martes, 13 de septiembre de 2016

Atlantis


A Rubén le gustaban mucho los recalentados, como a casi todo mundo. Decían que el concepto era la negación de los mexicanos de que se acabara la fiesta. Rubén pensó que antes de que su esposa lo llamara para avisarle que el pozole estaba servido otra vez, podía dar un paseo por el parque. El paradero del metro Tacubaya lucía como si hubieran puesto una capa de grasa sobre su piso y había una cantidad de puestos de lámina que nunca había notado, quizá porque hoy estaban cerrados. Las calles tenían basura de la noche anterior, pero a los pocos paseantes –unos aún tambaleantes–, esto no parecía importarles. Al llegar al parque de la Tercera sección de Chapultepec recordó los años en que ejercía como payasito de fiestas infantiles. Chaquetín se había puesto, inocentemente y para burla eterna de sus compañeros de gremio. Se había puesto así por la distintiva chaqueta amarilla que lo había vuelto el payaso más solicitado del parque, y no entendía el chilango juego de palabras, pues venía de Monterrey. Pero eso no importaba. Importaba que su zona estaba ocupada por un extraño monstruo, una construcción enorme y desolada, que se hacía llamar “Atlantis”. Nadie parecía trabajar ni querer entrar ahí. Chaquetín rodeó el sitio, era justo donde él recorría para ser visto y contratado. Comenzó a caminar con frenesí. Recorrió tan rápido como pudo el parque, con menos gente de la acostumbrada. Sólo algunos jóvenes descansaban junto a los árboles, algunos en pareja, varios con peinados de colores intensos ¿se estaba llenando de payasos el parque? No tenía muy presente al museo Tamayo, era de esas cosas que sólo hasta que vuelves a ver recuerdas. Pronto se vio en Paseo de la Reforma. Caminó en automático. Su prisa era notoria si alguien se fijaba en él. No quería ser reconocido, pero tampoco podía bajar la velocidad. El Auditorio Nacional estaba ahí para su respiro, sin embargo el edificio era diferente de aquel en el que Calcetín se había presentado. Ya no era Chaquetín, porque en televisión no podías llamarte Chaquetín, dijo alguien, nunca supo quien, pero la fama y el dinero habían sido el contrapeso del doloroso cambio de identidad. El cielo miraba a Calcetín. Sus nubes grises cerraban, pero él sabía que tenía que ir a la televisora. ¿20 minutos? Ese pozole siempre tardaba, era parte de su sabor. Julia se tomaba su tiempo, como con todo en la vida, incluso cuando esperó a que se le bajaran la fama y el alcoholismo, prueba máxima para su paciencia. Los pies dolían. Ya no era lo mismo. Ni cuando llevaba los grandes zapatos rojos que lo acompañaron por años en sus andanzas tras las fiestas, le habían dolido tanto. Televicentro no tenía marquesina, ni puertas de cristal con marcos dorados: en su lugar, enormes pósters entre los que estaba otro payaso que no era él, éste con pelo verde y sobrepeso. Su sorpresa se le mezclaba con la idea de una posible pesadilla. ¿Qué hacía ahí otro payaso? Saludó educadamente para entrar, pero el guardia no lo reconoció, ni lo dejó pasar. Él sólo quería ver que los estudios sí fueran los que él había dejado apenas ayer, pero el rechazo amenazante no le dejó mucho por hacer. Su kung fu estaba oxidado y no quería aparecer en los diarios causando decepción en los “pequeños”, como él les llamaba ni en sus padres. Un último reducto era ir a la “W”. ¿15 minutos? Menos. Los zapatos rojos y la lucha por salir adelante habían quedado atrás. Ahora era un payaso famoso, con un nombre equivocado. Las calles se habían ensanchado, el sentido de Revillagigedo ahora le venía en contra. El cielo oscurecía. ¿Qué broma era ésta? Él se encargaría de desenmascarar al responsable, seguro Méndez, del sindicato, que siempre tuvo envidia de su ascenso. Quizá lo encontraría ahí, en la “W” con su sonrisa que lucía estúpida aún sin llevar pintura. “Pastillita” se había puesto, ése sí era un mal nombre. Su golpe favorito de kung fu estaba preparado. Al llegar a la estación de radio los pies palpitaban, la respiración faltaba, “ojalá Méndez no esté”. Había una patrulla, estacionada con la torreta encendida y algunas personas al lado, buscó a Pastillita, pero sólo estaban dos policías y una mujer, que no parecía sorprendida de verlo. “Vámonos, Rubén, se enfría tu pozole.”

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