A Rubén
le gustaban mucho los recalentados, como a casi todo mundo. Decían que el
concepto era la negación de los mexicanos de que se acabara la fiesta. Rubén pensó
que antes de que su esposa lo llamara para avisarle que el pozole estaba
servido otra vez, podía dar un paseo por el parque. El paradero del metro Tacubaya
lucía como si hubieran puesto una capa de grasa sobre su piso y había una
cantidad de puestos de lámina que nunca había notado, quizá porque hoy estaban
cerrados. Las calles tenían basura de la noche anterior, pero a los pocos
paseantes –unos aún tambaleantes–, esto no parecía importarles. Al llegar al
parque de la Tercera sección de Chapultepec recordó los años en que ejercía
como payasito de fiestas infantiles. Chaquetín se había puesto, inocentemente y
para burla eterna de sus compañeros de gremio. Se había puesto así por la
distintiva chaqueta amarilla que lo había vuelto el payaso más solicitado del
parque, y no entendía el chilango juego de palabras, pues venía de Monterrey. Pero
eso no importaba. Importaba que su zona estaba ocupada por un extraño monstruo,
una construcción enorme y desolada, que se hacía llamar “Atlantis”. Nadie parecía
trabajar ni querer entrar ahí. Chaquetín rodeó el sitio, era justo donde él
recorría para ser visto y contratado. Comenzó a caminar con frenesí. Recorrió
tan rápido como pudo el parque, con menos gente de la acostumbrada. Sólo algunos
jóvenes descansaban junto a los árboles, algunos en pareja, varios con peinados
de colores intensos ¿se estaba llenando de payasos el parque? No tenía muy
presente al museo Tamayo, era de esas cosas que sólo hasta que vuelves a ver
recuerdas. Pronto se vio en Paseo de la Reforma. Caminó en automático. Su prisa
era notoria si alguien se fijaba en él. No quería ser reconocido, pero tampoco
podía bajar la velocidad. El Auditorio Nacional estaba ahí para su respiro, sin
embargo el edificio era diferente de aquel en el que Calcetín se había
presentado. Ya no era Chaquetín, porque en televisión no podías llamarte
Chaquetín, dijo alguien, nunca supo quien, pero la fama y el dinero habían sido
el contrapeso del doloroso cambio de identidad. El cielo miraba a Calcetín. Sus
nubes grises cerraban, pero él sabía que tenía que ir a la televisora. ¿20
minutos? Ese pozole siempre tardaba, era parte de su sabor. Julia se tomaba su
tiempo, como con todo en la vida, incluso cuando esperó a que se le bajaran la
fama y el alcoholismo, prueba máxima para su paciencia. Los pies dolían. Ya no
era lo mismo. Ni cuando llevaba los grandes zapatos rojos que lo acompañaron
por años en sus andanzas tras las fiestas, le habían dolido tanto. Televicentro
no tenía marquesina, ni puertas de cristal con marcos dorados: en su lugar, enormes
pósters entre los que estaba otro payaso que no era él, éste con pelo verde y
sobrepeso. Su sorpresa se le mezclaba con la idea de una posible pesadilla. ¿Qué
hacía ahí otro payaso? Saludó educadamente para entrar, pero el guardia no lo
reconoció, ni lo dejó pasar. Él sólo quería ver que los estudios sí fueran los
que él había dejado apenas ayer, pero el rechazo amenazante no le dejó mucho
por hacer. Su kung fu estaba oxidado y no quería aparecer en los diarios
causando decepción en los “pequeños”, como él les llamaba ni en sus padres. Un último
reducto era ir a la “W”. ¿15 minutos? Menos. Los zapatos rojos y la lucha por
salir adelante habían quedado atrás. Ahora era un payaso famoso, con un nombre
equivocado. Las calles se habían ensanchado, el sentido de Revillagigedo ahora
le venía en contra. El cielo oscurecía. ¿Qué broma era ésta? Él se encargaría
de desenmascarar al responsable, seguro Méndez, del sindicato, que siempre tuvo
envidia de su ascenso. Quizá lo encontraría ahí, en la “W” con su sonrisa que
lucía estúpida aún sin llevar pintura. “Pastillita” se había puesto, ése sí era
un mal nombre. Su golpe favorito de kung fu estaba preparado. Al llegar a la
estación de radio los pies palpitaban, la respiración faltaba, “ojalá Méndez no
esté”. Había una patrulla, estacionada con la torreta encendida y algunas
personas al lado, buscó a Pastillita, pero sólo estaban dos policías y una
mujer, que no parecía sorprendida de verlo. “Vámonos, Rubén, se enfría tu pozole.”
martes, 13 de septiembre de 2016
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