Pedro trabaja en la mina de Santiago, en
Zacatecas. Día a día, hasta que pueda trabajar. Hasta que sus pulmones o sus
ojos digan ya, como a su padre, como a su abuelo, como a sus choznos les pasó.
Tres hijos le mandó Dios a Pedro, tres futuros mineros. Tres hijos, varones,
para fortuna. Lo que fortuna quiera decir. Fortuna-no-opulencia: fortuna poder
trabajar en la mina, para fortuna de sus dueños, hasta que tus pulmones y tus
ojos digan. Juana es la esposa de Pedro. Por cierto. Juana de su casa, que
muchos años hicieron burla de su nombre. Ella llegó a despreciarlo, su nombre, hasta
que se enteró de que le gustaba. Por cierto. Y fue hace poco, cerca del tiempo
que Pedro comenzó a toser sangre, sobre el mismo paliacate que le sirve como
filtro de impurezas y que nada filtra. Ni siquiera pensamientos. La locura de
la mina. Oscuridad de sonidos. Nada más que la luz y los martilleos. Nada más por 8 horas. 48 años de
Pedro, 32 años de trabajo, porque no puede jubilarse, porque no hay júbilo en su
retiro. Porque su vida ha pasado en la profundidad obscura. Porque el único día
que no hubo oscuridad en su mina, su
mina, fue cuando llegaron los de la televisión, que hacían un reportaje y el
único día que no hubo oscuridad él se soltó a llorar cuando le preguntaron cómo
era su vida ahí abajo. Su reportaje nunca salió. Seguro porque se echó a
llorar. Él mismo lo echó a perder. Por no tener un testimonio feliz, una
historia grata y colorida que contar, qué bueno que no salió, la historia que
entre llantos le salió, qué diría su patrón, seguro ya no tendría trabajo, ni
él ni su progenie. ¿Qué harían en ese caso? Juana sólo fue enterada de las
partes gratas de la vivencia. Unos de la tele fueron. Cuándo sales en la tele.
Me dijeron que la semana próxima. En qué canal. A qué hora. No sé. No les
pregunté. Y cómo te vamos a ver. Cómo se iba a ver a sí mismo, si ya veía poco
más que menos. ¿Cómo lo iban a ver? Si salió llorando desde el primer instante.
¿Cómo lo iban a ver sus hijos llorar? ¿A qué iba a ese trabajo? A ser poco
hombre. A ser todo lo contrario de lo que inculcaba a sus hijos diario, cuando
se iba, cuando regresaba, cuando estaba, cuando ellos veían la tele. Hombre.
Muy hombre. ¿Cuándo se había visto? Menos por la tele. No dejes al chillón. Día
perdido. Hay buenas imágenes de la mina. Mete a otro minero, otra historia,
otra con más color. Había sido el día más iluminado, cómo era posible que lo
hubiera echado a perder así. Sus hijos en la sala, de dos sillones, pero sala.
Emocionados. Listos para comenzar a ser como su papá, al menos el mayor, pero
pronto los otros dos. Su papá entrevistado para la tele. Haciendo lo que
siempre hace. Su papá ése tan muy hombre. Tan muy ejemplo. Que ocultaba el paño
salpicado de rojo, disimulado por el rojo de su tela. Volteado por si acaso
Juana, que se sorprendía por el rojo que esos pañuelos (filtros que nada
filtran) despedían en cada lavada. Cuanta pintura de esos paliacates rojos que
Pedro insistía en no cambiar de color. Rojo que se iba por el lavadero como la
vida se le iba a su esposo en aquella mina. Después de la semana expectante, de
hijos listos para su mina cambiando
canales con el control Hitachi de la tele Hitachi una y otra vez, buscando a su
papá en la tele, ésa donde habían visto a tantas estrellas y ahora estaban
listos para ver a su más grande estrella. Hasta los vecinos lo sabían, y
también cambiaban sus canales o se mantenían atentos a los posibles gritos de
los pedros. Dos rayas debajo de lo normal aquel volumen de sus aparatos. Nada. Una
semana. Dos semanas. El programa salió, por un canal sin cobertura en la zona
de la mina de Santiago, en Zacatecas. Salió el reportaje, editado. Documental,
de la mina y las bondades para el pueblo aquél. Testimonios gratos, agradecidos,
coloridos. Como debían ser. Todos contentos. Menos los pedros que nunca vieron
a su padre en la tele. Menos los del pueblo, apenas beneficiado con lo mínimo
para vivir. Menos Pedro, que regresaba cada día de su mina a ser hombre, muy
hombre, para sus hijos y Juana, a quien ya le gustaba su nombre.
miércoles, 16 de diciembre de 2015
jueves, 8 de enero de 2015
El sol no tiene prisa, por Fabiana Bucio
Un claro en el bosque puede no
anunciar nada, o puede vaticinar lo que viene, porque aquí habrá un árbol que
ahora no hay, y ocurrirán cosas que pudieron vivirse hace cientos de años. Y no
es que se trate de algo muy importante. Es lo que ocurre siempre, pocas veces.
Y de esas pocas, menos son nombradas. Pero ahí están. Como este árbol que aún
no existe.
Un pez gris, plateado, nada en agua no
preparada para él. La pecera no es pecera, es un recipiente amarillo opaco del
que el pez, que es un salmón, quiere salir. En realidad no quisiera dejar el
agua, pero el recipiente le provoca claustrofobia a ese pez que no quiere estar
dentro ni fuera, por eso se lanza al exterior, a esa atmósfera sólida para sus
branquias, y cae al piso. La caída es apenas percibida: hay dolor, pero el
sometimiento a la sólida atmósfera lo supera.
El salmón encontró que no
había muerto en esa atmósfera que le rechazaba la respiración. Corrió huyendo,
y encontró que podía correr, respiró y descubrió que se le daba respirar por la
boca, y hablar. Pero no quiso hablar. El pez miró y descubrió sus pies, y
también lloró, y vio que el mar podía salir por sus ojos, pero se guardó su
llanto para cuando volviera al mar.
Y fue que un árbol nació,
sin que lo viera nacer nadie. Un conejo hembra, una coneja, miró la primera
infancia de ese árbol como espejo de la suya, y pastó en todos lados menos en
su derredor. Quería que ese terreno viviera intacto, pero el terreno se volvió
bello, un paraíso para los demás seres del bosque. ¿Un conejo y un pez?
En el bosque-paraíso, un
árbol-niño que algún día daría pepinos amarillos vive proclive del
abuso-descuido que lo podría hacer sucumbir. Una tormenta, inoportuna como
todas las tormentas, lanzó un rayo junto al árbol, casi acertando en la coneja
despavorida, que salió hacia donde fuera, viva, lejos de él.
La tormenta continuaba
cuando la coneja era transportada en una red a un pickup rojo. Después de
varios minutos, el aguacero cedió porque la nube terminó. Demasiado tarde.
Demasiado lejos. La coneja, que no conocía nada del mundo, veía la carretera y
daba miradas al conductor, un hombre amable, desconocido. La coneja temblaba de
frío, de miedo. La habían sacado de su bosque por primera vez. Quería regresar
a su árbol y a su prado. El hombre le hablaba palabras gratas que ella no
entendía. Conocía el idioma, era también suyo, pero no hilaba el sentido de las
palabras al oírlas, y entonces era como un idioma otro cualquiera. El hombre
llevaba la radio encendida con canciones que ella no podrá olvidar. Una bocina
rota hacía a la música distorsionar en los bajos, pero al hombre no parecía
molestarle. El hombre lloraba conteniéndose, mientras le hablaba, luego reía y
se secaba las lágrimas. La coneja entonces se dio cuenta de algo: estaba
sentada parecido al hombre, ¿cómo podía hacer esto si era una coneja? Sus patas
colgaban y estaba sentada sobre su trasero, y el hombre ya no le parecía tan
grande, porque era ella quien estaba más grande. Entonces, algo la estremeció.
Algo sintió en esas patas que ahora colgaban del asiento y que no quería ver.
El hombre seguía hablando, riendo o sollozando, y a veces haciendo todo esto a
la vez. Se armó de valor para asomar la coneja, y se dio cuenta de que sus
patas traseras ya no eran más patas. Eran unos pies como los del hombre, mucho
más pequeños, con zapatos, y que colgaban del asiento. Los zapatos eran negros,
tenían hebilla, correa y dos espacios que dejaban ver unas calcetas blancas.
Quizá era la pesadilla de todo lo que estaba ocurriendo. Quizá todo era una
pesadilla lista para ser borrada con algún movimiento brusco. No le preocupaba
el hombre, que estaba atento a su propia historia y a su camino. Entonces
levantó un pie la coneja, lo acercó a su pata delantera y tocó con ella. La
sensación tanto para la pata-mano, como para el pie fue igual de sobrenatural.
Aún con el calcetín sintió el pelaje de la mano, era como si tuviera la carne
viva y como si la tela y el pelo tallaran sobre ella. La pata sintió una piel
insoportablemente tersa que la hizo querer vomitar, gritar. ¿Qué este hombre no
se daba cuenta de todo lo que pasaba a su lado? ¿A dónde la llevaba? ¿Qué era
esto? El hombre dio unas palmadas en su cabeza. La coneja trató de dormir. O de
despertar. El pickup Dodge rojo siguió su viaje por la carretera seguramente a
un bosque desconocido.
El salmón era acechado por
un gato y un halcón, esto es, por tierra y cielo. El gato lo había seguido
hasta una madriguera, los pasos torpes del salmón habían sido aprendidos por
mera defensa. Pero algo había en esos pasos dudosos, largos y lentos que le
ayudaban al salmón, contra todo presagio fatal. El salmón no iba a ser
alcanzado por el gato. Pero desde el cielo el halcón miraba al irrepetible
animal que no era un roedor ni un reptil y con fascinación buscaba hacerse de él,
y conocer su sabor, exótico, seguro, para luego seguir su vuelo. Pero al tratar
de acercarse algo impedía que el halcón llegara a más de unos metros del
pez-humano. El ave quería hablar con el gato y preguntar qué era eso y qué
impedía a los dos terminar con él de una vez. Y el pez, que era un salmón, al
menos de la cintura hacia arriba, encontró una charca, y se metió en ella, y la
charca lo llevó a una madriguera, dejando a los depredadores merodeando
frustrados el inesperado lugar.
La coneja añoraba su
esencia, su césped, junto a su árbol. Si bien el hombre era amable y hasta
llegaron a quererse, ella tenía que volver a ese lugar que era su origen. Para
ello salía constantemente de su casa humana. Cada vez más lejos y más seguido.
El hombre lo entendía, lo permitía. La coneja sabía que su conversión de ser
coneja era irreversible y no era para ella un pesar. Lo único que no quería era
convertirse en humana totalmente, al menos por aquel presente. Cada mañana
revisaba sus orejas con las manos que un día se le volvieron. En sus salidas
era inevitable encontrarse con humanos que la veían mal, se aterrorizaban, se
burlaban, hacían bromas a sus costillas y la molestaban. La coneja sólo los
miraba sin ser afectada. Confiaba en que el señor que la cuidaba siempre era
valiente y podría ayudarla si llegaba a peligrar. De otro modo, poco le
importaban las ofensas y, en cierta medida, la alagaban. Un día, la coneja se
dio cuenta de algo: quizá sus salidas alejándose cada vez más de casa eran
infructuosas porque estaba errando el camino, o la forma de recorrerlo. Y era
que, recordando la larga distancia que había andado en el pick-up para
alejarse, quería caminarla de forma idéntica pero inversa, y pensó “¿Qué tal si
no es por la corteza mi camino? ¿Por qué no retornar a mi esencia y cavar un
recorrido que por lo profundo me lleve a lo mismo?” La coneja emprendió así un
nuevo andar en una dirección sin preparación, sabiendo que cualquiera la
llevaría a su destino. Andaría lo necesario hasta saber por el instinto donde iniciar
su excavación. Iba tan bien su plan y su recorrido, que su olfato recordó
olores vividos, su oído olvidados sonidos y, más allá de lo percibido, sus
manos volvieron a ser patas de lepórido.
La madriguera al fondo de
la charca donde el salmón se ocultó era sólo un lugar de tránsito, eso lo sabía
porque identificaba la naturaleza del ave y del felino. También sabía que era
hacia abajo y no hacia el frente que tenía que seguir. Comenzó a cavar, para lo
que utilizó sus manos, y se dio cuenta de que tenía manos. La sensación de la
tierra húmeda, suave, le provocó calosfríos en las yemas de sus nuevos dedos.
Esa sensación y la angustia de saber quienes venían a sus espaldas. Cavó entre
tierra cada vez más húmeda, negra y caliente, pero también más suave,
placenteramente suave. Llegó un punto en que sólo tenía que abrirse paso entre
ese lodo que casi podía respirarse de tan blando y tibio. La consistencia
agradable de la tierra le decía que lo estaba haciendo como debía. Llegó un
punto en que su cabeza de pez era lo único que necesitaba para abrirse el paso,
a ojos cerrados, porque no necesitaba un mapa ni un camino, ni había un solo
obstáculo en ese andar, ese descenso casi imperceptible para el que el suave
lodo negro lo refrenaba para su beneficio. Cuando el lodo se fue desvaneciendo
el salmón abrió los ojos para darse cuenta de que se encontraba en una zona de
atmósfera única, que nunca imaginó existiera en este mundo, porque no era de
este mundo. No era el mar, ni la pecera de plástico opaco, ni el aire que el
halcón persecutor respiraba, ni la tierra por la que él y aquél gato hambriento
habían andado, él con su paso torpe y despavorido, el gato con sus zancadas
ágiles pero improductivas. Una laguna estigia, brillante, tanto que ilumina la
oscura bóveda del sitio. Con su abundante agua, tierra, lodo, su propio cielo y
sus propios seres. Una marmota similar a un hurón, o viceversa, se acercó al
salmón. Lo miró sabiendo que podía atacar, o llamar a sus parecidos si la
amenaza era más imponente. Pero no tenía parecidos. Se acercó más, porque su
voz no era muy potente y no quería que así se notara. Su oído era muy fino, y
no necesitaría acercarse al intruso por su agudo sentido, pero sí por su débil
voz.
–¿Puedo saber, si es que
hablar es de tu hacer? –Preguntó para no tener que presentarse, la marmota, con
voz, al menos voz, de hembra.
–Vengo de arriba. Hice un
túnel, y entré a este lugar. Espero no ser inoportuno, no soy una amenaza,
porque ni siquiera me alimento de lo que aquí vive. Espero mi estancia sea sólo
un tránsito breve para el que te pido autorización y piedad, pues fue la huída
lo que me trajo aquí por accidente.- La marmota no creyó, pues para ella no
había más arriba que su negro cielo que formaba una baja y no demasiado amplia
bóveda. La tierra era clara, tan clara que de ella comenzó a verse cómo
brotaban de ella otros seres: un zorro-castor, un topo-ardilla, una
rata-lombriz, una musaraña-lagarto, una garduña-tejón, una
Chinchilla-escarabajo, una tortuga-pastel y cuanta combinación y forma pueda
ser imaginada, porque esta breve lista fue sólo un ejercicio del salmón, que en
otro minuto pudo hacer combinaciones distintas, según la dirección de su mirada
y según los animales que hubieran brotado de la tierra. Sólo pocas cosas en
común tenían todas estas especies: voz queda, buen oído, vista monocromática
(el salmón era plateado, por lo que no requería de la policromía), pero nada de
eso el salmón entendía, porque no se hablaba de color, y el salmón no se quería
adentrar en más que una indispensable comunicación con marmota–hurón. Al ver a
todos los habitantes desmimetizarse de la tierra blanca, el salmón mantuvo la
calma y la postura, en son de saludo miró a todos los que pudo pacíficamente
–de ahí el rápido inventario de especies combinadas–, y regresó su vista a su
interlocutor, de quien rogó porque fuera representante digno, y agradeció que
no lo fuera la rata-lombriz.
–Inoportuno sí, extraño
ser. Y es lo único que en ti podemos ver. De lo que no, no podemos saber.
Difícil es, que tu hambre te haga decir si mentiste o si no tenías opción.
Nosotros esperamos contigo que tu estancia sea breve. Y por la huída, nuestra
comprensión. Pero también nuestra preocupación. Ninguna huida llega sin razón.
Es tu versión. La desconfianza nuestra opción. –Todos los organismos miraban al
salmón como si fueran una sola voz.
–No se preocupen. Trataré
de encontrar una solución a mi problema y regresar por donde vine cuando sepa
que no hay más peligro. –Dijo el salmón de edad indescifrable hasta para él
mismo, y de sentido del tiempo tan lóbrego como el sitio en el que se
encontraba. Si dejaba justo que su hambre marcara el tiempo de su estancia
podría tener un punto de referencia, el asunto era que ese maná negro de su
entrada le había dado de comer y de beber al salmón en su trayecto, que por
cierto, tampoco tenía mucho sentido de lo que era su alimento. Su tono más que
sus palabras pareció calmar a los habitantes de la tierra alrededor de la
laguna estigia, lo que comprobó cuando tuvieron a bien regresar a su mimetismo
con la cal ceniza.
El calor del lugar era
insoportable; la laguna espesa y humeante era plateada. Cuando se dio cuenta,
parecía por su tono argento que esas aguas lo habían escupido hacia la
superficie, eso explicaba la desconfianza de los lugareños, si a eso se le
podía llamar lugar. El salmón de cuerpo humano comenzó a andar, su andar tenía
que ser precavido. No podía apresurarse, para mostrar que no tenía un rumbo. No
podía dudar, para no demostrar su temor. La marmota giró en la dirección que él
andaba, la pudo ver con su vista de pez, que abarcaba más que la de un ser
humano y era, en cierta forma, una ventaja; lo miró alejarse y desapareció para
reaparecer en un sitio lejano, apenas visible frente a él. Con esto le decía
que lo esperaba, que lo vigilaba y que podía hacer lo que fuera para dar por
terminada su molestia.
La coneja llegó a donde la
laguna estigia por un túnel de tierra que más tarde se volvió lodo y después
una volátil materia, agradable para los sentidos, aún siendo su tacto formado
por uñas y pelaje. Entró en ese lugar desconocido que era de tránsito para su
destino, pero que ofrecía una atmósfera bella. Frente a ella, en un segundo, y
sin advertir de donde provenían, se aposentaron varios seres, seguro únicos en
su genealogía, y sin ascendencia ni descendencia definidas, que le ofrecían
diversión tan sólo a la vista. Quizá los simpáticos seres se defenderían, o
quizá sólo convivirían. Lo que ella quería era que le permitieran el paso para
continuar a su destino.
–¿Y tú también vendrás de
huir a aquí? –Dijo a modo de saludo la marmota-hurón a la coneja, quien no
podría negar que se desconcertó por la pregunta y la familiaridad.
–Hola, no. Yo no huyo. Yo
sólo paso por aquí.
–¿Y cuál será tu meta si
podré saber?
–Voy a un paraje que es un
claro de bosque con un árbol joven.
–Difícil es saber sobre
algo así.
–Lo sé. Por eso me ha
guiado el instinto, y a él lo debo seguir. Aseguro que este sitio es de lejos
mi destino. –La coneja jugó a versificar igual que la marmota, aunque por falta
de práctica su verso no ajustaba al decasílabo yámbico. Esperaba que no lo tomara
como burla, sino como una gana por simpatizar, por mimetizarse sólo un poco en
ese mundo donde todos se mimetizaban con la tierra y todos eran diferentes
entre sí.– Si para ustedes no está mal,
seguiré con el afán de no molestar y de lograr que se hayan olvidado de mí
mañana cuando dé esta hora.
–Que es hora ni mañana no
lo sé. Entiendo que quedarte no es tu fin. Con eso es suficiente extraño ser.
–Otra pregunta sólo quiero
hacer. Y como despedida puede ser. ¿A quién te referiste con “también”, en “tú
también vendrás de huir a aquí”?– La mímesis llegaba para la coneja al fin.
–No es nada importante pero
sí: un ser mezcla de pez y no sé qué, muy poco agraciado he de decir, con miedo
que nos da seguridad, que sólo brevemente estará acá. Al verlo andar o acaso
nadar, no habrá nada que te haga recordar–
La marmota dijo estas últimas palabras con una reverencia final, a modo
de despedida para la eternidad. La coneja pensó en esa descripción, y la guardó
para no sorprenderse en caso de encontrarse con aquel ser.
El salmón plateado caminaba
sin huir, pero también sin rumbo definido, nada que pudiera levantar sospechas
y provocarle ser expulsado de aquel sitio. A su paso brotaban de la tierra
animales de todo tipo, sería ocioso definirlos, más fácil describirlos como él
los veía: hostiles y defensivos. Justo a la mitad de aquel sitio, de cielo
oscuro, terreno blanco y plateados lago y rías, había un terreno único, una
pequeña planicie con un joven árbol que los habitantes negaban, o no habían
visto. El pez llegó a una distancia de la que se veía ese lugar para el que
parecía que las aguas plateadas encontraban la razón de su fluir, si es que
fluían, y lo iluminaban con su reflejo como si estuvieran inclinadas hacia él.
El lugar le atrajo sin modo de resistir. Quería sumergirse para llegar al claro
más claro de toda esa zona estigial. Miró bien y se dio cuenta que algo había
junto al árbol. Un objeto, un instrumento, un acordeón cilíndrico, con pocos
botones, de hecho sólo tres, un acordeón verde y morado, que descansaba como si
alguien lo hubiera dejado ahí abandonado, de forma intempestiva y sorpresiva.
La mirada del salmón no se pudo despegar del aparato, y más le fue urgente
encontrar cómo cruzar la espesa, densa y caliente agua, si agua se le podía
llamar. Y con su mirada y ese instrumento salieron más seres como si estuvieran
hechos de esa tierra. Celosos, expectantes, no se sabía si amenazantes. Y el
pez se arrojó hacia ese plateado líquido, arriesgando su destierro (si tierra
se le podía llamar a ese lugar), o cuando más, su propia vida si es que ese
líquido era algo sagrado que él estuviera traspasando con su plateado cuerpo,
porque al entrar al agua el salmón recuperó lo que antes era. Nadó, sin ver,
sin saber, sólo dirigiéndose a donde estaba ese remanso de luz, paz,
aislamiento y creación. Al topar con la isleta mínima aquella, imaginó salir y
ver su última visión antes de pagar por su traspaso, pero no fue así. Logró
trepar, cambiar de forma y llegar a ese acordeón, lo tomó, era más pequeño de
lo que de lejos de veía, y lo tocó, y descubrió que podía tocar notas
armoniosas sin que formaran una pieza u obra definida. Era una consecución de
notas, siempre la siguiente conjugándose afortunadamente con la anterior, y
siempre de forma inesperada. Los animales, si animales se les podía llamar, se
conmovieron al oír el aparato, tal vez por las notas que el salmón producía, o
tal vez sólo por volverlo a oír, si es que ya lo habían oído sonar alguna vez.
La laguna, la tierra y toda su bóveda se llenaron con esas notas de música
abstracta, colorida y conmocionante. Los seres brotaron uno a uno de su tierra
caliza y blanca, todos en un breve espacio de tiempo, y excitados comenzaron a
cantar, y acompañaban la música y la adornaban, y se anticipaban o se atrasaban
convirtiendo a la pieza, si así se le podía llamar, en una fuga tan
delirante como bella, tan improvisada
como conocida, tan saturante como colorida. La coneja, que ya buscaba una
salida del lugar, oyó el concierto, y buscó explicarse cuál de los insólitos seres
de aquel lugar podría producir una música así, y se acercó siguiendo el rastro
de las notas orquestales delirantes pero armónicas, y lo hizo con trabajos
porque todo el sitio estaba lleno de ellas. Caminó con pies humanos, cuerpo
humano y llegó a ver lo que tanto había buscado: su árbol y su paraje, dentro
de ese lugar de locura. Era ahí, no cabía duda, pero seguro por una ilusión, o
una trampa, porque de ninguna forma su terreno pertenecía a esa zona entre la
vida y la nada. A la contrariedad de ver a su árbol y su pasto se sumó la
impresión de ver a un pez, un salmón, sin color de salmón, con cuerpo humano
accionar aquellas notas. “¿Será esto una broma cruel? ¿Algo tengo yo que hacer?
¿Es para matarme y devorarme mostrarme a este ser? La coneja se descubrió
versificando y pensó que eso con suerte se le quitaría después.
La música y los cantos
traspasaron sus paredes de lodo suave, espeso y duro, hasta llegar a donde
estaban el gato y el halcón, que atraídos por el desconocido ruido le siguieron
la proveniencia y descubrieron el túnel.
El salmón tocaba en trance,
podía seguir así por mucho o por siempre, hasta que vio a la coneja, y entonces
paró ante la decepción de los seres habitantes del lugar, quienes quedaron
inmóviles pero atentos, pues algo único se sentía aproximarse. La coneja y el
salmón sintieron lo que era verse, toda sospecha en ella se disipó y dio su
lugar a una esperanza antes no vivida que le hizo ver que ese terreno
finalmente era sólo eso, el escenario de algo que tenía que pasar. La emoción y
el pensamiento entreverados se disiparon cuando la coneja vio llegar a un
halcón que de inmediato revoloteó el paraje en círculos proyectando una sombra
gris en el pasto blanco, el agua blanca y la arena blanca, y en el plateado
salmón, que enseguida pasó al pavor. Casi al mismo tiempo llegó un gato a pocos
metros de la coneja. El gato no notó su presencia, a pesar de que el salmón la
había mirado hasta hacía un segundo. Su avidez por atacar al pez era demasiada
como para mirar lo que estuviera alrededor. Los animales del lugar no se
atrevieron a salir de su mímesis al notar la prestancia de esos dos para acabar
con lo que se interpusiera entre ellos y el salmón. La coneja se ocultó si
perder de vista al pez. Tanto el gato como el halcón se lanzaron a atacar,
decididos a aprovechar esta nueva oportunidad cuya tardía llegada los tenía más
hambrientos, pues se acumulaba con las tardanzas anteriores. De forma
intempestiva y sorpresiva como seguro el acordeón fue abandonado con
anterioridad, el pez entró hecho pez a aquel líquido semisólido de su mismo
color, como ella se había vuelto conejo al entrar por la tierra. El halcón
sumergió la mitad de su cuerpo en esa agua ardiente y metálica. Algo sintió que
sus uñas arañaron, su esfuerzo lo hizo soltar el mayor grito que ni si quiera
imaginaba soltar. El gato se lanzó lo más horizontal posible para apoyarse del
propio líquido andando sobre él sin sumergirse y poder llegar al salmón, pero
éste se hundió casi nada antes de alcanzar al salmón y apenas logró, nadando,
llegar a la isleta. Ambos animales lograron con trabajos quedar en aquella
superficie, desesperados, confundidos y frustrados. Al sentirse expuestos, los
seres del submundo se replegaron y con ello, se mimetizaron, como era su hábito
de habitantes de aquel sitio.
La coneja esperó un rato a
ver si de la plateada y espesa agua el pez, que era un salmón, brotaba. Pero
ello no ocurrió. A momentos los animales intentaban resurgir de la tierra, pero
volvían al camuflaje. Sólo el halcón y el gato se mantenían ahí, a la espera,
al acecho. La atención de todo individuo estaba en su centro. Horas pasaron
para todos, aunque los lugareños no conocían las horas. No se podía distinguir
lo que ahí se comía, pues fuera del árbol no había plantas ni aves, ni animales
pequeños. (El secreto era que los animales se alimentaban de su propia tierra,
sin placer, sin hambre, por eso su apatía y también su recelo para defenderla.)
La coneja sintió un impulso por ir hacia su prado que no era su prado y comer
de ese pasto. Sólo tenía el impulso, pues si se movía quedaría a expensas de
los dos depredadores que convirtieron su acecho en pendiente espera. Horas
difíciles de hambre, sed e inmovilidad siguieron. Sin distraer su atención el
gato limpió sus patas y su panza de esa agua que parecía pintura. El halcón
hizo lo mismo con sus plumas. Si el pez volvía a emerger se ensuciarían otra
vez, pero era su deber de especies limpiarse. La coneja estaba cansada de su
estancia ahí, tensa, oculta. La espera de todos se convirtió en desespera. El
hambre no dejaba ya ni pensar, aun cuando ella había comido de ese maná espeso
que la había recibido en su pasaje hacia esta tierra. De pronto y sin ningún
aviso, el gato y el halcón comenzaron a acecharse entre sí, cada uno ensayando
un ataque, el halcón aprovechando sus alas para elevarse y descender atacando,
y el gato haciéndolo ver lento con sus garras afuera, listas para traspasar la
piel del ave; el ave esperando una torpeza del gato para prenderlo del lomo, y
eso fue lo que ocurrió. El halcón era apenas mayor en tamaño que el gato, pero
eso no era impedimento para darse un festín de él. Después de varios revoloteos
y embates, el halcón hizo marear y tropezar al gato, lo alzó de la piel del
lomo como alta era la bóveda mientras éste luchaba pataleando, torciéndose en
el aire, y luego lo soltó. Todos los animales brotaron de la tierra ante la
impresión de ver los hechos, y de inmediato se retrajeron, a esperar el
desenlace para ese episodio de ajeno entendimiento del compañerismo. El halcón
descendió por su presa para llevársela al fin, y levantó el vuelo con ella
inerte, aunque en su salida detectó a la coneja acostada, mirándolo espantada
tras un montículo de tierra blanca de ésa que él no quería ya ver. El halcón
revoloteó dudando, calculando, pensando que un conejo era mucho más apetitoso
que un gato, miró los ojos espantados de la coneja que le atraían más cada que
lo dudaba, quiso soltar al gato por segunda vez, pero finalmente decidió salir
por donde llegó con su presa ya cazada, y dejar abierta la posibilidad de
volver por el nuevo manjar.
En el fondo de la plateada
laguna todo era negro, o así se veía. Los ojos y los oídos del salmón estaban
sellados y sólo eran su respiración y los latidos de su corazón las funciones
vitales perceptibles. Ahí abajo, en lo profundo, no había nada que percibir, ni
de qué alimentarse, ni de qué huir, ni qué esperar. Días transcurrieron con el
salmón sumergido en ese líquido que pasó de ser la salvación a convertirse a un
pacífico remanso propicio para sus pensamientos. Se hundió en ellos, lloró sin
que las lágrimas pudieran salir de sus ojos plateados que veían negro; se
consoló, se perdonó y reposó. Entre el trance y el miedo, antes de entrar al
agua, él había visto a la coneja mirarlo y se dio cuenta que la música
improvisada, el viaje, la persecución, la transformación, todo, tenían sentido.
Y ahora era libre no sólo de sus persecutores, de quienes ya no estarían afuera
cuando saliera de esa agua espesa y opaca, sino también de sus propias ideas.
La coneja salió del
estigial sitio por la misma ruta donde entró. Nadie le indicó el camino de
salida. Nadie la despidió. Los indescifrables simplemente surgían de la tierra
para que los viera por última vez, a modo de despedida. Tenía certeza de que su
recorrido de regreso era el correcto, y al salir como entró se volvió a
engullir ese maná negro que era comida y bebida a la vez. Quizá los seres de
allá atrás, allá adentro, allá abajo, se alimentaban de su propia tierra, no lo
quería saber, sólo hizo esa breve conjetura ociosa mientras comía y salía. No
se preguntó cómo se reproducían, ni en qué les pasaba cuando morían. Tampoco
recordó más al halcón después de salir, ni supo que aquél se resguardaba cerca
de donde ella vivía. Y varios metros lejos de aquel pasaje de donde la coneja
había salido, ésta pisó esqueleto del gato a su paso, pero la tierra lo había
cubierto y no se dio cuenta de ello. Además ella ya iba pensando en cómo ese
salmón era lo que sin saber había buscado desde el día de la tormenta, quizá
antes, y veía que lo quería, con su música que hizo llenar la bóveda –aún sin
su música–, pero la música estaba bien. Ella, que a diferencia de los seres que
había dejado atrás sí conocía del tiempo, sabía que ese día era 10 de junio. El
salmón, como lo recordaba, se notaba atribulado y perseguido, pero después de
un tiempo se aclararía, en aquella oscuridad, hoy o en diez años. Y pensó, por
el contacto que hicieron, en que aquel salmón era el ser perfecto para sólo
estar. Caminó, y caminó más, y se dio cuenta de que caminaba con dos pies, y se
miró las manos, y le gustaba el color del que se había pintado las uñas antes
de salir a aquella búsqueda que le dio otra respuesta diferente de la buscada,
y volteó al frente y miró al humano, que la esperaba, más viejo, con los brazos
abiertos.
Y la coneja no tendría más aspecto de coneja. Un día palpó buscando sus
orejas y sintió sólo aire, y tocó su rostro y era un rostro humano. Y se miró
al espejo y fue lo que vio. Sus orejas humanas no le gustaban mucho, y las tapó
con su cabello rizado, porque ahora tenía cabello. Pero sus orejas se alcanzaban
a asomar, como en homenaje a su forma anterior. Y esperaba al salmón, que tal
vez ya no sería más un pez, o quizá sí, porque no le importaba si llegaría con
su temor y su carga ancestral, ni le importaba que fuera este 10 de junio o en
otro, diez años después.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)