sábado, 13 de agosto de 2016

Nadia

Getsemaní Elizabeth, jugaba serpientes y escaleras mientras observaba a Octavio mirando la televisión. Samantha le indicaba que era su turno una y otra vez, pero lo cierto era que el juego era un pretexto para estar ahí y ver a Octavio. El chico futbolista a quien ella veía todos los días parar goles con el pasamanos como portería, llevaba una semana recluido en casa. Estaban las Olimpiadas de Montreal 76, y en cada corte a comerciales ponían a Nadia Comaneci, fondeada por una canción de piano que le habían compuesto. La gimnasta de 14 años hacía piruetas en cámara lenta, extendía los brazos al terminar una rutina, corría con el cuerpo ligero a dar piruetas como ave que juega a ser una jovencita y por último, sonriente, recibía una medalla de oro y unas flores. Octavio quedaba impávido. Un suspiro era su única reacción, segundos después. Y luego esperar a que volviera ese clip que salía cada 15 minutos. Nunca en sus doce años había odiado su nombre largo y bíblico. Pudiendo haberle llamado Nadia, sus padres le pusieron Getsemaní Elizabeth. Octavio ya le había comenzado a hablar, pero esta enajenación olímpico-erótica-televisiva había dado al traste con su avance conquistador. Afuera, en el Andador 31 del Temoluco, en la unidad Acueducto de Guadalupe, el jardín calvo por zonas esperaba estéril el embate futbolero de Octavio y sus amigos. De su bolsa, Getsemaní Elizabeth sacó los chocolates que trajo como último recurso para distraer a Octavio de la pantalla. Su amiga Samantha cambió la sonrisa antojadiza por decepción y luego por incredulidad, su amiga le estaba dando unos chocolates al sangrón de su hermano. Getsemaní avanzó lenta, dudosa, nunca había hecho algo así. Octavio la miró con ojos llorosos, quizá de emoción por haber vuelto a ver a Nadia, o por tanto ver televisión, pero no por recibir los chocolates, que abrió y que acompañaron indiferentes su espera de volver a ver a Nadia.

...

El pasamanos había sido la selección de Getsemaní más equivalente a una barra de equilibrio de gimnasia. Ella sabía el minuto justo en que Octavio pasaba por ahí para ir a la escuela, todos los días. Su rutina estaba ensayada, aunque no en el pasamanos, pero la diferencia no sería mucha. Una vuelta de carro en la cima del juego que culminaría en un salto, en una de las zonas sin pasto pero con tierra. Manos sudorosas esperaban al chico con su uniforme escolar, su mochila y su cabello engomado, y sobre todo, fuera del alcance de la pantalla y de aquella Nadia. Nuevamente las miradas se cruzaron, pero esta vez en la de Octavio había azoro, angustia. Las manos de Getsemaní Elizabeth hicieron buen contacto con las trabes del pasamanos, pero una de sus piernas no.

...

La puerta del cuarto de hospital se abrió. El yeso en la pierna de Getsemaní Elizabeth tapaba buena parte de la visibilidad, pero no toda. Lo primero que asomó por la puerta fue una caja de chocolates, lo segundo, la cara de Octavio, con ojos apenados, amables y no llorosos.