No era un taxi lujoso,
todo lo contrario, pero olía bien. Olía al taxista. Pero no me di cuenta en el
momento, porque eso no era lo importante. Le hice la parada al mismo tiempo que
otra chica. La sincronía del levantamiento de los índices fue olímpica. Yo lo
vi porque de las dos yo era la que estaba atrás, pero el taxista me eligió a
mí. La chica volteó para atrás impaciente, sorprendida, quizá, como no me vio
hacer la parada se convenció de que yo alcé el brazo primero para quedarse
tranquila. Lo cierto era que yo había llegado antes y ella se paró delante de
mí. En México lo de los turnos es cosa aleatoria, y lo de las filas no existe,
pero eso tampoco es importante. “Las cosas son como tienen que ser”, me dijo el
taxista cuando comentamos sobre la otra chica después de que le di la dirección
a la que iba, de acomodar mi paraguas húmedo en el piso y de secarme las manos
y el pelo como pude y sin mojar la pulcra vestidura. Yo le hice un gesto a la
chica de que si quería ella se fuera, pero ya no me vio en su molestia. Mi
recorrido era largo. Como de la zona uno a la cuatro en Londres. El auto,
recuerdo a la perfección, era compacto, pero su marcha era suave y silenciosa,
como si fuera un auto grande, como esos americanos en los que no se siente el
camino. Pero lo importante era la música. Puedo decir la lista de canciones que
nos acompañaron en esa distancia entre el zócalo y la Cineteca Nacional, en Río
Churubusco. “En Jazz FM, esto fue Tony Williams, su batería, su orquesta y esto
que se llamó “Fred” decía la voz grave de un conductor que me sorprendía
por su voz, por la canción que habían tocado y porque ese taxista tenía puesta
esa música. Mi mirada por su espejo retrovisor fue percibida y respondida con
prudencia, casi pudor. Sus cejas pobladas contrastaban con la amplia y
apiñonada frente que anunciaba una reciente entrada en los cuarenta. Sus
arrugas no eran de manejar al sol, eran de algo más. La línea de su pelo
estaba, como decimos en inglés, “receding”. Su mirada era la de alguien
estudioso de las personas. Quizá su trabajo era algo incidental, o quizá era un
taxista feliz que escuchaba jazz y que no tenía interés en conversar, sino en
sólo mirar a sus pasajeros por pocos segundos y estudiarlos mientras seguía
conduciendo. La suave marcha ahora podía explicarse por su delicado manejo. Su
auto era un Tsuru, pero parecía que flotábamos, ahora con Abercrombie, Johnson
y Erskine tocando un jazz directo que musicalizaba el viaje sobre Calzada de
Tlalpan. Mi disfrute comenzó a llevarme al temor y a la incomodidad. Hubiera
preferido que la otra chica me hubiera ganado el auto. Miraba a la calle para
distraerme. Las churrias de agua me interrumpían la intención y me traían de
regreso a mi realidad auditiva. El momento se estaba convirtiendo en algo incontrolable:
Yo no puedo oír el saxofón. Sólo pensar en su forma me eleva y su sonido me
lleva hasta un punto climático que no puedo disimular. Esto me había traído
cierta fama en mi país y en parte por ello me había ido de ahí. No podía hablar
con el taxista y pedirle que le cambiara a esa música, pues no habíamos
establecido una relación de diálogo entre pasajero y chofer, y hablar sólo para
pedir que cambiara la estación sería de una rudeza única e inolvidable. . “Jazz FM presenta a Gato Barbieri, su saxofón, su
cuarteto, y el tema de "El último tango en París"”. “Las cosas son como tienen que ser”, recordé su única frase en aquel recorrido ahora inolvidable para los dos, antes de que nos amáramos por primera vez y para siempre, en una calle de Coyoacán, con los vidrios del taxi empañados por fuera y por dentro.
martes, 1 de noviembre de 2016
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