
“Tienes novio”, “Sales los domingos” “Me dices cuándo quieres tus vacaciones”,
preguntas más personales que las de aquel primer examen básico para admitir
esta entrevista, y promesas entre indicaciones para hacer el recorrido menos
largo y que la chica no fuera a espantarse y dejarle el trabajo. Siempre
pensaba que al girarse no la iba a ver siguiéndola, la estudiaba con el rabillo
del ojo y entendiendo su tono de voz, para sentir su actitud y su disposición.
Incluso estaba dispuesta a ofrecerle los 50 mil porque le caía bien, no la
sentía sumisa, ni mandona, ni pasiva, ni tonta. La chica (ya no se acordaba de
su nombre, se acordaría en un rato o al día siguiente) contestaba rápido, con
el tono y el volumen adecuados, y usaba las palabras necesarias para responder,
ni parca ni parlanchina, agregó mentalmente la señora Aurora a la lista de
cualidades de la aspirante. Pero las preguntas se agotaban y aún faltaba
llevarla a su cuarto de servicio, y no detectaba ahora sí cuál era la actitud
de la joven “Está bien”, le dijo como si el silencio hubiera sido llenado por
la pregunta no hecha sobre qué le parecía todo.
“El señor”, lo llamaba sin mencionar su nombre. Nunca había visto que una
mujer se refiriera con tanto respeto a su marido. Era como si con solo
mencionarlo le pusiera una aura.
“Éste es tu cuarto”. Una televisión Sony Trinitron que había sido de la
señora, una cama más pequeña que las de tamaño individual, un chifonier, un
revistero con revistas de espectáculos, teleguías y algunas Hola, Activa y
Vanidades, seguro donadas por la propia señora, y una zapatera de vinyl,
colgada con clavos en la parte más baja de la pared. “Al lado está tu baño,
hija, ya lo visitas cuando quieras. Me refiero… para conocerlo”, le dijo Aurora
a Lucía titubeante en la idea, con cercanía genuina, con afecto prematuro pero
espontáneo, con el gusto de haber oído sus palabras de aceptación, pues los
papeles durante esa entrevista de trabajo se habían invertido para dejar la
decisión en la joven, no en la vieja. Lucía se limitó a asentir inexpresiva,
pero sin reprimirse ninguna expresión. El cuarto olía a encierro y humedad,
pero era normal. Guardaba también algo del olor de quien hubiera vivido ahí
antes, quizá los zapatos. Ya impregnaría Lucía, si se quedaba, sus propios
aromas y humores, aquellos que para ella no olían a nada. Fuera de las
dimensiones de aquella casa, todo era demasiado habitual, demasiado moldeado,
cambiaban los colores, los nombres de las personas, aunque aquí la señora se
veía empática y amable, por lo menos de primera impresión.
El señor llega tarde de trabajar y se va temprano. Los sábados sale más
temprano porque es ingeniero y tiene una obra fuera de la ciudad que supervisa
sólo esos días. Pero es muy delicado con cómo se hacen las cosas. Su ropa tiene
que ser doblada de una forma en especial y la que se cuelga también enganchada con
el gancho siempre hacia adentro. Ya verás los detalles. No puedes traer novios.
Ni te pueden tocar a la puerta de la casa. Al señor no le gusta que laven su
cafetera con jabón para trastes, pero puedes hacerlo discretamente, una vez por
semana. La comida le gusta con poca sal, ya verás lo que quiere decir poco. Tuvo,
hace años, problemas con el corazón, le dice en voz baja, como si estuviera ahí
afuera del cuarto. No le gusta el ruido, ama su intimidad, hasta a mí me la
exige a veces, y tengo que respetar, dijo como hablándose a sí misma, incluso
como mirando hacia adentro, usando palabras sin preocuparse de ser entendida. Los
viernes nos tomamos nuestros highballs, sólo uno o dos. Su estudio lo usa poco,
pero le gusta tener todo siempre igual ahí, en la misma posición. La señora
Ambó hizo que la imagen de “El señor” se volviera un tanto intimidante para
ella, pero porque a ella misma parecía infundirle respeto. La ropa debe ir
siempre en el orden que está ahora, después de plancharse, lavarse o sólo
guardarse. Lucía no pensó en cambiar su “Está bien” de minutos atrás por alguna
frase de rechazo, sólo pensó que las cosas se habían tornado un poco más detalladas,
pero no era nada que no pudiera manejar. Regresaba siempre a pensar que le
gustaba cómo era la señora Ambó. La señora Aurora, como le podía decir.
Ese mismo día, sin que se lo pidiera la señora, que se había despedido de
forma ambigua, inició a trabajar Lucía, sin recibir instrucciones de cómo hacer
lo básico, y a las seis se fue, ofreciendo regresar al día siguiente con sus
cosas y establecerse, por el tiempo que fuera.
Lucía tenía pocas pertenencias. Era práctica para vestir. Le gustaba más
ver revistas que mirar televisión, y de las revistas le gustaba la sección de
las novelas de Corín Tellado o de quien se publicara, así que agradecía contar
con aquel revistero lleno. A veces notaba las historias melosas, otras
repetitivas, y otras poco creíbles, pero pensaba que eso hacía que las buenas
historias fueran más disfrutables. Había visto en su recorrido que la señora
tenía un librero lleno. Grande. Quizá las novelas de sus libros podrían ofrecer
temas más variados que las novelas seriadas de sus revistas, además tendría que
imaginar las partes faltantes cuando los números estaban incompletos. Su madre
le había inculcado estudiar y se había propuesto hacer lo posible porque su
hija tuviera una carrera técnica, pero la crisis del 82 no le permitió darse el
lujo de ser madre soltera con una hija en preparatoria y Lucía tuvo que
desertar para el segundo año. Aún con lo logrado en los estudios y con su
trabajo, Lucía se sentía satisfecha, no necesariamente conforme, y sabía que
tendría oportunidad de terminar la preparatoria y saber qué estudiar después,
aunque tardara más. Había hablado con su madre y concluyeron que nunca era
tarde para continuar. Además, Lucía no sabía si en verdad quería una carrera
técnica o algo más. Trataba de saber sobre lo que la gente hacía, la de las
casas donde trabajaba, la que se pudiera. La señora Ambó no parecía tener una
profesión, ni siquiera un quehacer. Todo indicaba que el señor, como ingeniero,
mantenía la casa y que con ello era suficiente. Luego vino la enfermedad de la madre
de Lucía, y con ella la necesidad permanente de su hija de trabajar para
llevarle dinero a casa, en Milpa Alta, dos veces al mes.
Al día siguiente también había llovido por la noche. Con cierta ilusión,
Lucía descendió del camión con una maleta y un neceser que le provocaron varias
muestras de queja y de desprecio de sus acompañantes viajeros. Los mismos
charcos del día anterior eran más difíciles de esquivar por el nuevo equilibrio
que el peso le exigía. Lucía sentía un entusiasmo que parecía venir de fuera,
como si las maletas la jalaran al grado que ella tenía que cuidarse más de no
pisar el agua que de guiar su paso hacia la casa Ambó. Un silbido a lo lejos la
hizo mirar al frente. A cierta distancia, venía otra empleada de casa,
uniformada, con un suéter, silbando una canción y mirándola. La chica, morena
claro y con el pelo recogido con minucia, llevaba una bolsa del mandado en la
mano. A Lucía le extrañó que la mujer la mirara tanto tiempo, tan seria. No
sabía si la quería saludar, estudiar o retar. O advertirle algo. En su mirada
se notaba un esbozo de risa mental que acentuaba su duda. La canción que
silbaba no paró. Mientras esperaba y descansaba los dedos del peso de las
maletas, Lucía reconoció la canción de Marisela que había oído antes a lo lejos
de algún radio o tocadiscos. Lucía pasó junto a ella sin que las dos chicas
dejaran de mirarse. Pero algo se sentía indebido, como si Lucía tuviera que
detenerse y no solo pasar de largo.
La señora Aurora abrió con los mismos movimientos del día anterior. Lucía
los extrañaría, pues ahora viviría ahí. Le daría su llave, con la recomendación
de no copiarla ni perderla ni prestársela a nadie. Se aprendería los
movimientos para formar parte de su memoria de las distintas casas en que había
trabajado durante su carrera como empleada doméstica. O sirvienta, como les
decían en los ochenta.
El señor nunca desayuna en casa, pero eso se compensa con la cena, tienes
que hacer la comida igual que yo. La misma cantidad de sal, las mismas
porciones en los ingredientes, el café a la misma hora, cuando te vayas, para
que cuando él llegue esté recién hecho. No sé cómo hace, pero siempre llega a
la misma hora, aun en esta ciudad de locos, entonces tú debes terminar siempre
a la misma hora.
A Lucía estas recomendaciones se le hacían un tanto extrañas, pero en el
fondo eran para ella originales y hasta divertidas. Alimentaban su curiosidad
por ver al señor. Ya le tendría la confianza Aurora de contarle la vida con su
esposo, de decirle los nombres de sus hijos y qué ha sido de sus vidas. Lucía
sentía que los hijos estaban alejados. No sabía si porque no había fotos
recientes o por la soledad que se respiraba en esa enorme casa. Los retratos
mostraban a una familia con dos hijas y un hijo más joven. El “señor” mostraba
unos pesados anteojos, una mirada única, y grandes patillas en la mayoría de
las fotos. Era como si la niñez de los hijos fuera la época más feliz de todas
las familias, pues aquí tampoco había fotos recientes de la familia. Lucía no
se imaginaba con hijos. No había tenido más que un novio y un par de amoríos
que podrían no contar. No sabía si era que la vida junto con su mamá había sido
complicada y el tema estaba entre los de poca importancia. Con Omar había
durado varios meses, ella no recordaba cuántos, pero habían sido siete. Con él
perdió la virginidad, pero no fue algo trascendente, se le hizo simplemente como
un trámite cumplido. El chavo era bueno. La había rondado por casi un año, y
ella finalmente accedió más por la insistencia, aunque no se le hacía poco
agraciado, y le gustaba que siempre olía bien. A Odorono, Oldspice, Ossart y a
veces a Wildroot. Los domingos a agua de colonia Sanborn’s. Pero algo se fue
diluyendo en los dos después de siete meses. Era como si, sobre todo él, se
hubieran decepcionado mutuamente y simplemente hubiera querido compensar un
poco el tiempo que la pretendió. Su madre nunca se metió con su relación, pero
Lucía sentía lo que pensaba de ella. Su silencio era suficiente. Nunca mencionó
su nombre.
La casa era sencilla de limpiar. La señora no le dio un plan de trabajo ni
una indicación determinante sobre asearlo todo en el mismo día. Con la libertad
de administrar su trabajo, Lucía podría disfrutar sus distintos recorridos y crearía
días diversificados que resultarían hasta entretenidos, descubriendo
posibilidades, combinaciones, encontrando rincones nuevos o que se verían así
por venir de asear un lugar diferente cada vez. No parecía haber algo que se
podría considerar rutina. Así se veía: conociendo la casa y los hábitos de los
señores, lo que le permitiría hacer un día un baño y una sala, otro día el
estudio y dos recámaras, otro más el baño de abajo y el comedor, y así,
combinando hasta que los tiempos quedaran exactos para terminar en el minuto
exigido, hacer la cena y el café. Los viernes, por cierto, le había pedido sólo
dejar, además de la cena, todo siempre preparado para hacer highballs en vez de café: vasos, hielos,
agitadores, whisky y coca-cola, todo en una charola.
Marisela volvía a escucharse desde una de las casas de al lado. Alguien
parecía tener un gancho con esa cantante, y esa canción.
—¿Cómo se llama la chica que trabaja en la casa de al lado, señora Aurora?
—¿Cuál chica? Hay dos señoras mayores.
—¿Pero no hay una que es más joven?
—Ah, del otro lado está Cándida. No es tan chica, debe tener tu edad. Si me
disculpas por decirlo.
—No se preocupe. Yo le digo chica a casi todo mundo.
—Imagino que a mí no me dirías chica. Dijo Aurora torciendo la boca y
alzando una ceja.
—No, ¡cómo cree señora!
Lucía no entendió la broma de la señora Ambó, pero la señora entendió que
la había puesto en un apuro de ésos donde cualquier cosa dicha hubiera sido
empeorar la situación. Cándida era, entonces. No había posibilidad de
equivocarse. Hay personas que van con su nombre a la perfección. No la conocía,
y aun así sabía que ese nombre no podía pertenecer a alguien más, ni ella
llamarse de otro modo. Tampoco se quedó demasiado en el significado de la
palabra. Eso era lo de menos. La había intrigado con la forma en que la había
mirado, con su forma de caminar como hacia ella, por la música aquélla que
insistía en hacerla escuchar. Por qué no, también con su físico. Era como Omar,
pero en mujer. Morena claro (más claro ella), pulcra, de facciones armoniosas y
de una mirada que hablaba de una personalidad profunda, misteriosa, divertida
que en el caso de Omar, parecía haber sido lo no se había podido, conjugar,
entre otras cosas.
Había un radio en la cocina y una televisión blanco y negro muy pequeña,
marca National. La señora le había dicho que podía usarlos durante la mañana, a
volumen moderado, pero Lucía no estaba interesada. Le importaba más oír la
música que venía de otro lado, y sus pensamientos no necesitaban de una
musicalización continua, permanente. La ropa sucia del señor quedaba siempre aventada
sobre una cesta. Sus zapatos en la misma posición, encontrados de la punta,
junto a la cama. Más que sucia, la ropa quedaba arrugada, oliendo a una
combinación de aromas entre alguno de los perfumes de la señora y la loción del
señor, siempre la misma. Yardley. La botella estaba en el vestidor del señor,
sobre una repisa entre las camisas y los trajes. Había que lavar la ropa
diario, plancharla, doblarla y ponerla hasta abajo, entre las prendas del mismo
tipo. Los trajes se plancharían o se llevarían a la tintorería, si estaban
colgados en la puerta del baño. En el vestidor también debían colgarse en orden
de uso, hasta la derecha lo recién utilizado, siempre con el gancho apuntando
hacia la pared del vestidor, los trajes o sacos viendo hacia la izquierda.
Después de su jornada de trabajo Lucía podía hacer lo que quisiera. Ver
televisión, salir, no hacer nada. En todas las otras casas tenía que estar
permanentemente disponible. Para ello, una casa tenía un timbre que daba con el
cuarto de servicio, la otra una campana, y la otra los gritos de la señora.
Acá, la señora le había dicho que no era necesario hacer nada después de la
hora aquella. El café y la cena (porciones pequeñas, por cierto) quedaban listos
a las 7 20. Esa primera noche, Lucía tenía interés por salir, pero llovía y con
cierta furia, nuevamente. Había empezado a llover justo a las 7 00. No le
disgustaba, por fuerte que lloviera, pero imaginaba que no habría nadie en la
calle por esa razón. De entre los libros había visto alguno que otro que
despertaba su curiosidad. En la biblioteca del pasillo, que no la del estudio
donde había libros más viejos y enciclopedias de distintas índoles. La
biblioteca del pasillo era un librero y entendía que ahí estaban los libros de
la señora. No parecía estar leyendo nada por el momento, y los libros parecían
llevar ahí algunos años ya leídos. De entre todos, la señora veía que había
varios de Anaïs Nin, de Charlotte Bronte, Emily Dickinson, Silvia Plath. No las
conocía. Había portadas coloridas de Irving Wallace y de Jeffrey Archer; de
Pacheco, de Fuentes, de Jorge Ibargüengoitia tenía muchos. De éstos últimos, quizá
eran todos los que el autor había escrito. Tampoco lo conocía. De él podría
tomar alguno que no se notara. No tenía nada que hacer y la lluvia podría ser
de ésas que no paran. Tenía poca confianza como para pedir uno prestado.
Pensaba que, al guardarse en su cuarto, la señora ya no tendría por qué salir.
Como aparentaba. Tomaría un libro, tendía el espacio que tarda el café en
hacerse para ir al librero, sacar uno del autor, empujar el resto y regresar a
ponerlo al día siguiente. Tenía que hacerlo entre esos minutos, antes de su
salida, para no arriesgar toparse con el señor. La cafetera comenzaba su ruido.
Lucía salió sigilosa de la cocina. El pasillo se había oscurecido, no tanto por
la hora como por la lluvia. Al fondo, del lado izquierdo, estaba la puerta del
cuarto de los señores. Si se abría la puerta, el pasillo se iluminaría con lo
poco de luz natural que restaba al día combinada con la de un foco ya encendido
y la señora encontraría a Lucía entre los libros. Tendría que dar una incómoda
explicación y quizá agotar en un solo día la confianza de la señora. Caminaba
de puntas sobre aquella alfombra verde que debajo tenía duela, porque crujía
más que nunca. Nunca era un solo día,
pero no había crujido así. Ni siquiera se había percatado de que era duela lo
que estaba abajo, sólo ahora que iba a la mitad del pasillo y que no tenía forma
de regresar sin provocar los crujidos correspondientes. Estaba más cerca de los
libros de Ibargüengoitia que de regresar. Los relámpagos de agosto, gritaba su
título el libro, fondeado por la propia lluvia y uno que otro trueno, anterior
o posterior al momento, pero ambientador de su actuar subrepticio, arriesgado.
Lo tomó aguantando la respiración, como atacando al libro por la espalda, y
como si haciéndolo así evitara que el libro gritara. Lo tomó y sostuvo los
libros de al lado, dejando un pequeño hueco entre éstos y La carcajada del
gato, de Spota. Un trueno la espantó, pero también la ayudó a dar un paso más
firme. Imaginó que al voltear encontraría a la señora ahí, parada, con su
peinado acomodado para recibir al señor. Con su vestido anticuado pero
elegante. Con sus zapatos de tacón medio porque los de tacón alto se veía que
los había dejado de usar años atrás. Volteó, no había nadie. Un nuevo trueno
parecía ser una advertencia del cielo por el hurto temporal que estaba
cometiendo. Lucía, nerviosa, entró a su cuarto. Comenzó a leer y a
tranquilizarse. Le gustó estar en ese cuarto de luz amarilla y paredes verdes.
Le gustó también cómo sonaba la lluvia y tener un libro para leer. Le gustó
saber que estaba la señora Ambó en esa casa y que por ahí estuviera Cándida. Se
quedó dormida tres horas después, cuando terminó Los relámpagos de agosto. No
oyó al señor llegar.
II
La mañana siguiente, la señora estaba en la cocina cuando ella llegó a
trabajar. Por suerte no traía el libro para devolver. La señora tomaba café,
mirando hacia la ventana de la cocina. No reaccionó cuando Lucía entró. Una
tasa y un plato estaban en el fregadero, asumió, del señor, a quien no había
oído tampoco irse.
—Hoy saldré por la mañana. —Le dijo Aurora a Lucía sin girar a verla.
—Está bien, señora. Me dice si hay algo que deba hacer mientras no está
aquí. —Aurora miró a Lucía, con gratitud.
—Tómate un café.
—Voy por pan.
—Compra pan para nosotros también. —Le dijo mientras sacó de su manga un
billete de 10 mil pesos—. Te compras lo que quieras. Y traes leche. La
panadería está bajando cinco cuadras por Fuentes. Traes para dos días. Las
piezas que te gusten más. Al señor le gustará un cambio de pronto.
Se aproximaba la hora en que Lucía había llegado a la casa Ambó, el día
anterior. Quería coincidir con la salida de Cándida con su bolsa del mandado
para ver si hablaban. Al salir se encontró con las calles mojadas, encharcadas,
y hasta resbalosas, en su descenso por Fuentes. Esta vez lloviznaba un poco aún,
casi como rocío, pero de ésos que no permiten que las calles se sequen ni en
algunas partes. Lucía no coincidió con Cándida, por más que caminó lento, por
más que volteó hacia atrás, pero cuando llegó a la panadería la vio ahí,
pagando. Cándida no vio a Lucía en primera instancia, sólo después de dar unos
pasos, mientras contaba el dinero que le habían dado de cambio. Lucía usó esto
en su favor, pues al toparse casi chocando sonreía, solo que la otra se espantó
y más al verla tan cerca. La sorpresa de casi chocar y de reconocerla ocurrió
en dos tiempos y en distintas formas. Lucía mantuvo la sonrisa, pero Cándida no
se repuso y reanudó la marcha con seriedad. Lucía escogió el pan apresurada, tomó
dos litros de leche y pagó. Al salir vio que Cándida estaba parada en la
esquina de la calle. Se notaba que la esperaba, pues miraba hacia la salida de
la panadería. Ahora Lucía estaba nerviosa, si Cándida se había querido
desquitar de la sorpresa de la panadería, lo había conseguido. Lucía caminaba
aproximándose a su aún no amiga sin saber qué hacer, o qué decir, era un tramo
de 18 pasos importante en su vida. Había tenido la curiosidad de su mirada la
primera vez que notó que le quería decir algo. Pero ahora la inquietud era por
su persona y el pretexto era…
—Hola.
—Hola. —Cándida quería preguntarle por qué la había seguido, pero no
hallaba cómo preguntar eso de una forma que no fuera en tono de reproche, y por
tanto intimidante. Cándida llevaba cuatro años trabajando en casa de la señora Hortensia,
esposa de don Elpidio Hernández, empresario retirado. El trabajo estaba bien. Había
cocinera y una ex niñera de dos varones ahora crecidos, que se había quedado
como dama de compañía de la señora. Gloria y Antonia, respectivamente. Las
mujeres eran suficientemente amables y respetuosas de su trabajo y de su
persona. Los silencios entre Lucía y Cándida le permitirían a Cándida más
adelante contar esta parte de su vida. Caminaron juntas, mirando hacia el piso,
como si ya se conocieran y estuvieran peleadas, pero con la voluntad de reconciliarse.
Como una novia y un novio que peleaban seguido, y que supieran que dejando
pasar cierto tiempo proporcional al enojo, todo volvería a la normalidad.
—Tú trabajas en la casa de al lado de la señora Ambó. —dijo Lucía para
tomar la iniciativa, terminar con la incomodidad y dejar el trabajo de
responder y preguntar a Cándida.
—Sí.
Silencio.
Pasos.
Cercanía del fin del recorrido.
—Me llamo Lucía. —Dijo, esperando reciprocidad. Quería oír el nombre de
Cándida dicho por sus propios labios. Nunca pensó estar en una situación así.
No sabía si extenderle la mano, era tímida para cosas de ese tipo, era de por
sí raro, no iba con lo que debían demostrar las señoritas de su condición.
Sentía además que podía ser un poco ridículo para Cándida. Lucía se resignaba a
no recibir nada de nada. Ya estaban en la casa blanca con techo verde donde
Cándida trabajaba. Nada más que decir. Había en ella cierto enojo, cierta
frustr…
—¿Nos vemos el viernes a las 7?
—Sí. ¿Puede ser más tarde? Tengo que hacer el café para el señor a las 7
20. —Cándida miró a Lucía con sequedad. Otra vez estaba ahí esa mirada.
—Sí.
Las mujeres se separaron.
—Yo soy Cándida. —Alcanzó a decirle con la llave dentro de la chapa. Un
esbozo de sonrisa parecía escapársele a su voluntad.
“No eres”, quiso decirle Lucía. “No tienes nada de Cándida”. Se oyó la
puerta de la casa blanca con verde cerrarse. Algo silbaba ya adentro, ya no se
distinguía, pero imaginaba Lucía claramente qué canción era.
El estudio del ingeniero, “el señor”, era el área más oscura de la casa. No
parecía tener mucho tiempo que había sido aseado, y sin embargo algo tenía que
lo hacía sentir empolvado. El amarillento tapiz, los periódicos viejos, los
objetos que descansaban sobre el escritorio, las cortinas gruesas y viejas, la
lámpara, el abrecartas, el sillón, el sofá, la lámpara de balastro, el
apagador, todo parecía que no había sido tocado en años. Los libros parecían
ser en algunos casos especializados, en otros los de otra persona que no era
ingeniero. En su poca experiencia algo apreciaba Lucía de esto. Una
enciclopedia en español, UTEHA, otra en inglés, Britannica. Una colección de novelas y libros de temas varios
dentro de la misma colección; más novelas de Espasa-Calpe, algunos del Fondo de
Cultura Económica. Periódicos amarillos pero sin polvo. La señora había salido
en uno de los dos autos que siempre estaban. Sabía cómo sonaba el portón al ser
abierto porque lo había oído por primera vez esa mañana. Lucía se sentó en el
sillón, no sin sentir que transgredía algo más allá de la no propiedad del
mueble. Observaba desde el punto de vista del ingeniero, por ser su lugar. El
escritorio tenía la cubierta de vidrio y debajo calendarios viejos y algunas
fotos: una de la señora seguramente cuando era soltera, otras tres de cada uno
de sus hijos niños, muy viejas. Entendía que el ingeniero casi no usaba ese
estudio por trabajar tanto. Quizá hubo alguna época en que lo usaba mucho, se
entendía que en los años 70. El sillón era de piel beige pero, como casi todo
ahí, amarillaba inclementemente. Hacía un ruido de rechinidos que era fácil de
identificar desde cualquier punto de la casa. Se mecía hacia delante y atrás
provocándole un esfuerzo de equilibrio en el vientre que imaginaba sería
agotador después de las horas que implicaba una jornada de trabajo de
escritorio. También tenía cierto juego mecedor involuntario hacia los lados, y
hacía demasiado ruido al girar a la izquierda o a la derecha. Lucía nunca se
había sentado en uno de estos muebles. Se le hacía extraño que había un
rectángulo de piel acolchonado sobre el vidrio, frente a ella, para su gusto
demasiado acolchonado para escribir en papel sobre él. Seguro el papel se
rompería. El techo tiroleado rodeaba una lámpara de cristal cortado, amarillo,
que parecía una piña colgando del centro techo y que si caía seguro rompería y
con estruendo el vidrio del escritorio. Lucía no la había visto hasta sentarse
ahí y mirar en panorámico toda la oficina. Tuvo una extraña fantasía viendo
entrar por la puerta a la señora Ambó, quizá veinte años atrás, vestida de
forma provocadora, subiendo al vidrio de ese escritorio y montándose en su
esposo después de retirar como se pudiera cualquier cosa que estuviera ahí, con
las fotos de la familia mirando toda la escena. Tocándola. La fantasía no se le
hizo más que eso. Esta gente no hacía este tipo de cosas. Con un poco de
presión por el trabajo doméstico y por tanto cierto apuro. Lucía se levantó y
se dirigió al librero en cuyo rincón se encontraba la pequeña pila de
periódicos. Tomó dos de ellos, el Excélsior y el Universal, y le extrañó ver la
misma foto en la primera plana de ambos. Luego miró la fecha, 28 de noviembre
de 1983, también en ambos. Los periódicos no estaban tan viejos para estar tan
amarillos. El titular del Excélsior decía: Murió Jorge Ibargüengoitia y la fotografía tenía al pie la explicación
del avión que se había accidentado en Barajas, España. Al ver los demás
periódicos comprobó que eran todos de la misma fecha. Jorge Ibargüengoitia.
¿Tenía que ver eso con que tuviera la señora tantos libros del escritor? El
país mostraba una gran foto con los restos del avión esparcidos en mil pedazos
“El incendio de un motor y la súbita pérdida de altura, probables causas de la
tragedia cerca de Barajas.” “Cuatro escritores latinoamericanos, una pianista y
dos oftalmólogos españoles, entre las víctimas”, que en total sumaban 183.
Lucía se quedó pensando en Ibargüengoitia y en la colección de sus libros.
Se apenó por la muerte del escritor de cuya obra había leído apenas dos noches
antes sólo un libro y que ya la había dejado impactada, divertida, conmovida.
Había sentido su autoría, sin que lo pensara con estas palabras, pero lo había
percibido, lo había tenido cerca de ella. Ahora quería leer más de él.
Aprovecharía para ir por el libro de Las muertas, que era el que tenía duda de
sacar desde aquella primera noche en que, sentía y se decía, perdió la virginidad
literaria con los Relámpagos de agosto. ¿Leería diferente ahora que sabía sobre
el malogro del escritor? Esperaba que no, sin verbalizar en su pensamiento nada
de esto. Lucía comenzó a sentir algo por ese estudio, no quiso pensar qué era,
más bien se puso a asearlo para no perder más tiempo, se dejaba llevar por sus
impulsos, y el de trabajar era el más inmediato. Mientras trabajaba se daba
cuenta de que quería cuidar su permanencia en esa casa. Que la señora tenía una
forma exacta, precisa de ser: sin agobiarla ni descuidarla; sin ignorarla ni
buscar esa excesiva —y a veces falsa o perecedera— cercanía; no quería
confundirse, no quería decepcionarse. Ninguna casa podía hacerle sentir apego
porque todo eso podía acabarse en cualquier momento, pero sentía exactamente
que la casa la acogía, como si respirara y al haberla recibido, hubiera
respirado más profundamente, con alivio. Sentía que la casa la guiaba hacia
todas sus partes, paulatinamente, dosificadamente. Primero lo superficial,
luego cada vez más en el detalle, en lo profundo. Tenía una fuerte duda, qué
pasaría con el señor cuando se conocieran. Sentía duda, miedo incluso de que
algo malfuncionara y tuviera que irse. O que por algo el hombre se sintiera
atraído hacia ella y ella tuviera que rechazarlo, lo que sería el inicio del
fin, un final tortuoso a base de acosos, reclamos en secreto, quizá hasta
calumnias, en el que el destino final sería la separación. Lucía se regañó,
pensó que estas ideas eran producto de las novelas del corazón que había leído
durante tantos años, que posiblemente, si hubiera leído más cosas como lo que
recién había conocido, habría creado una historia mejor para su destino en esa
casa. Luego volvió a pensar en ella, en la casa, en cómo la había llevado a
aquel pasillo con libros para luego protegerla a la hora de ir por uno de
ellos, la había llevado a cada cuarto, a cada baño que presentaba su mejor
rostro posible dentro de su difícil función, por cada retrato y cada cuadro que
le mostraban su más lustrosa faceta, un brillo, un reflejo, una iluminación, un
color, una opacidad. En los discos LP con cubiertas gastadas seguro por el
número de veces que cada uno había sido puesto; en las licoreras de la barra,
anticuada y espectacular como en las películas de Tere Velázquez. Pensó en la
señora Ambó. En su refinamiento involuntario, descuidado; en su bondad
reservada, en su abandono durante el día, en su respeto por el señor para las
cosas donde, como toda mujer, ella decidía a pesar de la voluntad inocente del
señor y de su creencia de que las cosas se hacían como él decía. Seguro así
sería en todos aspectos. Imaginó que a él le gustaban ciertas posiciones
sexuales y que ella hacía como que también eran sus preferidas. ¿Cómo imaginaba
estas cosas si ella sólo había tenido sexo tres veces con Omar? Tres veces
espaciadas y cada vez menos placenteras, más mecánicas, insípidas, monótonas,
como si se tratara de una pareja de treinta años y no una de tres meses de
tener sexo. Encuentros acordados sin emoción, sin temor a que salieran mal o a
que alguien los descubriera, porque eran tan simples que no parecían una
transgresión prematrimonial ni una afrenta a la moral familiar madre-hija. La
aspiradora no alteraba con su ruido el curso aleatorio pero finalmente ordenado
de los pensamientos de Lucía, quizá sólo los levantaba para que éstos se
acomodaran por gravedad. Pensó así de nuevo en la señora Aurora, en su nombre y
en que le iba bien. Que ahora que había salido, la casa no era la misma sin
ella. Que le preocupaba que le pasara algo manejando o en el lugar al que
hubiera ido, porque su conciencia era tenue, como si se guardara para ser
completamente ella para cuando su señor marido volviera. Dudó de la permanencia
de esos periódicos y de la existencia de toda una colección de los libros de
Ibargüengoitia. Recordó que iba a tomar como préstamo Las muertas. Apagó la
aspiradora y se percató de que ningún ruido anunciara un prematuro regreso de
la señora. Imaginó, en su camino al pasillo del librero, a la señora en algún
café quizá de Perisur, con amigas hablando de los sucesos recientes, todos de
mediana importancia, y de sucesos anteriores, siempre más comentables, más
emocionantes que todo lo presente; sucesos amarillos como el estudio del señor.
Ahí estaba Las muertas junto a Estas ruinas que ves, esperando ansiosa a
Lucía, como si hubiera sabido que la leería desde que lo decidió. Se veía
leído, el libro, pero como seguro todos los demás, su papel mostraba el paso
del tiempo en color y olor. Lo abrió. Veía esa tipografía reducida en ese
ejército de palabras ahora sin sentido, pero sabiendo que por la noche las repasarían
sus ojos con admiración e incluso conmoción, después de ver los periódicos o
independientemente de ello, porque sabía –había comprobado– que la obra podía
conmocionarle por sí sola. Vio en la contraportada la cara del escritor. Era la
misma foto que estaba en Los relámpagos de agosto, mirando hacia un lado, semi sonriente,
con una chamarra Members Only. Esta
imagen suya se veía un poco más nítida que la otra, y Lucía lo atribuyó a que
ahora sabía más de él. Puso el libro en la bolsa del delantal de su uniforme.
El libro mostraba su forma a través de la tela. Fijándose bien, se
transparentaba la portada. La casa olía a limpio. Se notaba su mano en tan solo
dos días de trabajo. No debía confiarse, pero se enorgullecía. Miró a los
libros mirándola a ella. Quizá, si la fortuna era buena y su desempeño también,
podría leerlos todos. Confiaba en el gusto literario de la señora Ambó. Eran
unos doscientos o trescientos libros, pero ella no sabía que podía leer tan
velozmente. “Ya habrá tiempo para cada uno de ustedes,” les dijo con la mirada,
sin tener que enunciarlo. Lucía aprovechó estar ahí arriba para hacer la
habitación de los señores. Tomó la aspiradora y el plumero del closet junto al
cuarto y los metió. Los puso sobre la alfombra cuidadosamente. Tomó el pijama
del señor Ambó y lo dobló sobre el sillón del cuarto. Sus arrugados pantalones
y su camisa descansaban sobre la alfombra, como si se hubiera desvestido
presuroso para dormir o para tener sexo con la señora. Pensó que era lo
segundo, porque, inusualmente, según las instrucciones, dos vasos de highball estaban sobre la mesita. Ambos
vacíos, pegajosos, opacos. Uno con los labios de la señora marcados en varias
zonas de la boquilla del vaso. Quiso imaginarlos ahora. Las colchas y sábanas
enrolladas no le decían mucho. Quizá era un sexo conservador, simple, pero cariñoso.
Quizá era sólo una excepción alcohólica de una noche de miércoles, a propósito
de la copiosa lluvia, o sólo porque sí. No conocía a la señora tanto como para
distinguir si aquel miércoles se le veía o no con más avidez de fiesta de lo
común. La ropa de la señora estaba junto a la del señor. Era como si se
hubieran desvestido juntos, simultáneos, despreocupados. Los zapatos de ambos,
simétricamente puestos en el piso, se asomaban a la orilla del umbral que deja
la cama cuando la luz del cuarto está encendida y que al día siguiente la luz
del sol borra, igual que los zapatos pierden el calor húmedo de su uso de todo
un día. Los imaginaba desvelados, festivos como jóvenes, pero con una
festividad privada. Como si haber tenido hijos hubiera sido un gran paréntesis
en sus amoríos y estuvieran retomando noche a noche el festejo de ser pareja. El
saco del señor y su corbata estaban sobre el respaldo de la silla, pero a
diferencia del resto de las cosas, no estaban puestos con cuidado: el saco con
el forro hacia afuera colgaba del respaldo como un niño desparpajado en una
silla, las mangas a medio sacar y el cuello desdoblado; la camisa encima y la
corbata debajo de la camisa. Era posible imaginar los movimientos en orden, un
orden lógico, pero no una manera clara. La señora iba a tener un desayuno la
mañana siguiente a aquella improvisada noche de copas, pero no parecía haberle
importado. Viendo bien, notaba las almohadas y los imaginaba durmiendo
profundo. No estaban las pastillas para dormir como la noche anterior. La funda
de la almohada de la señora ¿o del señor? (no alcanzaba a distinguir quién
dormía de qué lado de la cama) tenía labial. Tendría que cambiar toda la ropa
de cama. La señora le había dicho que ésta se reemplazaba los lunes, por más
que el señor decía que podían aguantar ¡diez días! Cuando se lo dijo apretó los
labios, entrecerrando los ojos y negando ligeramente con la cabeza, como en
complicidad higiénica con Lucía, pero la chica ni en este caso se imaginaba
dejando así la funda.
De pronto, Lucía vio a Cándida, no llevaba el uniforme, sino una bata.
Entendió Lucía que no era realmente ella, era como una presencia de ella.
Entendió Lucía que era su imaginación. Dejó de asear el cuarto. Miró hacia la
puerta como si se saludaran con esa sonrisa apenas esbozada y esa mirada que
deja entrever mil pensamientos, secretos y ocurrencias. Lucía caminó hacia el
pie de la cama y se sentó. Esperó a que la imagen de Cándida decidiera avanzar.
La miró con una mirada que nunca le había visto. Cándida entendió y después de
unos segundos avanzó hacia ella, nunca dejándola de mirar. Se paró justo frente
a Lucía, cuya cabeza tuvo que inclinarse para verla ahora hacia arriba. Luego
miró de frente, a lo que Cándida quería que mirara. Su liso pecho moreno, los
incipientes círculos de sus senos que ocultaban la perfección del resto de su
circulatura. Cándida se acercó un paso. Lucía ahora podía oler su piel, notaba
que brillaba, como si se hubiera puesto algún bálsamo. Era el olor de un aceite
para bebés. Las piernas de Cándida se tocaban ya con las de Lucía, que regresó
la mirada hacia los ojos que la veían convencidos. Cerró los ojos. Pensó Lucía
en todos los libros que la veían con el mismo deseo convencido. Pensó en los
objetos y en los olores de esa casa. Se preguntó cómo era posible que Cándida
la hubiera citado hasta el viernes y no antes. Pensó en recostarse en esta cama
donde ahora estaba sentada, no debiendo estar ni sentada. Abrió de nuevo los
ojos, para ya no ver a Cándida. Se oyó la puerta de la entrada de la casa. Lucía
bajó para recibir a la señora Ambó. No creía que fuera a ser nadie más. Cuando
bajaba apresurada las escaleras sintió la alfombra resbalosa como para un
descenso veloz y bajó la velocidad, al mismo tiempo recordó que traía consigo
el libro, pero ya había llegado al final de la escalera, para encontrar hasta
el fondo del pasillo a la señora entrando, con una bolsa y más arreglada que un
nunca de tres días. Avanzó jadeante, entre susto, agitación y excitación, hacia
ella para que no alcanzara a ver el libro, con el pretexto de ayudar con la
bolsa, que no era tan grande, pero que le permitiría girar rápido y caminar
junto con ella.
—No te preocupes, niña. ¿Cómo estás? —Lucía pensó que alguien que le decía
“niña” no podía tener la noche que había imaginado con su pareja, pero se
encogió mentalmente de hombros.
—Bien, señora. Permítame. —Lucía le quitó la bolsa para justificar su
apresurado descenso y su movimiento para ocultar aquel libro que ahora se
arrepentía de haber tomado con su postura y la propia bolsa, aparentando toda
la naturalidad posible. La señora no tuvo remedio y la dejó tomar la compra.
Miró a Lucía, callada, seria, como si no recordara que la había contratado.
Luego le miró el uniforme, recorriéndolo de arriba a abajo. Se frenó para dejar
seguir a Lucía, que nerviosa se preguntaba si la había descubierto con el libro
que se notaba claramente en ese delantal de tela transparente como gasa.
—¿Dónde la pongo?
—En mi cuarto. —Dijo Aurora mirando fijamente a Lucía.
—¿Niña? —Llamó nuevamente Aurora a Lucía, forzándola a girar y a ponerse la
bolsa frente a ella, tomándola con ambas manos por el asa de cartón con textura
de tela. Aurora la veía, miraba el uniforme. Lucía se sentía juzgada, quizá era
su último día de trabajo y todo se esfumaría. Sintió cómo había trasgredido la
casa y las personas en muchos niveles. Sintió su atrevimiento de imaginar a
Cándida en el cuarto de los señores, que todo se…
—No tienes que usar ese uniforme si no quieres. —Lucía respiró profundo.
Todos sus pensamientos regresaron a su lugar, ordenados nuevamente como libros
en librero.
Después de comer, Lucía miró a la panera encima del refrigerador. Había
comprado demasiado pan y todavía quedaba mucho como para usar como pretexto
para salir ir a comprar más. Ella había sido la única en comer por lo visto. El
señor no había bienvenido la idea y la señora comía demasiado poco de todo.
Seguro por su cabeza no pasaba el hecho de que hubiera pan en casa, o ni
siquiera lo había visto. Lucía quería salir después de su día de trabajo con
algún pretexto. Oía por las mañanas la radio de la casa de al lado. Sabía que
era Cándida, pero no escuchaba la canción del primer día, que tenía más volumen
cuando la ponía. A esta hora ya no había radio y no sabía si su colega estaba
en la casa o no. Un día más, solamente. Lucía desechó la idea de salir a
buscarla. Podría echar a perder la emoción de juntarse al día siguiente si se
encontraban fortuitamente un día antes. Lucía había podido llevar el libro a su
cuarto y tenía todo prácticamente listo para preparar más al rato el café del
señor y cerrar una jornada más de trabajo. La casa la seguía haciendo sentir
acogida. Tenía la sensación de la novedad, pero a la vez la de llevar mucho
tiempo ahí.
Por la tarde, el cielo se veía especialmente gris, al grado que había
oscurecido la casa Ambó. Pronto el oscurecimiento se confundió con la puesta
del sol y sólo los rayos iluminaron el cielo anunciando una noche más de
tormenta. Sería la quinta en fila. La radio había avisado que muchos árboles
habían caído y muchas calles habían sufrido de inundaciones, como cada año ha
pasado en la Ciudad de México. “Préndete la tele, niña, y duérmete temprano.
Hasta mañana.” La despedida de la señora anunciaba la bienvenida a la rutina.
Aurora había conservado el vestido con el que se había ido a su desayuno del
que no habló nada con Lucía, pues hasta preguntarle cómo le había ido sonaba
para la chica forzado en esta relación empleada-señora de la casa, pues la
relación era cordial y cómoda, pero nada de eso le quitaba lo joven. En su
experiencia de ya años, Lucía sabía que las relaciones patronales también
llevaban tiempo en su maduración, y ésta era una relación que requeriría de especial
tacto. Había dicho que sí sumisamente a la sugerencia de la señora de irse a la
cama y sabía que tenía material para leer. Pero moría de ganas de ver a
Cándida.
Un rato después, lluvia con truenos y leyendo Las muertas, era una gran
noche. Iba a la mitad del libro y eran las once y media. A este paso terminaría
a las cuatro y media de leer el libro. Quizá demasiado tiempo, pero es que
Lucía estaba disfrutando mucho su libro. Quizá siempre leería a esa misma
velocidad, pero no era un tema que a ella le preocupara en lo más mínimo. Pensó
dejar el libro por esa noche y terminarlo el viernes después de encontrarse con
Cándida. Pensó en cómo leer hacía que el tiempo se suspendiera y se acortaran
las horas para la noche del día siguiente. Puso el libro en la mesita junto a
su cama. El control remoto de la Trinitron tenía un diurex. Claramente había sido muy usado y se había accidentado,
quizá por quedarse sobre la cama mientras la chica anterior, o la anterior se
había quedado dormida, y al dar un vuelco había caído sobre el frío piso de
cemento que tenía un par de tapetes para disimular el descuido arquitectónico a
la hora de terminar de construir el apéndice aquel de esa enorme casa. Ya Lucía
comenzaba a imponerse con el olor de su cuerpo, de su jabón, su shampoo o de su
crema al olor que había percibido en ese cuarto en su llegada. O se habría
acostumbrado. A saber. Con algún grado de arrepentimiento miraba Lucía el libro
con la pasta levantada como invitándola a seguir, como temiendo que no tuviera
oportunidad de seguir leyéndolo, por más que su propósito era que no llegara el
sábado sin que lo terminara.
Ya debería estar durmiendo, Lucía, pero tres cosas la incomodaban. La
espera de Cándida, la inquietud sobre seguir o no con Las muertas y conocer al
señor Ambó. Todo con el fondo de esa lluvia que parecía no querer terminar y
que golpeteaba con fuerza en algún techo de lámina o de plástico tragaluz cerca
de su cuarto. Una lluvia que no le permitía conocer los sonidos naturales de
esa casa después de las 7 30, que no le había dejado percibir la llegada del
señor de la casa, ni familiarizarse más que con los ruidos que estaban
acompañados de la luz del día. Respiró profundo. Hacía frío. Esperaba al sueño
hacer esa llegada sigilosa, discreta y luego contundente, como diario lo hacía
desde siempre, porque siempre estaba tranquila, aunque su madre se hubiera puesto
enferma, aunque se sintiera sola o incómoda con su relación aquella, fallida
desde su inicio, diseñada con una pendiente en descenso hacia su desaparición y
que había recorrido sin resistencia a la gravedad. Pensó que su vida había sido
demasiado simple, pero que eso no tenía valor de bueno o malo, y que no quería
algo demasiado distinto para el resto de su vida, aunque, pensó antes de que
llegara el sueño, estas tres últimas noches habían sido distintas al resto de
su vida. La lluvia amainó, como si supiera que Lucía se disponía a dormir
finalmente, como si le contestara el pensamiento. Pero entonces fue que Lucía oyó
música entre el agua cayendo. Alcanzó a distinguir el coro. Nuevamente era la
canción de Marisela. ¿Sería Cándida dándole un mensaje? No parecía probable,
pues de hacer ese ruido estaría provocando un serio enojo en sus patrones. Se
enderezó sobre la cama. No había duda. Ahí estaba la canción. Abrió su puerta,
se oía más nítida. Salió hacia el pasillo que llevaba a la cocina y sabiendo
que los oídos engañan trató de seguir el rastro de esa aguda grabación. Se
acercó a la cocina y entendió que el sonido provenía del interior de la casa.
¿Por qué esa canción? ¿Por qué otra vez? ¿Por qué la ponían Cándida y la señora
Ambó? Pensó en regresar por un suéter, pero imaginó que dentro de la casa
estaría templado el ambiente. Avanzó y lo comprobó. Ahora cambiaba su
percepción sobre esa casa: más que acogerla, parecía que en ella había avances
sin retorno siempre, que era succionada por cada una de sus habitaciones, cada
una con recursos seductores distintos. La música, era claro que venía de dentro
de la casa. Caminó dudosa por el pasillo aquel donde vio la enmarañada cabeza
de la señora con las pantuflas arrastrándose y barriendo hacia dentro. Estaba
oscuro como nunca y la memoria del lugar era poca como para recurrir a ella. Ahora
era claro que ésta venía del cuarto de los señores. Pero ¿qué podría estar
pasando? No pudo regresar. Se fue acercando tocando las paredes, dio vuelta
hacia la sala principal, apenas sus ojos se acostumbraban a la penumbra guiada
por aquella canción que poco tenía de romántica ahora que se le reproducía como
un canto de la sirena Marisela. Recordaba para no tropezar una mesa de largas
patas con portarretratos y adornos de plomo y porcelana, parte de la colección
de huevos de marfil que se aposentaban sobre bases de fierro y que si chocaba
con la mesa haría caer y rodar, provocándole un desastre. Un nivel de escalón
amplio que llevaba a otro nivel y luego a las escaleras que finalmente subían
en dos tiempos hacia el pasillo del librero y de las habitaciones. La canción
iba a más de la mitad y tenía que llegar si no quería que sus pasos fueran
desnudados por el silencio, por más que había practicado el sigilo la noche otra
del libro. La música venía del cuarto de los señores. Estarían hablando,
bebiendo, algo de esto, pero no se escuchaban voces, no había más posibilidad
que asomarse por la cerradura, tendría un minuto para tratar de ver qué
ocurría. ¿Estaría ahí Cándida? ¿Habría un trío teniendo sexo y eso sería lo que
escondía la mirada profunda de su amiga? ¿Sería Lucía la verdaderamente cándida
entre toda esta gente? El piso alfombrado volvió a crujir, como advirtiéndole
del riesgo de acercarse, ya fuera por ser descubierta o por lo que ella podría
descubrir. Finalmente, ahí estaba la puerta, cerrada, y luz encendida detrás
como si fuera una dimensión aparte. El volumen era alto. Los señores tenían un
buen equipo de sonido ahí y parecía que su uso se lo daban a esas horas. Lucía
respiró profundo, avanzó con pasos equidistantes y cuidadosos a la vez, y se
asomó por aquella cerradura. No se veía nada ni se escuchaba más que la música,
Lucía hacía el esfuerzo por oír algo, y hasta quería inventar la acústica de
gemidos o de un colchón resistiendo el embate de empellones de algún tipo, pero
nada. Veía claramente lo que un orificio podía mostrar. De pronto las piernas
de alguien se pararon ahí justo, como para mostrarse ante ella, un pantalón
oscuro, podía ser azul marino. Se quedó ahí por los últimos segundos de la
canción, no estaba quieto, se alcanzaba a distinguir que se mecía, que hacía
algún tipo de ritual de encanto. Bailaba. Giraba sobre su eje, como a punto de
aflojarse el cinturón y desabotonarse ese pantalón para dejarlo caer. Seguro la
señora estaría en la cama, esperándolo. Lucía se dio cuenta de que estaba
cometiendo un acto de intromisión mayor y quiso irse, pero de momento no fue
posible, pues la canción fue desapareciendo hasta quedar en silencio. Se quedó
quieta para esperar a que empezara la siguiente canción y poder moverse. Se
mantuvo en la postura que le ayudaba a ver por la cerradura, pero ya no se
asomaba. El silencio fue más largo que el que hay entre canciones, tuvo que
volver a mirar con el terror de encontrarse un ojo mirándola y soltar un grito
ensordecedor, su corazón golpeaba al grado que su vista pulsaba, pero vio que
ya nadie estaba ahí parado. No quería respirar, sentía que cualquier ruido o
movimiento la delataría, aunque su respiración era irregular, entrecortada,
expulsando más aire del que jalaba. Finalmente, empezó la música de nuevo. Era
la misma canción. Lucía apretó los párpados. Sentía pena por la escena, por
romántica que fuera. Sentía su propia intromisión en algo muy personal y más
bien patético, sin saber cuánto. La curiosidad quedó saciada, pero en su lugar
el arrepentimiento. El volumen actuaba a su favor y con cuidado Lucía se retiró
con más confianza, agilidad y velocidad. Era tarde.
III
Por la mañana un susto la despertó. La señora Ambó estaba frente a ella.
Eran las 8 40, y la mujer abrió la puerta sin tocar. Lucía tardó en reaccionar,
en molestarse por la intromisión, como si ella no hubiera cometido una la noche
anterior.
—Buenos días, niña. Toqué pero no contestabas y me espanté, dije “ésta ya
se fue también, sin avisar”. Son veinte para las nueve, hija.
—¡Ay, perdón! —Lucía se avergonzó, no pensó que esto le fuera a pasar
jamás. Era como si hubiera descubierto la señora sus andanzas nocturnas. Como
si ella hubiera sido la que había tenido una escena romántica-patética.
—Te gusta leer.
Lucía vio a la señora viendo hacia su mesita. Ahí estaba Las muertas. Lucía
giró la cabeza velozmente, como si tuviera tiempo de esconder el libro.
—No te preocupes. Puedes leer los libros que quieras. Te espero en la
cocina. Ya se fue el señor.
Le dijo la señora Ambó, como si fuera la primera vez que el señor saliera
temprano.
El día no pudo empezar peor. Ese día que tanto le importaba. Había sido
descubierta su toma clandestina de libros y la habían tenido que ir a despertar
para ponerse a trabajar. Lucía estaba sentada en la cama mirando la esquina que
hacen el piso y la pared. Sintió una resaca, como si hubiera sido parte de ese
festín con alcohol, música repetida hasta la náusea y sexo adulto.
El mal momento fue transigiendo durante el día de trabajo, dejando lugar a
la ilusión nerviosa de ver a Cándida; una fluctuación de sentimientos entre la
inseguridad del empiezo incierto de la mañana y la incomodidad de verse con
alguien con quien casi no había cruzado palabra.
—El señor preguntó por ti. Ya sabe que eres una excelente persona y que
trabajas muy bien. —Le dijo Aurora a Lucía sin más, mientras estaban en la
cocina, Lucía pelando papas y Andrea viendo una revista de sociales y
espectáculos. Lucía estaba en el fregadero, pero se giró para no parecer
descortés. La señora tenía unas gafas a la mitad de la nariz, para vista
cansada, y miraba a Lucía por arriba de estas. Sus ojos café claro, muy claro,
esperaban su reacción atentos. Seguro había pensado decírselo varios minutos
atrás y esperó un momento –para ella– adecuado para decirlo. Tomó desprevenida
a Lucía, acostumbrada al silencio o a las conversaciones esporádicas, lacónicas
y pragmáticas.
—Muchas gracias, señora.
—Nada que no sea la verdad, hija. Le diré que te gusta leer. Le dará mucho
gusto. —Lucía se limitó a sonreír y a asentir con el pudor de recordar cómo la
señora había descubierto su afición.
—¿Y no piensas, quizá más adelante, seguir estudiando?
—No lo sé, señora. —Aurora pensaba en ofrecerle la facilidad de estudiar
más adelante, en caso de que la joven subsistiera trabajando ahí a pesar de lo
que fuera, pero la oferta era algo demasiado prematuro y hasta imprudente, que
podría ahuyentarla o resultar contraproducente de muchas formas. Lucía no esperaba
otra pregunta añadida a la conversación que daba por terminada al menos por un
rato. Parecía que la señora sabía cómo darle pequeñas sorpresas, y ese día
había cumplido con una buena cuota de ellas, aunque la de la mañana fuera en
gran medida causada por su descuido al quedarse dormida— Es posible. Quizá más
adelante.
—Tú no eres como las otras. Y vaya que he conocido a tus colegas. Unas
están tres días, otras dos semanas, alguna más de un mes, yo creo por
despistada, más que nada—. Cualquier rato es suficiente para conocerlas e
imaginar sus reacciones. Pero contigo es diferente, y tengo muchas esperanzas
en ti. Podría decirte que empiezo a sentir afecto. Por ahora ya tienes mi
aprecio.
Lucía entendía a lo que se refería con estas palabras la señora Ambó. Se
sentía agradecida por la confianza en decírselo, pero también por la forma en
que se lo decía, confiando en su inteligencia, en su capacidad lingüística.
Jamás creyó tener un intercambio así, no sólo con alguna patrona, sino con
nadie. Al mismo tiempo sintió un gran pudor como para decir algo más. El pudor
era más fuerte que lo que sabía era debido: externar su agradecimiento.
Seguramente estaba sonrojada, miraba hacia abajo, parecía mirar las papas
pelonas acumuladas en la olla de presión, pero miraba entre la olla y sus pies.
—Vamos, hija. Leer a Ibargüengoitia no es para avergonzarse tanto. —Dijo
Ambó para destensar a Lucía, quien volteó a mirarla con ojos muy abiertos para
comprobar la broma. Una sonrisa se marcó inevitable en su boca. Ya podía poner
la última papa, echar agua, cebolla y sal y cerrar la olla sin temor a hacer
ruidos que incomodaran la escena. Ya se había borrado la mortificación matinal
que aún guardaba rastro en el silencio anterior a este intercambio. La señora,
conforme, apenas sonriente regresó a su revista. Ya podía concentrarse, ahora
sí, en leer sobre chismes de la realeza europea.
* * *
Lucía apresuraba sus últimos movimientos de la jornada. Afortunadamente
tocaba sólo preparar todo para los highballs
de los señores y no café, que era más tardado y que tenía que estar en un minuto
exacto. Eran 7:10, Lucía dejaba el agitador de plástico rojo de brandy Don
Pedro. Se sentía mal porque había llegado tarde y salía diez minutos más
temprano, pero había terminado. Apenas tiempo para darse un baño casi de
enjuague nada más y de recogerse el pelo. Crema, no pintura. No le gustaba, no
sabía, no le daba tiempo. No podía experimentar, no podía más que hacer esto
planeado desde el martes.
El cielo estaba completamente oscuro. Como si se hubiera metido a bañar
horas antes. Como si un interruptor hubiera preparado un escenario a media luz.
Llaves, monedero (por si le podía invitar algo). Falda rosa, blusa blanca.
Suéter negro. No medias. El pasillo entre la casa y la puerta era más largo que
nunca. Temió oír a la señora gritarle a dónde iba, o que necesitara cigarros.
Cigarros no, porque se había asegurado de que tuviera de repuesto. Coca-Cola
había. Tehuacán. Hielos. Suficiente whisky. Cenicero y encendedor. Dos. Ellos
tendrían su fiesta, ellas la suya, si todo salía bien. Puerta abierta con
sigilo y prisa. El aire de la calle hacía sentir la casa como una cápsula donde
el tiempo y el movimiento se habían aquietado. Al querer cerrar la puerta el
viento aprovechó y la aventó orgulloso. El ruido fue como si la puerta quisiera
avisar a la señora. Lucía apretó los ojos maldiciendo al viento, luego se dio
la media vuelta como si nada. Cada una de las chicas salía de la casa de donde
trabajaba como dos personajes de reloj cucú, sincrónicas, augurándose a sí
mismas algo para sentirse optimistas. La seriedad de Cándida, sin embargo, no
lo hacía ver tan fácil. El corazón de Lucía latía con fuerza. Sus manos
sudaban. Le sonreía a Cándida como una vieja y querida amiga. Nadie de la casa
de Cándida se asomó. No sabía si darle un beso o seguirse. Quería voltear por
último a ver si la señora Ambó estaría asomada por el azotón de la puerta.
Cándida le tendió la mano, era una mano esbelta, fría. Se miraron a los ojos
por medio segundo, Cándida los tenía más claros de lo que pensaba. Más bonitos.
Se había puesto rimmel en las
pestañas y algo de sombra. Por timidez, Lucía volteó al frente. Estaba
encantada. Cándida lucía un pantalón de pana azul marino. Una blusa de cuadros
muy finos rosas y una chamarra de nylon amarilla, con las mangas subidas. Se
notaba que era su ropa de lujo. Arreglada así Cándida se veía más niña, pero
más atractiva a la vez. Cuando la tocó, Lucía no pudo evitar sentir algo en su
bajo vientre. Algo que nunca había sentido. Su vagina se había contraído por
dentro, como sorprendida, como si le reclamara no haberle avisado que algo así
fuera a aparecer: otra vagina. Lucía confirmaba sus sentires y sus sospechas
con una reacción física que a ella también la tomó desprevenida.
—¿Adónde vamos?
—No sé. No conozco todavía bien por aquí.
—Podemos ir al centro comercial de la Comercial.
—¿Está lejos?
—No. Pero si quieres vamos a otro lugar más cerca.
—No, está bien. Sólo preguntaba. —Las piernas de Lucía temblaban. Sólo
quería saber si tendría que encontrar palabras para llenar una caminata de
cinco minutos o una de quince.
“El centro comercial de la Comercial”, se decía Cándida reclamándose haber
hablado tan mal. Pensaba mientras comenzaba a andar al lado de Lucía. No
hallaba otra forma de decirlo. Ya llevaban varios pasos y Cándida no salía de
esta idea.
—¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
—Como tres años. —“La plaza de la Comercial” pudo ser la frase que buscaba.
Nuevamente el juego de la respuesta rápida y breve. Un silencio obligaba
más a Cándida que a Lucía a hablar.
—A ti no te pregunto, te vi desde que llegaste.
—¿El lunes?
—Sí.
—Yo te vi el martes.
—Sí. —Una plática fluida, al fin.
—¿Cómo me viste el lunes?
—Por la ventana. Tú no me viste. ¿Cómo te va?
—Muy bien. La señora es muy buena gente. Al señor todavía no lo conozco. ¿Cómo
sabías que iba a llegar? ¿O estabas así, nada más, viendo por la ventana?
Cándida miró a Lucía para saber mejor cuál era el tono de su pregunta.
Estaba genuinamente curiosa.
—Todas las veces que llega alguien nuevo es en lunes. La señora tiene una
forma muy… muy… —Cándida no encontraba la palabra para decir que había un
patrón de acción en aquella casa. —repetida
de hacer las cosas.
—¿De veras? ¿Pero, por qué? La señora es muy buena persona… —Cándida se
limitó a seguir caminando, miraba el piso. Una hoja caída recibió su pisada,
pero no crujió como se imaginaba que lo haría. Todas las hojas estaban húmedas.
El letrero de la Comercial Mexicana se asomaba a lo lejos. Iban a la mitad
de su camino. La conversación era seria. Cándida medía sus palabras y sus
movimientos. Le encantaba que Lucía no usara perfume, ni cremas. Le encantaba
que no se hubiera pintado, y la excitante sencillez de su atuendo, incluyendo
que no llevara medias. Sus zapatos bajos dejaban ver un caminado armonioso,
suave, de piernas rectas, bien moldeadas, morenas, que transportaban con rítmico
nerviosismo sus caderas amplias a la perfección, más de lo que un productor de
televisión o un fotógrafo de revista hubieran escogido; su cintura, no
pronunciada en exceso, su pecho sensato y sus hombros torneados con el mismo
buen gusto en el diseño que sus piernas. Sus pechos igual lo eran, regresando a
ellos y para hacerles justicia. Pero lo mejor era su actitud. Su persona
interna. Parecía que no sabía lo bella que era. Cada vez que hablaba ostentaba
una modestia inmensurable. Una educación sobria y sensata. También su
inocencia, una que era natural, ni forzada ni incómoda de mostrar. Cándida se
sentía una salvaje cada que le hablaba. Tenía miedo de espantarla. De
ahuyentarla. Sin querer, sus manos hicieron contacto con el movimiento del
caminar. Cándida suspiró cerrando los ojos. Tenía que cuidar a esta chica, pero
le tenía que decir la verdad. Tenía que oírla de ella y de nadie más. Tenía que
ser esa noche. El silencio hizo a Lucía dudar de la compatibilidad de las
chicas para conversar.
—¿Y eres de aquí, del D.F.? —Preguntó Lucía ante el nuevo silencio pesado
que se había formado.
—No. Soy de Jalisco.
—¿De Guadalajara?
—De Los Altos.
—Ah. Yo conocí Guadalajara. De muy chica. Fuimos mi mamá y yo. No sé a qué,
pero me gustó. Lo poco que recuerdo.
—¿Y tu papá?
—No sé.
Lucía miró a Cándida buscando una mortificación que le hiciera decir que no
se preocupara, pero ella sólo se mantenía callada, se podía decir que
inexpresiva.
—¿Tú, tienes hermanos, papás?
—Sí. Todos viven allá en Los altos.
—¿Por qué estás aquí?
—Porque mis papás no saben que… porque mis papás quieren que me case, y
todo eso.
—¿Y tú, qué quieres hacer?
—Lo que sea menos casarme. No me gustan los hombres.
Lucía se estremeció al escuchar esto. Ahora tampoco se imaginó que una
frase pudiera excitarla tanto. Una que no le atañera directamente, pero sí lo
hacía. El centro comercial tenía una heladería, un cine, una cafetería, además
de otro tipo de negocios. Ir al cine podía ser una forma de estar cerca y no
tener que hablar mucho. En el café había mucha gente que vivía en las casas y
no era un lugar para ellas. El helado podía ser una buena opción.
—¿Café, helado, cine?
—¿Helado? —Lucía había notado que en el café había gente no muy del tipo de
ella. La heladería tenía poca gente, y quería sentirse cómoda.
—Sí.
A Lucía le parecía estar soñando viendo de frente a Cándida ahí sentada,
quien se sentía observada y fingía concentrarse en su helado. Lucía no podía
evitar sonreír por sentir ese gusto. Quería conservar ese momento. Estar
consciente de él para reproducirlo en su mente cuando ya no estuvieran las dos
juntas, esa noche, o cuando fuera. La boca cuidadosamente pintada de Cándida
mientras comía helado. Temía que el helado la fuera a despintar.
—¿Entonces, te va bien con la señora?
—Es muy linda. No es exigente. Yo hago bien mi quehacer. Pero no revisa, ni
pasa el dedo a los muebles como otras señoras. Además tiene muchos libros y a
mí me gusta mucho leer.
—¿Leer?
—Sí. —Lucía temió parecer aburrida—. Tiene todos los libros de un escritor
muy divertido que se llama Jorge Ibargüengoitia —dijo casi deletreando el
apellido—, que se murió en un accidente de avión. Tienen los periódicos en su
despacho. Se me hace raro que tengan todos guardados. Un día le voy a preguntar
a la señora. Pero me va bien. Espero estar mucho tiempo ahí—. Cándida miró
fijamente a Lucía. No oyó sus últimas tres frases. Tuvo que pasar saliva porque
hasta la boca tenía seca. Esto provocó otro de esos constantes silencios que a
Lucía aún le incomodaban. Pero Cándida guardó la compostura.
—¿Por qué Cándida?
—Nací el 3 de octubre.
—¿Por qué Lucía? —rebotó Cándida.
—¿El 3 de octubre es día de las cándidas?
—No sé. Es día se Santa Cándida. —Cándida miró a Lucía para comprobar su
ligera broma y rio con ella—. Lo sé. No tengo nada de cándida.
—Me gusta tu nombre—. Cándida fue ahora quien se sintió estremecer. Lucía
le dijo esto abriendo mucho los ojos, con la cara alzada, se notaba todo lo que
quería implicar, la hizo bajar la mirada, cándidamente. Era casi ocioso dudar
sobre los gustos de Lucía, sin embargo, tenía que preg…— Me gustas, Cándida. El
silencio y las miradas encontradas, entrelazadas. Cándida quería extender su
mano y entrelazarla con la de Lucía, pero había mucha gente ahí, y de por sí la
forma en que ellas dos hablaban y se miraban había hecho que un par de personas
voltearan a verlas y se quedaran mirándolas fijamente. Sobre todo una pareja de
adolescentes de una de las mesas, que las miraba con un desprecio fijo que,
ninguna de las dos sabía (ni les importaba) si era por su condición de
sirvientas o por su cercanía evidente. O por ambas. Cándida sonrió. Volvió a
ver el rostro sin pintar de Lucía y a agradecerle la naturalidad para
arreglarse, para caminar, para hablar, era, sin pensarlo pero al mismo tiempo
sabiéndolo, el momento más feliz de su vida. Lucía, por su parte, ni en sueños
se imaginaba todo esto una semana atrás, en que su único pensamiento estaba
dirigido a cómo sería la señora a quien conocería el lunes siguiente. Cándida
nunca pensó que esa heladería a la que tantas veces había ido sola fuera el
recinto de ese lapso de tiempo inolvidable para ella. Un lapso de tiempo que
bien hubiera podido ser llenado por ella mirando la televisión, como seguro
había sido una y dos y tres semanas antes, cuando ella no sabía qué esperar
porque no buscaba nada, cuando su mayor entretenimiento era ver qué chica
llegaba a trabajar a la casa de al lado, sin esperar nada en especial de cada
una de ellas, y como si justo el destino le hiciera la broma, de ahí mismo le
había traído a esta chica que estaba frente a ella. Y no, esta vez no entretenía
el tiempo, llenándolo con cualquier sonido o imagen. Las miradas prolongaban el
momento. Las bocas se ansiaban. Era lo único que había que reprocharle a la
frase aquella última que podía ser la última para siempre sin problema, aunque
nunca se tocaran. Pero querían tocarse.
—Tú también me gustas, Lucía. —Cándida se odiaba porque tenía que decir la
verdad esa misma noche a Cándida—. Mucho. —No podía dejar pasar al día
siguiente, pues ya sería una deslealtad para su recién iniciado amor. Éste, sin
embargo, no era el momento. Las manos debían tocarse, entrelazarse, fusionarse,
intercambiar sus temperaturas.
—No me siento muy cómoda aquí.
—Qué mal. Pero tienes razón. ¿Vamos al cine?
Lucía la miró. Comprobó que esa mirada era la que la sometía y no le
importaría vivir sometida a ella hasta el último día de su vida. Esta vez no
era la mirada intrigante del primer día. Era una mirada de picardía con la
complicidad de su boca. Nunca había visto esa media sonrisa que le insinuaba
todo.
La película era Beberly Hills Cop 2, una comedia que tendría a la gente en
la sala muy entretenida, y podrían pasar desapercibidas. Para su suerte el
estreno había sido tres semanas atrás, por lo que la sala tenía gente a menos
de la mitad de su capacidad.
Ellas habían conseguido lugares en la última fila, cerca del proyector y
podían oír más su ruido que los diálogos de la película, y veían su haz de luz saliente
más intenso que la pantalla. Agradecían ese ruido y esa luz que iluminaba nada
y las ocultaba a ellas. Los aromas se mezclaban, tapando el olor a mugre de los
sillones de aquella sala de piso pegajoso. La película estaba empezada, no por
mucho, por suerte. Sus suéteres se tocaban porque sus brazos descansaban en el apoyo
común de sus sillones. Las fibras de las telas se tallaban y las manos
guardaban una distancia respetuosa de los escasos, muy escasos minutos que
llevaban ahí sentadas, pensando una en la otra, oliéndola, sintiéndola. Los
minutos iniciales cedían su respetabilidad obligada, tensa pero agradable, a
los siguientes, más laxos, más ligeros, más anuentes, y éstos, inolvidables por
tiernos, ingenuos, decentes, a otros más ardientes. Los besos y las caricias se
hacían acompañar por las risas del público que estaba embebido con la comicidad
de Eddie Murphy y daban la buena señal de que nadie se percataba de su
presencia cómplice al grado de ser un solo cuerpo con dos cabezas y cuatro
manos que entre momentos de pasión reposaba en la ternura y la gratitud, con la
otra y con el destino giratorio que había traído la fila de empleadas que había
dado con la llegada de Lucía. De pronto, Cándida se refrenó, preocupada. Trató
de mantener el cariño demostrado hasta ese minuto, pero recordar lo que tenía
que decirle a Lucía hizo inevitable su contención. Las manos permanecieron
entrelazadas el resto de la película, que por supuesto no tenía ningún sabor
para ellas, por la intermitencia de su atención, pero también porque Lucía
tenía aún fresco el tono de la comedia de Los relámpagos de agosto. Ver sus
antebrazos juntos, recordar los minutos recientemente pasados era lo
importante, lo que debería impulsar todo lo que viniera, pero bien hecho. Al
terminar la película Cándida le pidió a Lucía que se fueran. Lucía, un tanto
confundida y queriendo alargar la velada lo más posible, accedió. Nuevamente
regresaban al silencio aquél maldito, pesado, profundo, eterno, mientras
caminaban por la oscura banqueta de la calle de Agua, en ese regreso de sabor a
prematuro. Había luminarias a lo largo de la avenida, pero la mayoría estaban
fundidas, haciéndolas recorrer en un regreso claroscuro, como su encuentro
mismo. Lucía quería preguntar si algo ocurría, pero no quería entrar en una
dinámica así. Se acordó de Omar y quería algo totalmente distinto a aquella
olvidable pero útil para la memoria relación.
IV
—Yo creo que va a haber fiesta en la casa de los señores. Creo que así le
hacen todos los viernes.
Dijo Lucía, como si fuera algo que le importara mucho. Cándida, aún con
esos ojos que habían virado su expresión hacia la preocupación miró a Lucía y
respiró profundo.
—Tengo que decirte algo. Te pedí que nos viéramos hasta hoy por eso, porque
creía que algo se iba a arreglar en estos días, pero ahora que te oigo, y
viendo que no sabes nada, tengo que decirte la verdad. —Lucía se sorprendió de
la gravedad que había visto de pronto en Cándida, pero agradecía que, por lo
que hasta ese momento había oído, no se tratara de ella, al parecer. Agradecía
también, que, si era tan grave, se hubiera esperado a que hubiera ocurrido todo
su contacto, para tener al menos este recuerdo de dicha para su vida. Todo ello
fueron sentimientos instantáneos, al tiempo de la ansiedad de querer oírla ya.
Cándida suspiró, estaba escogiendo las palabras—. No hay señores.
—¿Cómo?
—No existe el señor Ambó.
—¿Qué dices? —Lucía se detuvo en seco. Miraba fijamente a Cándida.
—Te lo tenía que decir, Lucía. Si lo descubrías por ti sola me reclamarías,
y hubieras tenido la razón, hubiera sido como traicionarte. Murió en un
accidente de avión, hace varios años.
Lucía quería decirle a Cándida que le gustaba cómo hablaba, lo que pensaba,
que las dos cosas competían mucho. Y que competían con su olor y su forma de
besar. Pero no pensaba nada de eso ahora—. Murió en un avionazo.
—¿Pero, y entonces? ¡No! ¡Lo vi el otro día!
—¿Al señor? ¿Cuándo? ¿Cómo era? ¿Como en las fotos? —Por la mente de
Cándida pasó la posibilidad de que la señora hubiera visto a alguien más, pero
luego concluyó que era poco probable.
—No. No sé. Sólo vi una parte de él, su pantalón. — Lucía tendría aquí que
explicar lo que hizo, cómo y por qué, justo la noche anterior. Ya no había modo
de evitarlo—. Me asomé por la cerradura y estaba bailando, frente a la cama, de
traje, bueno, con un pantalón de traje, yo creo que antes de que los dos…
—¿Hicieran el amor?
—No sé. Yo creo que sí. Tomaban y tenían puesta música romántica. Él estaba
parado frente a la cama, y luego se subió como para acercarse a ella, pero me
fui. Ya no quise ver ni oír nada más. Lucía y Cándida se miraron—. Un auto pasó
junto a ellas. Se frenó. El conductor era alguien “distinguido”, como la gente
que era dueña de las casas de ahí. Las miró con morbo y desprecio. Cándida, que
lo veía de frente, lo miró por un segundo, retó al tipo, que aceleró queriendo
decir algo.
—Yo pensaba que no ibas a llegar al viernes. Que te ibas a ir cualquier día
de estos. Las otras chicas se dan cuenta pronto. Duran dos o tres días. Se
enteran y se van en seguida. Hasta dejan sus cosas. Es para prevenirte. A lo
mejor te estoy espantando más. Todo este tiempo te lo estaba queriendo decir,
pero ya ves. Desde que te vi llegar el lunes sentí algo. Pensé “ojalá a ella no
la espante”. Luego nos encontramos el martes, mi deseo fue más grande. Quería
hablarte. Quería decirte que no te fueras a espantar. Que no te fueras a ir.
—¿Fue por accidente que nos encontramos?
—No. —Cándida miró a Lucía, le contestó después de pensarlo mucho, temía
que se enojara pero estaba siendo completamente honesta. En verdad le
preocupaba su reacción. Lucía leyó todo esto en ella. Le tomó la mano. Cándida
miró a ver si nadie venía. Lucía apretó su mano. Frotó con su pulgar el dorso
de la mano de Cándida. Cándida respondió presionando con todos sus dedos,
sintiendo que algo dentro de ella crecía hasta querer salir, y le llenaba los
ojos de lágrimas. Se besaron. Escuchaban motores de autos cada cierto tiempo.
Un conductor les pitó, otro les gritó algo que no quisieron registrar porque no
tenían sentidos para nada. Sus pechos se tocaron por primera vez. Había que
parar. Lucía se desprendió. Su respiración estaba agitada. Estaba excitada,
pero también nerviosa. Se había descubierto a sí misma en cada una de esas
noches, y sus descubrimientos no parecían terminar—. Quería sentir de cerca lo mismo
que de lejos. Cuando pasaste junto a mí estaba segura de lo que sentía por ti.
Me miraste de una forma… como si te atrajera pero como si me estuvieras
preguntando algo.
—Y tú me mirabas como si me quisieras decir algo. Estamos parejas, entonces.
—Y luego puse la canción de Marisela. Quería decírtelo de una forma o de
otra. Quería que imaginaras que yo podía decirte algo, pero porque me
preocupaba lo que ibas a pensar.
—Pues aquí estamos.
—¿Qué vas a hacer?
—Tengo miedo de regresar.
—No es agresiva.
—¿Cómo sabes? No hablaste con las chicas que se fueron.
—Nunca supe que hiciera una escena. Es como si estuviera acostumbrada a
todo. Menos a haber perdido a su esposo.
—Por eso tiene los periódicos. —Se dijo en voz alta Lucía.
—¿Qué?
—Tiene los periódicos de un accidente de avión donde murió el escritor que
me gusta leer. Pero entonces es por su esposo. Estoy casi segura.
—No sé.
Lucía y Cándida se miraron, se sonrieron y reanudaron su regreso. No había
más que volver, después, la propia Lucía no sabía qué iba a hacer.
En el regreso el silencio era comprensible. Había tensión en Lucía, que no
sabía que pensar, que dudaba de Cándida porque todo esto parecía una mala
jugada. Imaginaba a la señora Ambó poniéndose de acuerdo con ella, ambas
turnándose para tocar el disco de Marisela, solo aquella canción, además. La
media sonrisa de Cándida ahora le parecía malévola. Su respiración estaba
agitada, ahora para mal. Cándida sabía que por la cabeza de Lucía pasaban mil
cosas, que todo podía ocurrir después de esa noche, o hasta antes de que acabara,
pues la duda y el temor se podían volver insoportables. Ahora comenzaba a
sentirse chantajista, pero las cosas habían salido así sin estar planeadas.
Cada paso hacia las casas intensificaba las ideas y los sentimientos, todos
flotando, cubriéndolas como tela en la cara dejando ver sus facciones
preocupadas aun a través de esa tela, lanzada por ese viento que cuando quiere arremete
y provoca azotones y choques.
Al llegar a la casa de Cándida ambas sentían el sabor agridulce de la
despedida, pero pensaban que no eran las mismas que habían salido de sus
puertas en sincronía, casi cuatro horas antes. El tiempo se había suspendido.
El olor de cada una mezclado con el de la otra. Un nuevo perfume para cada una,
que era el de su piel, detrás de aceites y cremas, ambas aromando idéntico,
para volver a sus cuartos y no dormir. Pero empezaba la hora de la lluvia, como
con reloj, desde hacía seis días. Cándida quería cuidar a Lucía y su propia
imagen en su trabajo, así que la despedida tuvo que ser discreta, como de
amigas, como de colegas compañeras de trabajo y vecinas que se despiden
casualmente después de un día más. Lucía caminaba los últimos pasos para llegar
a su casa, pensando en todo –en Cándida– cuando vio que la señora Ambó estaba
en su ventana.
Vio que la vio. No había modo de pensar otra cosa. Disimuló, sin embargo,
mirando al piso mientras buscaba su llave, que, sabía, estaba en su bolsillo
derecho del suéter. No quiso volver a voltear, no podía ver si ya se había
metido o seguía ahí. Cuando llegó a la puerta, Lucía no quería entrar. Quería
que la llave fallara, que sus cosas no estuvieran ahí. Que la señora no fuera
así. Que Cándida no le hubiera contado nada. Esperó un minuto, pensando, no queriendo
entrar. Eso decidió fingir, que no sabía nada, por más que supiera que la
señora asumiría que, al verse con alguien de la misma calle, y de la casa de al
lado, le contaría todo. Así, decidió disimular, y entró.
La casa estaba oscura. Olía diferente. No sabía Lucía si era por el olor
que ella misma traía de afuera. Quería volar hacia su cuarto. La señora estaría
arriba, podía evitar prender la luz de la cocina e irse directo por la puerta
que daba de ésta al pasillo que llevaba a su cuarto. Al entrar a la cocina, en
la penumbra, se topó con la señora, que encendió la luz y al encenderla, Lucía
vio que tenía puesta la ropa del señor: su camisa blanca, su corbata aflojada,
sus pantalones y sus zapatos.
—No sabía que ibas a salir. —Le dijo la señora como si no estuviera vestida
con la ropa de su esposo. Lucía quería contestarle que no tenía por qué
avisarle, que era uno de los acuerdos, pero estaba paralizada, no registraba lo
que oía por la impresión de ver a la señora ataviada así. Ahora pensó en qué
hubiera sentido si Cándida no le hubiera contado cómo eran las cosas—. Oí un
ruido y me asomé y te vi cerrar la puerta y luego irte con esa muchachita—. Parecía
que la señora buscaba una explicación. Parecía también que la consideraba algo
más que una sirvienta. Su aparente
reclamo lo hacía con toda serenidad, como si sólo estuvieran comentando lo
sucedido, eso sí, esperando una respuesta. Olía a alcohol, pero era como si
hubiera parado de beber un buen rato atrás. En su espera por una respuesta,
Lucía pensaba que estaba en un momento definitivo de su vida entera. Igual que
la señora, Lucía conservó la serenidad, por más que el estómago le pedía irse
¿a su cuarto? ¿de esa casa?
—¿Necesita algo?
—Ya no es tu horario de trabajo, hija. ¿Te fue bien?
—Sí. Fuimos al cine.
—Qué bueno que tengas amigas ya. —La señora pausó. Miró a Lucía fijamente,
entre preguntándose si le decía la verdad y dándole tiempo para reaccionar de
alguna manera, diciéndole algo, llorando, huyendo—. Me subo porque el señor se
va a impacientar. Llevo mucho rato afuera de nuestro cuarto. Voy a hacer otros
dos jaiboles y ya.
—¿Quiere que yo los prepare? —Preguntó Lucía conteniendo la voz
entrecortada, pensando en que nunca había preparado highballs y menos para un ser imaginario. La señora la miró
enternecida, con una sonrisa apenas dibujada que Lucía sólo distinguía de
reojo.
—¿Sabes hacerlos?
—Puedo aprender.
—Muy bien. —Dijo la señora Ambó agradecida. La hielera de acero inoxidable
descansaba olvidada, con agua fría de hielos disueltos junto a los dos vasos
vacíos y a la licorera de cristal cortado, como Lucía siempre lo dejaba todo.
Entendía que todas las noches de fiesta la señora regresaba una vez al menos
por dos bebidas más. Lucía tiró el agua de la hielera, sacó un nuevo molde de
aluminio del refrigerador, echó hielos. Las manos le temblaban. La señora lo
notó.
—Te alcanzaste a mojar, hija.
—Estoy bien. ¿Cuántos hielos?
Lucía sacó del gabinete dos vasos altos, limpios como los que estaban ahí.
—Tres, por favor. A cada vaso. —La señora destapó la licorera. Lucía la
tomó con las dos manos y miró a la señora esperando indicación—. Bien. Ahora,
con el chorro más fino que puedas, sirves contando hasta cinco, así es como
mide el señor, siempre.
Mientras preparaba la licorera, Lucía entró en cuenta de que era el señor quien serviría esos highballs
en la idea de Aurora. Controló el chorro y comenzó a sentir ganas de orinar.
Muchas. Como si la orina se hubiera contenido y ahora irrumpiera intempestivamente
de sus riñones a su vejiga. El temblor de sus manos y las ganas hicieron el
reto más difícil, pero fue superado. Para el segundo vaso ya tenía más confianza.
La señora, sacó una Coca-Cola y un Tehuacán del refrigerador.
—Ahora, mira, yo sirvo en mi vaso y tú en el del señor Francisco. —la
señora sirvió dos cuartas partes de cola y una de agua mineral. Lucía la emuló
a la perfección. Si esa sería su última tarea para esa casa, tendría que
hacerla como Dios mandaba, o como el señor mandaba antes. El señor Francisco.
Ya había visto que el señor se llamaba así, en alguno de los diplomas de su
oficina, pero de no ser por la expresión uniforme de su rostro en todas las
fotos, nada más había llamado su atención sobre él. Ahora, con su nombre
pronunciado por la señora, llegó su imagen, siempre la misma, mirando siempre a
la lente como hacia arriba, por agachar un poco la cabeza, detrás de unos
anteojos de pasta gruesa, los cristales a veces ahumados, a veces claros, a
veces oscuros. Recordaba las fotos blanco y negro con pelo abundante y negro, y
las en color con canas y una calvicie cada vez más notoria. Siempre el blanco
del globo ocular debajo de sus iris, como en sumisión o desconfianza por quién tomaba
la foto, o, más bien, por quien iba a ver
esa foto, seguro alguien desconocido a quien estaba sometiendo su imagen. Había
pensado bien. Lucía, esa total desconocida, recorrió en un instante cada una de
las fotos que había visto de él, como si fuera un familiar cercano, a quien
ahora le estaba preparando una bebida.
—¿Quiere que las suba?
—No, hija, gracias, yo las llevo. Tú ya ve a descansar.
—Está bien. Buenas noches.
La señora tomó los dos vasos, los puso en una charola y salió de la cocina
con el equilibrio experto de esas segundas visitas nocturnas y etilizadas a la
cocina. Lucía esperó calculando el tiempo y oyendo con cuidado los pasos
masculinos de la señora, tan distintos a aquellos matutinos enpantuflados,
barredores, anunciantes a veces de una resaca de soledad otras de una de
fiesta. Mientras se alejaba, Lucía cerró la puerta de la cocina que llevaba a
su cuarto con un azotón ligeramente exagerado. Cuando los pasos se dejaron de
oír, salió de la cocina hacia el pasillo. Volteó con miedo hacia la sala
temiendo ver a la señora parada ahí, esperando descubrirla yendo a otro lugar
que no fuera su cuarto. Volteó lentamente. Nadie. Entró al baño de visitas con
el chorro de orina desesperado a punto de dar un empellón de adentro hacia
fuera y salir sin importarle nada. Cerró la puerta y sin tiempo para encender
la luz se sentó dejándose caer al tiempo que se bajaba la falda, una proeza
mayor que la de aguantar el chorro mientras servía Whisky. El chorro rebotó con
fuerza incontrolable contra la pared del excusado, era una furia como la de la
lluvia que ya comenzaba a oírse de fuera, pero que la superaba en volumen.
Pensó en la señora y si ésta oiría y se regresaría al menos a asomarse,
reprobando el atrevimiento de su uso del baño aquel, destinado a visitas
inexistentes, pero siendo, finalmente, una afrenta para las formas y las reglas
sociales establecidas más allá de esa casa. No le importó. Si la señora estaba
afuera, parada con su charola, la miraría y se volvería hacia su cuarto. No
había nada que perder, y si alguien debería sentir pudor ante su situación, no
era Lucía. Terminó de orinar mientras se acostumbraba a la oscuridad del baño
mirando la perilla de la puerta del baño, esperando no verla girar. A estas
alturas cualquier ocurrencia de su mente parecía posible, más con la necesidad
imperiosa de orinar satisfecha. Se limpió y vistió sin dejar de ver la perilla.
No jaló la cadena y pensó que si no volvía a trabajar igual tendría que pasar
por la mañana a jalar para que la orina y el papel se fueran, como ella. Salió
del baño con miedo, miró al fondo del pasillo esperando ver a la señora, no
podía evitar voltear. Nadie. Pensó automáticamente en su cuarto, pero antes
debía hacer otra visita.
La puerta de oficina del señor estaba cerrada, y la perilla redonda, ex
dorada ahora cobriza y pelada por oxidación era especialmente ruidosa. No pudo
evitar hacer esos ruidos que engranes y resortes quejosos –chismosos– hacen por
lento que se haga el giro de estas manijas. Entró. Por suerte las bisagras no
eran chismosas. Emparejó lo más que pudo. La puerta tenía cierta resistencia a
quedar pegada al marco y dejaba un resquicio que permitía verla hacia adentro
casi sin importar dónde se parara, y desde dentro y con esfuerzo se podría ver a
alguien que espiara desde fuera. No podía girar esa manija quejosa de nuevo
para cerrar mientras buscaba en los periódicos, pero nada le impediría correr
el riesgo. Revisó el Uno más Uno, Excélsior, Universal, La Jornada. El País. En
El País estaba la lista de decesos en el avionazo. Ahora se resistía a leer.
Estaban nombres de gente que ya no existía, ahí estaría el de Jorge
Ibargüengoitia y otros escritores latinoamericanos, como decía el titular. Pero
hasta arriba, en el tercer lugar, estaba el de Francisco Ambó. Lucía miró hacia
el resquicio que tuvo que dejar de la puerta al marco por esa puerta necia e
hinchada. La oscuridad no le permitía estar segura de que hubiera o no alguien
mirando. Miró los diplomas del señor, sus distintos méritos en distintos años. Pensó
en como el motor de un avión había calcinado todos esos logros en un segundo.
Pensó en los textos de Ibargüengoitia. Trató de mesurar todo lo que había en
aquel avión y que se esfumó en un segundo. Luego pensó en todas las letras que
pudieron dejar y cómo éstas habían quedado después de su muerte, sin que sus
vidas dejaran de ser un malogro. Miró las fotos del señor Francisco en cada
diploma, fotos que la miraban a ella sin conocerla. El diploma de enfrente, en
un marco de latón dorado, pelado, con esquinas redondeadas, la miraba de
frente. Lucía le dio la razón al ingeniero por esa expresión de desconfianza.
Pensó luego en la mirada de Cándida cuando la conoció, y en lo que le dijo
después, se dio cuenta de que tenía mucho que decirle con esa mirada y cómo lo
único en lo que había acertado era en el mundo interno profundo que era Cándida
para ella. Luego entendió la mirada del señor Francisco, no era una mirada de
distante desconfianza, era una petición permanente. Plegó los periódicos con
todo cuidado, como si fueran de ese día y no quisiera que un lector primerizo
notara que ya habían sido desplegados, los colocó en su posición original, más
por respeto que por precaución. Se acercó a la puerta y la abrió. Nadie estaba.
Respiró profundo, pensando en las letras del nombre del señor Francisco. Caminó
hacia la cocina, prevenida de un posible susto. Se oía otra vez la música. Completamente tuya. Marisela nunca
imaginó lo que pasaría con su canción. Nunca nadie imagina lo que pasaría con
lo que hace. Nunca el señor Ambó imaginó que se comunicaría con una sirvienta seis
años después de su muerte, con esa mirada insistente.
La cabeza de Lucía daba vueltas. La señora, Cándida, el señor. Las miradas
de cada uno de ellos, todas dirigidas a ella. ¿Cómo se vería la mirada de ella
para éstos tres? ¿Qué representaba esa mirada del ingeniero Francisco? Lucía
andaba por el pasillo. Llovía pertinazmente, pero soportablemente también. O al
menos la lluvia pasaba a segundo plano después de esta noche agitada. Completamente
tuya seguía, y seguiría, pero la música se diluía con la distancia, solo que,
ahora se escuchaba la otra versión. La de casa de Cándida. ¿Cómo podía hacer
eso? Arriesgaba a que la corrieran. La puerta del cuarto de Lucía estaba
cerrada, como era debido, pero tenía en frente varias piedras, de río,
pequeñas. De ésas que no fallan en dar al blanco por su peso. Unas siete
piedras. No se notaba, pero al día siguiente encontraría las abolladuras con
que cada piedra había atinado su destino. Parecía que habían cesado. Lucía tomó
una de las siete piedras y la arrojó hacia la otra casa. Dio en algo ruidoso,
lámina o plástico, pero cumplió su cometido. Si la música estaba a alto
volumen, y la lluvia seguía, qué importaba la caída de un guijarro en un toldo.
Era como una de esas gotas desproporcionadas parecidas al granizo que durante el
sueño nadie toma en cuenta, aunque las alcance a oír. Lucía esperó en la
lluvia. Esperó más. Calculó el tiempo que habían tardado esas siete piedras en
ser arrojadas y el tiempo que ella estuvo con la señora y en el estudio. ¿Una
hora quizá? Una hora podía esperar. Más. Mucho más. Un año. Ahí, en la lluvia. De
pronto vio como un asteroide, como un cometa, un guijarro volar hacia su
puerta. Una vez más, Lucía tomó una de las piedras, trató de lanzarla al mismo
lugar ruidoso, chismoso y seguro, donde no hubiera riesgo de golpear a Cándida. La música de aquel lado se
calló repentinamente. Lucía esperó a que cayera otro guijarro, pero la espera
se alargó, y lo que se oyó fue un golpeteo. Estaban tocando la puerta de la
casa Ambó. Lucía miró hacia la puerta, luego hacia arriba a las ventanas,
temerosa de que la señora se asomara. Se apuró a abrir, casi más para que el
golpeteo terminara. Cuando abrió, estaba Cándida ahí, empapada, como ella. Se
besaron sin contención, sin preocupación, con la excitación que les daba tener
la cara mojada, las manos, el pelo. Aún con el agua, Cándida conservaba su
aroma. Lucía la jaló, cerró la puerta y llevó de la mano a Cándida. Pasó por el
pasillo de piedra desde el que veían los dos autos (uno encapotado, nunca
usado, seguro desde 1982) y hacia el otro lado el jardín frontal. La lluvia
caía en las plantas como un discreto aplauso que recibía a las chicas y las
acompañaba hasta el final de ese pasillo formado por bloques de hormigón que
reflejaba sus pasos andar en idéntico ritmo, simetría de buen augurio. Entraron
a la casa, a la cocina, al pasillo que las llevó al cuarto. Vio Cándida las
siete piedras y Lucía la miró sonriente. Cándida sonrió con picardía. Entraron
al cuarto, Lucía se cercioró de que quedara su puerta perfectamente cerrada.
Cándida miró el cuarto. Como nunca en aquellos años de desfile de empleadas,
esta vez se había preguntado cómo era el cuarto en el que Lucía dormía, como si
antes no hubiera existido, como si hubieran sido otros cuartos con aquel desfile
de huéspedes que lo volvía comparable al tránsito de un cuarto de hotel. Ahí
estaban las dos, solas, viviendo algo que nunca habían vivido, ni imaginado que
podía vivirse. Lucía desvistió a Cándida con delicadeza, su piel estaba fría
por la lluvia, la abrazó por la espalda, más para calentarla que para sentirla.
Cándida se volteó, la besó y la desvistió también. La cama las recibió gustosa,
la sábana las arropó hasta la cabeza y se volvió una carpa floreada que iluminó
de amarillo todo debajo de ella. Se besaron, se abrazaron para amarse, por
primera vez en la vida de cada una.
V
—Era la señora.
—¿Qué?
—Era la señora que se viste de su esposo. Por eso creí que lo había visto
por la cerradura. Cuando volví me estaba esperando para hablar conmigo, vestida
de él.
Cándida y Lucía se miraban acostadas en la cama, compartiendo una almohada.
—¿Y qué te dijo?
—Nada. Que su esposo la esperaba. Que ya se iba asubir porque me había
esperado mucho tiempo. Que qué bueno que tú y yo éramos amigas. Yo creo que me
esperó sabiendo que tú me ibas a contar su secreto para ver cómo estaba.
—¿Y tú qué hiciste?
—Me estaba muriendo de miedo, pero me calmé. Le ayudé a preparar las
bebidas “para los dos”.
Cándida respiró profundo, mirando a Lucía con esa mirada que sustituía las
palabras. Lucía le sonrió, la miró amorosa por un rato. Ella también sabía
responder con los ojos. Sólo a Cándida. Se dieron un beso. Luego Lucía pensó en
la mirada de Francisco, imaginándola en todos esos cuadros, viéndolo mirarla
insistentemente, repetidamente, entonces se dio cuenta de que, por la mirada de
Francisco, era como si supiera que ella la vería algún día y le estuviera
encomendando a su esposa Aurora.
—¿Me ayudarías con algo?
—¿Con qué?
—Acompáñame a la cocina.
Lucía le dio ropa seca a Cándida. Una camiseta y un short. Ella se vistió igual.
En la cocina, Lucía sacó un par de vasos y con las pinzas tomó tres hielos
para cada vaso. Contó hasta cinco cuando vertió el whisky manteniendo el chorro
angosto. Puso dos cuartas partes de soda y una de Tehuacán. Le dio un vaso a
Cándida que la miraba sonriendo con sorpresa, y se quedó con el otro vaso.
—Salud.
Cándida la miró sonriendo de un solo lado. Eso encantaba a Lucía (nunca se
lo diría para no quitarle lo espontáneo a ese gesto). Cada una dio un buen
trago, casi la mitad del vaso. Lucía volvió a llenarlos calculando complementar
la merma del buen trago que le habían dado. Lo probó. Se le pasó un poco la
dosis en el relleno, pero no le importó mucho. Cándida miraba, esperaba algún
brindis o alguna palabra amorosa. Lucía dio otro pequeño sorbo a su vaso y
Cándida no tuvo más que imitarla. Lucía respiró profundo. Pidió a Cándida su
mano y la jaló. Cándida divertida se dio la media vuelta imaginando que
terminarían los jaiboles en el cuarto. Tendría que irse en algún momento para
despertar en su casa, como si nada hubiera pasado. Pero Lucía la llevó en otra
dirección. Trató de encontrar los apagadores para encender las luces conforme
iban avanzando. La eterna canción aún se oía, y cada vez más fuerte. Lucía miró
a Cándida que aún se notaba sorprendida por el cambio de ruta de Lucía. Pasaron
junto al librero del que Lucía leería cada letra guardada en él, el librero
parecía mirarla acordando el trato. Al final del pasillo dieron vuelta hacia la
izquierda. El volumen de la música era fuerte ahí dentro. Podían beberse los jaiboles y platicar sin problema ahí
afuera, pensó Cándida. Pero Lucía abrió la puerta. Cándida abrió mucho los
ojos, contuvo la respiración y apretó fuertemente la mano de Lucía. Adentro
estaba Aurora. Recostada sobre su costado, dando la espalda a la puerta, aún
con la ropa de Francisco. Lucía cerró la puerta, la aseguró como la de su
cuarto, como si alguien pudiera irrumpir. Al cerrar, Aurora giró rápidamente,
con ojos muy redondos y corazón sobresaltado. Estaba completamente despierta.
No estaba ebria. Miró a Lucía y a Cándida, con sus camisetas blancas, amplias,
como si tuvieran alas. Cándida se calmó al ver la serenidad de la señora. Su
expresión denotaba soledad, tristeza, pero no ausencia de la realidad. Luego,
Cándida miró a Lucía, que respiraba profundo. No entendía por qué, esta vez no
tenía pista. Lucía dio un buen trago a su vaso, lo puso en el tocador junto a
los otros dos que reconocía de rato atrás, antes de visitar el despacho, antes
de recibir a Cándida. Ahora estaban vacíos. La señora los miró y sonrió
lacónica. Lucía se echó el cabello hacia atrás, serena, majestuosa, se acercó a
Aurora y la abrazó cariñosa. Cándida miraba la escena conmovida, pero también
incómoda. Lucía comenzó a besar a la señora, a acariciar sus hombros, su
espalda, su cintura. Sentía su camisa de hombre y se preguntaba cuándo había
sido la última vez que esa camisa había abrazado a Aurora. Aurora respondió
amorosa, no podía evitar sonreír, aunque lo hacía con discreción. También
abrazó a Lucía. Las respiraciones tomaban fuerza, y Cándida, desde su posición,
también empezó a respirar agitada. La señora y la sirvienta se besaban cuando
llegó la otra sirvienta a besarlas, las pieles contrastaban en texturas y en
colores. Los sudores se mezclaban entre sí y aun con frío y algo del agua de la
lluvia que todavía traían consigo las dos jóvenes. Cándida las jaló a la cama y
ellas avanzaron sin resistencia. La cama las recibió suave, contenta,
compasiva, retada –porque cuando más, había recibido el peso de dos–, pero
orgullosa, gozosa. A diferencia de la escena en el cuarto de Lucía, no hubo
sábana que fungiera como carpa. No hubo una luz apagada. La canción acababa y
empezaba sin culpa en un tocadiscos mecánico y obediente. Manos, piernas,
brazos y bocas se mezclaban y se entregaban con ternura y con afán de
complacer. La camisa no estaba como siempre, cuidadosamente depositada junto al
vestido de la señora, ahora colgaba del colchón, desparramada, con las mangas
como brazos vencidos al placer y al clímax. Después de unos minutos, la señora,
Aurora, apagó la música. Aun respiraba agitada, pero su sonrisa agradecía la
agitación. Se sentó en la cama. Los ojos se le humedecieron. La sonrisa se
pronunció más y con ella una lágrima estalló para escurrir vencida por su
mejilla y caer sobre sus calzones de hombre. Se recostó, dando la espalda.
Respiró profundo. Lucía y Cándida, con sus nombres de telenovela y calendario,
se incorporaron cuidadosas, discretas. Salieron de la habitación sigilosas,
como si la señora ya durmiera. En el pasillo de abajo Cándida se adelantó para
enfilarse a la salida de la casa. Eran las tres de la mañana, pero ellas no
habían buscado ningún reloj para consultarle la hora. Ya no llovía, y el viento
se había convertido en una brisa que a lo más transportaría el rocío. El cielo
estaba despejado y parecía tener cierta luz de procedencia indefinida. Ya
podría Lucía oír los sonidos naturales de esa casa al anochecer. Cándida abrió
la puerta y giró hacia Lucía. Se miraron, serias. No se dijeron nada. No hacía
falta. Se dieron un beso más, éste más breve, menos apasionado, la pasión podía
continuar al día siguiente. Una podía visitar a la otra o viceversa, luego,
quizá vivir juntas, o no, el tiempo lo diría. Ninguna quería despedirse, pero
éste era sólo el primer día, o la última de las primeras noches.
FIN
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