Jenny llegó para estar 4 meses en la Ciudad de México, pero casi llevaba dos años y la permanente indecisión sobre volver a Syracuse o quedarse en esta ciudad que nunca pensó la asombraría, encantaría, conmovería como ninguna otra. La visión del extranjero, le decían algunos amigos mexicanos. Jenny tenía la comodidad de un ingreso proveniente de su país y sobre todo la de una belleza estándar, que para el estándar mexicano era mucha. No quería distinguirse, no se sentía incluso bonita, pero a fuerza de escucharlo en México, había cedido a la idea, sin intención de sacar provecho. Su cabello castaño con toques dorados era siempre llamativo a la atención, en cualquier plática, en cualquier microbús, con gente de cualquier lugar, tipo, cercanía de relación… o extracción. Ella veía a los mexicanos todos iguales, no por ese racismo generalizante, sino porque sus reacciones y su tipo de relación, las de todos, artistas, vendedores, amigos o artistas amigos, eran iguales: siempre midiéndose con ella y con su país, de forma amena, juguetona o recelosa. Esto era algo que ella ya había asumido.
Jenny llegó a vivir al edificio Basurto, en la Colonia Condesa. El hecho en principio no le fue relevante, pero conforme pasaron las semanas se fue dando cuenta de que era un lugar con personalidad única, y que incluso tenía una actitud de acogida y protección para con ella. Sus compañeras de piso cuando llegó eran americanas también: Maria y Helen, pero Helen tenía un año de haberse ido, y Maria tan solo estuvo ahí seis o siete meses, por lo que los gastos de renta y servicios se habían vuelto altos desde hacía un año. Jenny pudo conseguir un par de empleos free lance y siguió estudiando sin pesar alguno, pero el departamento jamás había tenido un solo inquilino en años, eso le dijo Raúl, el vecino del piso de abajo que un día se atrevió a hablarle para preguntarle si todo estaba bien en aquel piso, y para ponerse a sus órdenes. Raúl tenía dos perros afganos y era el vecino con quien más se topaba, pues los sacaba seguido a pasear. Nunca las pláticas fueron más allá del comentario de lo inmediato y ella no tuvo motivación suficiente para preguntarle a qué se dedicaba, no que de pronto no tuviera cierta curiosidad, pero no tenía interés a llegar mucho más allá de la conversación sobre el clima o el tráfico que azota a la Condesa por tantos restaurantes y bares, un tema del que cada uno de los vecinos hablaba con las mismas palabras a la menor provocación, o sin ella. En fin, el hecho de tener dos perros afganos y algo en la presencia de Raúl le pedía no arriesgar a preguntar o comentar nada más allá de lo público con él.
En este tiempo Jenny comenzó a tener una extraña sensación, pensaba que el edificio comenzaba a ejercer cierto poder en ella, un poder que excedía sus “atribuciones”, pues estando ahí, en él, sentía que nada le faltaba, su protección y acogida eran casi excesivas. De hecho, el contacto con amigos en su teléfono o en su computadora portátil se daban fuera de casa, esto por una aparente mala señal debida a la sólida construcción del edificio, pero ella, en la simbiosis de la magia que para bien o para mal este país y mucha de su gente admiten, percibía otra razón. Bastaba moverse al restaurante italiano de inmediatamente a la vuelta para que se topara con amigos y conocidos, de frente o por internet.
Una mañana Jenny hizo su acostumbrada caminata y su ritual cotidiano de ir por un café y llevárselo al puesto de tacos de Chema. Los tacos, de guisado, eran para Jenny mejor que cualquier curry, asado, estofado, guiso o pasta. Algo tenía la combinación del momento que lo prefería a ningún evento social: la hora, el olor, los tacos, los guisos, el local, la música… y Chema.
Chema, pues, era un hombre moreno, de humor seco, de cabello negro envaselinado, robusto, diestro con los instrumentos de cocina, sobraría decirlo, pero aquí lo que pasaba era que era demasiado diestro, o, más precisamente, sobrado. Su apariencia era pulcra, su vestir sobrio, neutro, casi siempre con camisa de manga corta o camiseta negras, un pantalón negro y zapatos también negros. 53 años. Serio pero cabrón y con sus momentos amistosos y alegres. Chema tenía una grabadora con casetera y por alguna razón, a esta hora siempre escuchaba a Glen Miller y música de esta época, pero sobre todo a Miller. Cuando se acababa la cinta (esto ya no lo sabía Jenny), quedaba un espacio de silencio de casi dos horas y, antes de mediodía, Chema se daba cuenta de que hacía falta un fondo musical a la atmósfera del lugar, entonces encendía el radio y servía los últimos tacos del día, los del almuerzo, esto para cerrar e iniciar por las tardes su otra labor, que era la de matón.
Definitivamente matar era lo que a Chema le representaba más ingresos, pero no era su pasión ni su gusto, ni los altos ingresos lo eran. Su gusto era cocinar. En ambas tareas sus herramientas eran prácticamente las mismas, o más bien, técnicamente, porque no las mezclaba, y el alarde en su uso al cortar la carne y distribuirla para hacer sus tacos era sólo para este fin, en su tarea vespertina era sobrio, económico, diestro y eficaz. La diferencia de estilos de trabajo era inconsciente, o lo había sido por años, luego se percató de ella y hasta le gustó el hecho. Sus trinches y cuchillos eran sus instrumentos artísticos de trabajo: la destreza una extensión visible de su masculinidad.
Algo sentía que transmitía en su uso cuando preparaba comida para la gente, y que era parte de su gusto por ir a su puesto, incluso una época tuvo un caset con óperas, grandes hits, Pucini, Mozart, Ravel, pero un día se atoró la cinta y le molestó sobremanera que la parte maltratada salía en el climax de Habanera, en Carmen, por cierto, el único movimiento que venía en el caset. Cinco años habían pasado de esto, el caset había sido un regalo y sus ocupaciones no le permitían ir al centro comercial a recuperarlo, y ni en el metro ni en los puestos había esperanza de que lo vendieran.
El segundo giro de Chema lo avergonzaba francamente, aunque había encontrado ese mecanismo mental para vivir con él sin hablarlo con nadie, ni siquiera pensarlo, logrando esa división perfecta de quienes llevan doble vida. Chema era divorciado, tenía tres hijos Bernabé, Samantha y Edgar, que pasaban por el puesto por dinero, primero a pie, luego en sus autos, luego casi nunca. Su esposa, Jackelyn (escrito así), estuvo de acuerdo en la separación cuando él se la propuso, pues la monotonía, y la secreta doble vida, eran más fuertes que cualquier impulso romántico o sexual. Para cuando hablaron, Jackelyn ya salía con alguien, pero la misma monotonía vivida con Chema la desmotivó siquiera a confesárselo.
Chema ya había tratado dos o tres veces de dejar el trabajo vespertino sin éxito, esto al querer hablar por la buena con El Grueso Jr., y sin éxito también al simplemente rechazar un encargo suyo. El Grueso Jr. era el hijo de Teodoncio Gaona, El Chango (su mote de chavos) y el Grueso (su mote de profesional). De hecho el Grueso Jr. era para Chema El changuito, incluso aún cuando recién heredó el puesto de jefe a la muerte de su padre. Como era lógico, el aprecio por Leoncio (su nombre de pila, elegido para que al menos se pareciera a Teodoncio, pero más italiano, según ellos más decente), cambió por sumisión rencorosa cuando éste le aseguró que él le debía trabajar con toda lealtad, de por vida y sin objeción, por agradecimiento a su padre, y porque ahora él era el mero chingón.
Jenny tenía mucho qué hacer entre la universidad, los trabajos free lance y la exigente vida social que cualquier estudiante internacional de intercambio tiene, pero algo tenía el momento de desayunar que hacía que valiera la pena el resto de su día. Después de varias semanas de ir a desayunar al puesto de Chema y aprovechando un momento –raro– en que quedó sola con él, comenzó a hablarle, con su acento americanizado-achilangado. –¿Cómo le hace? –¿Para qué? –contestó Chema sorprendido por escuchar a la güerita hablarle por primera vez de algo que no fuera la comida. –Para que le queden siempre tan ricos sus tacos.
–¡Aah, pues es el amor, güerita! Puritito amor al arte. –contestó Chema esmerado, pero pensando en que al fin y al cabo el tema era el mismo.
Jenny se había acostumbrado al uso de diminutivos en México, sobre todo en lo que rodeaba al tema de la comida, y sabía que este detalle era un toque de delicadeza de parte de los que preparan y venden de comer y quieren ser amables con sus clientes, queriendo hacer, de paso, la comida más apetitosa. A fuerza de ir y de sacar más plática de Chema –a diferencia de sus vecinos– Jenny sacaba plática de cualquier pretexto, hasta de los saleros, ella quería que esa distancia que dan los diminutivos al hablar fuera desapareciendo de Chema. Cuando se percató de este objetivo, Jenny se dio cuenta de que había algo más que le atraía de ese puesto callejero con música de Glenn Miller, aparte del sabor y la atmósfera.
Tres mujeres rodeaban al alcohólico Brian, dos de ellas, sus hijas Jenny y Ronna. Él juraba que las cuidaría de todo y de todos, pero en su juramento faltaba incluirse a él mismo. Victoria, su madre, había ocultado estoicamente la violencia psicológica de que era objeto día con día, noche con noche, sobre todo para sus hijas, a veces tapando las discusiones con música, subiéndole el volumen al disco que Brian tocaba casi cada noche, uno de Glenn Miller. Pero la violencia, la urgencia de prevalecer, de dominar incluso por encima de la razón de Brian crecieron más que el esfuerzo de discreción de Victoria, y cuando sus hijas tenían, 17 y 15 años, y la violencia se convirtió en agresión sexual. Victoria pidió apoyo a su hermano, quien las rescató amenazando de muerte a Brian.
Chema quería pedir a su clienta predilecta dejar de ir, o espaciar sus visitas, pues sabía que tantos tacos no eran buenos para su figura y su salud. Dos fuerzas evitaron que le pidiera eso, la primera, que quería seguirla viendo. La segunda, que arruinaría su negocio si a alguien le decía que ir ahí seguido era insalubre. Por ello, optó por buscar recetas más saludables.
-Hoy tengo pechuga con este queso que me recomendaron que se llama feta, Güerita.
Todo iba bien para Jenny en esta frase sin diminutivos hasta que legó la última palabra.
–¿Y eso es mexicano? Le preguntó.
-Pues si lo venden en México, ¡es mexicano! Respondió Chema, convenciéndose de que la obsesión de Jenny era el tipo de comida y no el gusto por verlo.
El placer en la cara de Jenny al comer convenció al complacido Chema de seguir explorando nuevas recetas, para cada día. Muchos de los clientes se extrañaron con el viraje repentino del negocio de Chema, y muchas veces justo lo que sobraba en la comida era la exploración propositiva del día. Jenny no se percataba de esto, pues su temprana visita le dejaba ver el menú completo y recién guisado. De hecho, con la intención de lograr más momentos sola con Chema y verlo trabajar, Jenny comenzó a llegar más temprano a verlo. Desayunar era un pretexto, un aderezo, en todo caso. Chema lo percibió y decidió expresarlo.
–Güerita, le preparé estas lentejas con epazote y plátano frito.
–Me llamo Jenny –contestó la rubia enredando un rulo con su índice, en esa parte aura, que toda la gente miraba, y que ahora Chema percibía que podía ser tocada por él pronto.- ¿A qué hora cocinas? –preguntó ahora, queriendo comenzar a abundar en la vida personal del cocinero.
-Por la noche –afirmó Chema convencido de decir la verdad.- Aunque estas lentejas son de las 6 30 de la mañana, más o menos.
-Le dedicas todo el día a esto. Le dijo Jenny con una gramática mejor que la de Chema, quien no se percató de su fina construcción.
-Todo el día, toda la vida. Se contestó Chema, estirando la verdad a su conveniencia.
-¿Y se podría que hicieras una excepción una tarde? –Jenny pensó su frase hasta después de decirla, el deseo se le adelantó a tal grado que se sintió excitada.
Una pausa, una mirada de Chema a los ojos de Jenny, su emoción le recordó su adolescencia, trató de no tardarse en responder para no incomodar a Jenny con un silencio más largo de lo debido, pero la emoción era… excitante.
-Claro que sí. Para ti sí. –Chema se dio cuenta de que ocultarse una doble vida era un engaño, que todo este tiempo no lo había logrado, simplemente no había sido necesario. Ahora hablaba con esta güera gringa bonita y su circunstancia le salía a flote y le pesaba y su deseo era más fuerte que la intención de seguir con su giro oculto. A sus 53 años, Chema había pensado que enamorarse era sentimiento pretérito e irrenovable, si acaso lo llegó a pensar. Ahora sabía por qué quería prepararle platillos especiales a su clienta frecuente de medidas no espectaculares, pero sí adorables. El momento y la vida tomaban un sentido. La cita quedó acordada para el viernes, el día siguiente, por la noche, en casa de Jenny. Chema le pidió a Jenny no ir por la mañana siguiente porque iba a hacer los preparativos para llevarle una cena especial. Jenny le dijo que ella se encargaba de la música, Chema le pidió sólo una cosa, ópera. Jenny lo miró primero con sorpresa, luego entendió que sí podía se de Chema pedir algo así.
-¿Algo en especial?
-Verdi, Mozart, Puccini, Bizet, lo que quieras. –contestó Chema acordándose del orden de los nombres como venían en el caset, pero sin intentar sorprender.
-¡Muy bien! –dijo sorprendida Jenny, pensando también en Moonlight Serenade y en Glenn Miller y en esa noche para la que se interponían sólo el resto de ese día con su noche y la luz del sol siguiente, y en cómo toda esa música, la ópera y el big band jazz tomarían un nuevo significado después de ella, justo cuando llegó un cliente nuevo a pedir dos tacos de bistec con arroz y huevo. Jenny incómoda escribió su dirección, su número de teléfono y esa parte mágica de una hoja con este tipo de datos: la hora. Chema, atento a su fino corte del bistek y a los movimientos de Jenny, se percató perfecto de cómo ponía el pedazo de papel en el plato, entre la servilleta doblada y sin usar. Cuando se lo entregó a Chema, Jenny se fue sin mirarlo dio las gracias y Chema puso el plato en un lugar aparte de los platos usados y puso la servilleta debajo de su canasta con cambio. Al arrancar a caminar, Jenny se percató de su grado de excitación, que acalló con la idea de lo que pasaría el viernes en la noche.
El día se fue para Chema como en ensueño, salvo los momentos en que pensaba cómo se iba a deshacer de El changuito, o, para hacérselo más fácil, de El Grueso Jr. Sabía perfecto que por las mañanas éste se iba al club a cuidar su “Mirreytud” y su “metrosexualidad”, sin importarle la noche de alcohol, mujeres y drogas que antecediera su temprana mañana, y sin importarle el antecedente de la muerte de su padre, de un ataque fulminante al corazón. Chema sabía que algo así le llegaría, y que era cuestión de esperar, uno, cinco o diez años, pero ahora tenía una urgencia y un plan emergente que cumplir, uno que había urdido ya bien desde hace tiempo, pero que nunca pensó que tendría que concretar.
Desde casa de El Polarys se dominaba la casa de El Grueso Jr. Ellos eran brothers desde la secundaria, y la bonanza del negocio les había llegado en paralelo, mejor dicho, juntos, pues eran socios, al grado de que compraron casa en la Narvarte. La lealtad obligada les había obligado a limar asperezas una y otra vez, pero Chema sabía que, si algo le pasaba a El Grueso Jr. El Polarys saldría beneficiado tarde o temprano, y el hecho de que un disparo saliera directo de su casa, como fácilmente lo deducirían los peritos, El Polarys sería absuelto por comprobarse su inocencia o por la vía fácil y rápida de una buena aportación económica que sirviera como rescate. La aportación en último y peor de los casos, sería hecha por Chema, quien tenía mucho dinero ocioso del que no quería saber, ni usar ni siquiera para caridad, y del que hasta podría disponer para compensar las molestias a El Polarys, a toro pasado, claro. La parte más clara y cercana era el gimnasio de la casa de El Grueso Jr., donde él se encontraba de las 7 a las 8 y media de la mañana, pasara lo que pasara, sábados, domingos y días festivos, a menos que éste no estuviera en la ciudad. La disciplina y el afán de mantenerse como él visualizaba a un líder le daban esa obligada presencia, que El Polarys le había confiado un día cualquiera en que Chema se había quedado con él después de una chamba que les llevó hasta la mañana. Ahí estaba El Grueso Jr. aquél día, visto desde uno de los baños de El Polarys: la borrosa pero inconfundible silueta de El Grueso Jr. cerca de su ventana, haciendo caminata a dos metros del vidrio opaco que suplia cortinas o persianas, su peinado cuidado hasta para hacer ejercicio, su actitud, su corpulencia respetada hasta por la banda de la caminadora.
Cuando El Polarys abrió la puerta ese viernes en que Chema llegó desvelado, fingiendo haber tenido noche larga de trabajo, no se acordó de aquél otro día, pues hacían de él tres años, incluso ni siquiera recordaba que Chema hubiera estado en su casa, lo que le causó sorpresa, que pasó a la extrañeza y la sospecha. Un café. Una plática rápida, un agradecimiento por dejarlo pasar una petición de ir al baño antes de irse. El Polarys sospechó de que Chema insistiera en pasar al baño de la planta alta y no al de las visitas. El Polarys pensó que debió catear a Chema antes de entrar a su casa, como era la norma, pero pensó que era poco táctil catear a un amigo de su socio y también que era obvio, si venía de una chamba, estaría armado. Esto era una parte del plan de Chema que salió bien, incluso había pensado ofrecer su propio cateo, generando exceso de confianza en El Polarys, pero el saludo fue tan cercano cuando se vieron que no hizo falta.
La escuadra con silenciador estuvo lista en un tiempo razonable, a pesar del temblor en las manos experimentadas con cuchillos y espadas, todo debía estar listo en un lapso equivalente al de una vergonzosa defecación (que debía ocurrir como cohartada momentánea). La silueta de El Grueso Jr. estaba donde en su plan de 3 años Chema había visualizado, su timing había sido perfecto. La mano temblorosa estaba lista para ejecutar el disparo vengador de mucha gente sometida, de la que él era ahora el más importante. Un disparo sordo se dejó escuchar, pero no fue de Chema, fue un segundo antes de su decisión de disparar, y contra él.
Por la noche Jennie vestía jeans y alpargatas, una blusa de escote que dejaba ver una parte de su pecho que nunca hubiera dejado ver por las mañanas. Era un escote discreto, aún así, pero era una afirmación suficiente para Chema, una afirmación que acompañaba a todo lo que había quedado claro. Recordaba su expresión cuando dijo “¿Y se podría que hicieras una excepción una tarde?”. Esa expresión de obvio deseo de la que no se arrepentía pero que le hacía dudar ante la tardanza de Chema. La premura del tiempo le había obligado a encontrar en el MixUp del centro comercial a tres cuadras de su departamento un CD con éxitos operísticos que tenía justo a los compositores que Chema había enunciado, casi estaba segura que estaban en la portada en el mismo orden. La tarta de queso y zarzamora descansaba en la mesa, sobria pero encantadora, con luz a la mitad. Su timing le había propuesto que Glenn Miller comenzara a escucharse a las 11 de la noche. Su estéreo ya había tocado String of Pearls y Tuxedo Junction. Iniciaba su favorita, Moonlight Serenade. Jenny resignada asomó hacia el parque México con una luna total, entristecedora, que humillante iluminaba su noche solitaria. En el piso de abajo, Raúl alcanzaba a escuchar la música. Era justo la noche en que pensaba subir a tocar la puerta de Jenny con cualquier tonto pretexto inmediato. La música lo confundió, le quitó la decisión de subir, pero no el deseo.
Desde la calle se veía, en el edificio Basurto, el 8º piso con la luz encendida... y se oía apenas Monlight Serenade, como si fuera un pequeño radio.
domingo, 16 de septiembre de 2012
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