Paso por la
calle de Yucatán, aún está la taquilla. Llegan los recuerdos. Estábamos en el
cine, el Gabriel Figueroa, comprando dulces y palomitas de maíz antes de entrar
a ver la película. Ella con su novio, yo con la mía. Coincidíamos seguido,
vamos, una vez por año, desde muy jóvenes. Yo me acordaba de ella, porque era
famosa; ella no tenía por qué acordarse de mí. Ella era atractiva sin
esforzarse, y yo con esmero y benevolencia llegaba a ser acaso de un aspecto
promedio. Yo estudiaba de 4º o 5º semestre en la universidad cuando la conocí
con su grupo de rock y cuando la vi en el cine era un simple empleado de
gobierno. Los sitios donde tocaba con su grupo eran accesibles por
democráticos, no de mala muerte, ni mucho menos, porque siempre he dicho que
hay algo de fresa detrás de un roquero, pero eran sitios donde no se cobraba
“cover” ni te obligaban a beber, ni había cadeneros seleccionando quién por su
aspecto tenía derecho o no de entrar.
Como todos mis
amigos, yo juraba que Rita, como se llamaba, me miraba cuando cantaba. O era mi
deseo, o mi trampa, pues a fuerza de coincidir su grupo y mi presencia, yo
sabía dónde ubicaba su mirada y me paraba ahí. Seguro sus ojos veían sólo la
negritud mientras cantaba, porque la gente no era iluminada o porque ella no la
miraba. Sólo Rita recibía la luz, azul o morada, y acaso el resto de su grupo.
No me atraía en un sentido romántico ni erótico, pero su persona tenía
magnetismo y a la vez era alguien con quien hubiera podido tomar clases en el
mismo salón. Pero Rita hacía su música y se daba oportunidad de colaborar con
causas a favor de la gente que más necesitaba, los desaventajados.
Y ahí estaba con
su entonces novio comprando dulces como yo, y esperando la misma película que
íbamos a ver yo y mi novia. Cuando le dieron sus palomitas no sabía que había
pedido lo que prácticamente era una cubeta que miró con risa y sorpresa, su
novio, músico de su grupo, se limitó a hacer un gesto de extrañeza y no comentó
nada. Rita preguntó si no se habían equivocado con el cubetón de palomitas, y
el empleado dijo que así era. Le dije riendo que si quería yo pedía sólo mi
propia cubeta y me compartía la mitad de sus palomitas. Se rio, la risa la
dobló, una risa genuina, yo reí también orgulloso al fin, no sólo porque ahora
sí estaba seguro de que me había visto, sino porque había reído de algo que yo
había dicho. Luego cada quién entró a la sala, con su pareja, en aquella sala
oscura que no proyectaría luz morada ni azul, sino todos los colores de la
película.
Años después
volvimos a coincidir. Ella llevaba a su hijo a la misma escuela que yo a los
míos. Ella se quedó con el novio músico que estaba en el cine Gabriel Figueroa.
Yo también con quien iba aquel día del chiste malo y la risa espontánea. Era
como si aquel indiferente empleado del cine nos hubiera dado cierta bendición
juntos con sus cubetas rebosantes de palomitas, y como si el cine hubiera sido
cierto templo –que lo era–. Pero ella murió, de cáncer de mama, dejando un
hijo, a su novio-esposo, su música y sus obras por los desaventajados.
Ahora paso a
pie, porque soy sólo alguien de a pie, y veo el cascarón de aquel templo, el
cine Gabriel Figueroa, vuelto estacionamiento; y de la dulcería que expedía
cubetas enormes no queda ni rastro, ni del empleado dulcero; menos de mi
chiste, aquél que la hizo doblarse de risa.