El despachito era acogedor, porque estaba muy lleno de cosas: libros, algún mueble semioculto, libros, libreros, libros, un escritorio, una vieja lámpara, una vieja máquina de escribir, Luis y libros. Es un desorden donde se nota perfecto que su habitante no deja entrar a nadie, porque es su lugar. Luis cumplió 52 años hace seis meses, pero eso lo sabemos sólo nosotros y su esposa Isabel, que está sentada en el comedor, trabajando. A él no le importaba su edad. Le importaba escribir. Escribir finales, que era su trabajo. Luis leía una hoja impresa que había sido escrita en computadora, luego la puso boca abajo sobre una pila con otras hojas. Hay otros 6 o 7 tambaches de hojas, unos con unas 100 hojas, otros con unas 140, otros con 50, otros con 120. Dejó la hoja que leía sobre el montón, y puso ambas manos sobre los muslos con los dedos encontrados. Luis había pensado un buen final por la noche, estaba por recordarlo, pero un beep comenzó a sonar en su cabeza, con una mueca, se tocó el oído, más bien se lo tapó, uniendo el cartílago con el orificio auricular, para aislar de todo ruido.
-¿Hola? ¿Andrés?
-Hola. -La voz de Andrés cuando no había buenas noticias era inconfundible.
-¿Qué pasó
-Nada aquí. No se resolvió. Creo que nos quedaremos así.
Andrés y Luis se referían a la huelga de escritores de finales a ellos que emplazaron y que creían hoy se resolvería.
-El final de los escritores de finales. -Luis comentó pensativo, como si se sorprendiera de su ironía instantánea.
-Lo siento, Luis. Tal vez sea tiempo de hacer algo más. Por ahora nosotros seguiremos aquí plantados.
Luis se soltó el oído. El comedor y la sala de su casa son acogedores también. Alguien diría que están saturados, pero quien ame los libros pensaría que son acogedores, porque ahí hay más libros, ahora entre viejos –pero bien conservados- muebles, decenas de adornos de porcelana y cuadros con retratos, reproducciones de pinturas y algunas pinturas realizadas por Isabel. Alguien notaría también que los libros no están simplemente apilados, sino acomodados. En la cocina, donde, claro, también hay algunos libros, la vieja estufa tiene en la puerta de su horno una pinza fabricada para mantenerla cerrada. Isabel, cuatro años menor que Luis, acomoda varios pasteles que están listos para ser decorados.
-¡¿Pero, tú me imaginas haciendo otra cosa en la vida?!
-Vamos, vamos, Luis, ¿recuerdas a mi primo Fernando, el que es segundo martillador? Pues él acaba de perder su trabajo en la fábrica por una máquina remachadora, ahora sigue siendo segundo martillador, pero en las vías del ferrocarril. La situación está complicada para todos.
Luis lo imaginó perfecto. La fila de martilladores en las vías del ferrocarril tenía algo de simpático y algo de conmovedor, por igual. La fila de martilladores, con Fernando, el larguirucho y encorvado primo de Isabel en el segundo lugar en las filas para clavar las vías. Algo de sentido tendría que hubiera un orden, no era lo mismo ser el primer martillador que el segundo o el tercero, o el cuarto. La hiperespecialización había llegado a todos los ámbitos y labores, las artísticas y las más rudas. Esto lo pensaba mientras recordaba ese segundo martillazo tan solvente, tan exacto que Fernando era capaz de dar antes de pasar con el siguiente durmiente, claro, siempre detrás del primer martillador y del colocador. A decir verdad, a Luis le parecía mejor un trabajo de segundo martillador en las vías del ferrocarril que en una fábrica, pero quizá ésa era una apreciación meramente estética y por lo tanto superficial para la realidad. ¿Qué diría el propio Fernando si le dijeran que Luis, el esposo de su prima Isabel, ahora tendrá que ponerle final a otra cosa que no fueran historias en libros? Luis salió de su oficinita y se paró junto a Isabel, que estaba a punto de poner el decorado final con una duya en los pasteles, pero al ver que Luis llegaba junto a ella, se la dio para que él lo hiciera con plena libertad.
-¡Pero aún así sigue siendo segundo martillador! –dijo Luis dándose cuenta en ese momento.
-Pero en un giro diferente. Tú también podrías poner final a otras cosas, no necesariamente a novelas.
-Tú que crees que pasará si los libros son editados sin final. ¡De por sí ya hay pocos lectores en todo el mundo! -dijo Luis mientras adornaba los pasteles magistralmente.
-Este señor se salió con la suya, ¿no?
-¿Quién? el…
-¡Ése! ¿Pues no la huelga es en su contra?
- Juan, sí. Valiente editor nos dejó el destino. Dejó sin trabajo a mucha gente, a los escritores de partes complicadas…
-A tu amigo Lázaro, el músico de partes tristes. Casi interrumpió Isabel, molesta.
-Claro, porque afectó también a los guionistas y al cine…
-Qué puede tener alguien en la cabeza para idear algo así -finalizó indignada.
Luis ahora imaginó a Lázaro, quien seguramente en ese mismo momento estaba en su cuarto de práctica, sentado junto a su fagot, triste, sin tocar.
-Sí -dijo Luis suspirando.
-¡Qué fácil! ¡Quitar las complicaciones de las historias y meter en una gorda a un tumulto de gente, complicándoles la vida real!
Luis ahora no quiso imaginar a ningún tumulto de gente desempleada esperando una resolución definitiva para su carrera. Sólo se quedó pensativo, con los ojos demasiado abiertos y la mirada perdida, como siempre que se queda cuando está pensativo.
-Ése es su argumento. Dice que la vida es demasiado complicada como para que haya nudos en las lecturas, es infame -terminó Luis.
-Ridículo –remató Isabel.
Con ojos demasiado abiertos y la mirada perdida, Luis, pasó caminando frente a varias decenas de huelguistas que con dignidad mantenían su reclamo y sus pancartas a pesar de que el final de los escritores de finales parecía acercarse irremediablemente. Frente a ellos un guardia permanecía de pie, tenso, con un nervioso pastor alemán, a pesar de esto, los huelguistas estaban tranquilos, tal vez por desanimados, con pancartas que dicen: “Si el arte rehúye a la vida, sólo le queda morir” “¿Novelas sin final? El final de las novelas.” “¿Cómo se llamó la obra? El fin.”
Andrés, otro escritor de finales, de complexión robusta tendiendo a cierta flacidez, con media camisa fuera del pantalón y un gallo en el pelo, se acerca a Luis.
-¿Vienes a hacer barullo con nosotros? -Preguntó Andrés a modo de saludo.
-No. Por ahora tú y yo no nos conocemos ¿OK? Tú sólo mantenlos tranquilos.
El edificio de oficinas tiene unas letras doradas, gigantes “E U” y en pequeño Editores Unidos. Afuera hay tres guardias que vigilan atentamente que la protesta no se convierta en revuelta, uno de ellos tiene otro perro. Luis, fue caminando hacia uno de ellos con soltura y naturalidad.
-Soy Luis, vengo a ver a Juan.
Esta relajación confundió a los guardias, pues ellos vieron que Luis hablaba con Andrés y esperaban más hostilidad o nerviosismo de su parte. Luis los miró por un momento, y ante su confusión, recargó la muñeca de su brazo derecho a un lector de pantalla que estaba en el muro junto a la entrada. La pantalla desplegó la foto de Luis y un texto: Luis Cardozo, amigo de Juan Fernández. Cita: No hay cita. El primer guardia leyó el texto de la pantalla.
-No tiene cita con el señor.
-Jamás he necesitado cita para ver a mi amigo. Llámenle y verán.
Una tensa pausa se hizo. Los guardias se miraban entre sí, el perro se inquietaba y ladraba sin parar. El primer guardia, dudoso, miró a la gente, luego volteó a la cámara. Luis volteó hacia la cámara y negó con la cabeza.
-¿Cree que ellos van a meterse? Yo los veo más derrotados que un impresor.
-¿Impresor? ¿Qué es eso? -Preguntó el primer guardia.
-Vengo a proponerle a mi amigo un negocio feliz.
-¿Un negocio feliz? –Preguntó sorprendido el segundo guardia.
-¡Un negocio feliz! –dijo el tercer guardia hablando por primera vez-. Déjenlo pasar, y avisen al señor.
Los guardias se pusieron alerta mirando al tumulto. El primer guardia, de espaldas a la pared, levantó por un segundo la muñeca hacia el lector y la puerta se abrió un resquicio. Luis, sorprendido por su logro, pasó como pudo por el resquicio. Tenía ya el acceso para ver a Juan, sin importar que este acceso fuera angosto. Inmediatamente después del paso de Luis, la puerta se cerró. Los huelguistas miraban atentos, algunos incluso se espabilaron, Andrés, como pudo les hizo una señal pidiéndoles calma y disimulo a la que éstos respondieron medianamente. Los guardias vigilaban serios y amenazantes, en algún momento se miraron entre sí, dudando si habían hecho bien en dejar pasar a ese supuesto amigo del presidente de la editorial. Fue en eso cuando apareció por la pantalla, la cara sonriente de una recepcionista.
-El señor pregunta a qué asunto viene el señor Luis.
-Viene a proponer un negocio feliz –replicó el primer guardia.
-¿Le pueden dar cita? El señor dice que cualquier día de la siguiente semana, que hoy no, por los huelguistas.
Los guardias se miraron entre sí sorprendidos. El primer guardia, que fue quien dejó pasar a Luis, estaba angustiado.
-Ya está en camino a su oficina –dijo.
La cara de la recepcionista permanecía absurdamente sonriente, pero detrás de la sonrisa se percibía una contrariedad contenida.
-Le diré al señor que ya lo dejaron pasar. Tengo el registro del chip que activó la puerta de entrada –dijo la recepcionista dejando escapar un poco de la ira que sentía, y que por políticas de la empresa tenía prohibido demostrar.
En el interior de las oficinas, Luis avanzaba entre gente tecleando directo sobre monitores pequeños implantados horizontalmente sobre blancas mesas. El lugar era ascéptico, minimalista y blanco, como siempre imaginamos el futuro. Toda la gente sonreía permanentemente mientras trabaja, algunos volteando a ver a Luis para estudiarlo, sin dejar de sonreír. Al llegar con la recepcionista, que apareció en la pantalla exterior, Luis quería decir algo, pero la recepcionista comenzó a hablar primero.
La recepcionista, controlando su sonrisa le dijo a Luis “Le diré al señor que ya está usted aquí”.
-Gracias –contestó Luis con amabilidad burlona.
La recepcionista entró a la oficina del presidente e instantáneamente salió. Luis entendió que al entrar, ésta sólo hizo una mueca a Juan, indicándole la llegada de la visita transgresora.
Con una más notoriamente falsa sonrisa, la recepcionista se refirió a Luis con una mirada que parecía dirigirse a sus ojos, pero en realidad no lo hacía.
-El señor dice que pase.
La oficina de Juan es una continuación de la decoración del resto de las oficinas, pero en la pared hay cuadros con fotos de una máquina de escribir como la que tiene Luis, una computadora de escritorio, una imprenta, un libro.
Juan, de la misma edad de Luis, usaba una camisa blanca de rayas rosas apenas perceptibles pero que daban a la camisa un tono rosa apastelado. Sus iniciales J y F en el bolsillo de la camisa destacaban como la E y la U de la fachada del edificio. El rápido vistazo regresó a la cara ahora sonriente de Juan. Parecía que había un molde de sonrisa en el cajón de cada escritorio.
-¡¿Luis Cardozo?! ¡Qué bueno verte, qué sorpresiva visita! Quién me hubiera dicho que no nos íbamos a ver hasta el 2027 ¡Y que además sería para que me propusieras un negocio feliz! ¡En estos tiempos que justo necesitamos de cosas felices!
-Sí, Juan, necesitamos que permitas que las historias tengan final de nuevo, eso traerá nuevamente a los lectores de libros –Luis no reparó en saludos de falsa alegría.
-Sabía de qué se trataba esto, lograste entrar, bueno, eres amigo. Con la misma prontitud de tu petición yo te daré una propuesta, es casi un negocio: cerrador de ediciones, ¿mm?
-Lo que tú quieres es cerrar toda la industria de una vez por todas.
-Mira, Luis, ésta es una nueva era, sólo se necesitan historias felices, gracias a eso todavía la gente lee, poco, pero lee. Ya no se necesitan finalizadores de historias, ese dinero se puede usar para otra cosa.
-Escribíamos juntos, tenías unos finales buenísimos…
-Pero mi especialidad era el giro del tipo que complicaba todo al protagonista ¿recuerdas?
-Los dos iniciamos en esto Juan, éramos amigos.
-¡Pero si seguimos siendo amigos! ¡Eso es muy aparte!
-Tengo en casa a Susana Cicini, a Carlitos Tancredo, y a una tortuga esperando por fin llegar con su amigo el árbol.
-¿Quiénes son ellos?
-¡Necesitan finales! No puedo creer la falta de sensibilidad y de empatía!
-Imposible, Luis, es algo global, no es una decisión personal.
-Entonces, creo que ni aunque me clavaran al piso aceptaría que soy tu amigo.
Luis salió de golpe de la oficina. En su recorrido de regreso, enojado, los empleados sonrientes lo miraban irse. Ahora parecía que con esa sonrisa celebraran el enojo de Luis, implicando con él la victoria de su presidente, fuera cual fuera el motivo del conflicto.
Afuera se encontraban tres guardias, pero uno de ellos había sido sustituído, el que permitió el acceso a Luis. El guardia dos se tocó el oído, presionándose el cartílago contra el orificio auricular, y asintió. Nuevamente se abrió sólo un resquicio de la puerta. Luis, como pudo, salió, de ladito, aún enojado. Los guardias, sabiendo de su inocuidad, ahora ignoraban a Luis y vigilaban al grupo de huelguistas. La puerta se cerró. Luis llegó a donde estaba Andrés, se miraban, la expresión de Luis era de enojo y desesperanza. Andrés lo comprendió y bajo la mirada, luego volteó hacia el grupo de huelguistas que ya no estaban expectantes, y negó con la cabeza. Los del grupo, con su actitud, expresaron esa resignación definitiva, posterior a la última esperanza.
De vuelta en su departamento, Luis, se encontraba sentado en su escritorio, la máquina de escribir yacía a un lado, más pesada, casi hundiéndose, tal vez porque ya no había tambaches de páginas alrededor. La mirada fija, con ojos muy abiertos de Luis, no cedió al escuchar a Isabel, que hacía costura con una máquina de coser entre el comedor y la sala.
-No te preocupes Luis, no sólo eres finalizador de textos, todo lo que sabes seguro te servirá para salir adelante.
-¿Pero, qué sé? No le puedo quitar su lugar a nadie, ¡cada quien tiene su territorio! filósofos de silogismos, científicos de hipótesis, pintores de contornos, condimentadores de platillos con pavo, escritores de principios de historias, de partes medias de historias.
-No sé, algo debes poder hacer con todo lo que sabes. ¡Mírame a mí! Yo no estoy en eso de la hiperespecialización.
Desde su escritorio Luis volteó a ver a su esposa, por primera vez se percató de lo que estaba haciendo. Isabel no paraba mientras hablaba, movía la tela una y otra vez, y pedaleaba en su máquina de escribir antigua.
-Todo lo que sabes hacer seguro te servirá para salir adelante.
Mientras Isabel continuaba, el movimiento del pedal, la tela y la aguja provocaron un efecto hipnótico en Luis que tenía los ojos muy abiertos y la mirada extraviada. “Mi especialidad era la parte donde todo estaba perdido para el protagonista.” “Tu amigo Lázaro, el músico de partes tristes.” Decían Juan e Isabel alternadamente, una y otra vez. Luego entro su propia voz diciéndole a Juan “Ni aunque me clavaran del piso aceptaría que soy tu amigo.” Luego, nuevamente Isabel “Mi primo Fernando, el que es segundo martillador…” y luego su propia voz “¡¿Pero, tú me imaginas haciendo otra cosa en la vida?!”. El pedal, la aguja, la tela y la imagen apacible de Isabel, preocupada, pero apacible, terminaron con la retahila de frases y de ideas en la cabeza de Luis. Ahora sólo había imágenes en su mente, y esas imágenes se le juntaron con las de Juan, Fernando y Lázaro, y ésas con las de la recepcionista y los guardias con sus perros.
Luis caminaba a paso veloz y firme hacia el edificio de EU, su andar ahora no era natural y relajado como hacía unos días, sino decidido, hasta podría decirse que intimidante. Detrás de él iban Lázaro con su fagot y Fernando con un marro de mango muy largo. Al verlos pasar, los huelguistas se espabilaron a un solo tiempo. Andrés, quien estaba hablando con un par de transeúntes que preguntaban sobre las causas de la huelga miró incrédulo a Luis mientras pasaba junto a él con enormes zancadas, y a su comitiva disimulando el esfuerzo por mantenerle el paso. Luis respondió a la mirada de Andrés, sin decir nada. Los guardias sorprendidos se pusieron en alerta y uno de ellos incluso le quitó el bozal a su perro, el animal, al ver el gigante marro de Lázaro se espantó, pero al ver el fagot, se aterró. Luis, encarador, levantó la mano del segundo guardia, quien catatónico sólo vio cómo se abría la puerta. Los huelguistas se pusieron en guardia, Andrés alzó apenas los dedos de una mano, como para pedirles que se detuvieran, pero para que arrancaran si él bajaba los dedos. Luis hizo una seña a Fernando y a Lázaro para entrar, y éstos, como pudieron, lo hicieron. La cara de la recepcionista apareció en la pantalla, tarde como la primera vez.
-¿Quién busca al señor?
-¡Soy yo de nuevo! -Dijo Luis haciendo una sonrisa falsa, como si se la hubiera puesto al pasar por la puerta de Editores Unidos.
Los guardias, vieron incrédulos sonreír a Luis, los ladridos del perro los despertaron de su catatonia, pero se percataron de que tenían a los huelguistas ya rodeándolos.
Dentro de las oficinas, Luis caminaba veloz con su séquito, pasaba tan rápido que los empleados esta vez no tuvieron tiempo de ponerse su propia sonrisa. Finalmente, los tres llegaron frente a la recepcionista que estaba de pie frente a la puerta de la oficina de Juan.
-El señor no lo esperaba –dijo la recepcionista con reclamo y con una ira cada vez menos contenida.
- Ni yo esperaba que me esperara –contestó Luis con cinismo, viendo que la paciencia de la recepcionista se acababa. Casi quería esperar a ver cómo esto ocurría antes de entrar con Juan, pero mejor la esquivó aprovechando su congelamiento para entrar a la oficina de su “ex” amigo.
En la oficina, Juan de pie frente a su escritorio esperaba la irrupción de Luis, llevaba puesta una camisa rosa, con sus iniciales JF en el bolsillo.
-¡Eh! ¡¿Qué?! –exclamó Juan que no esperaba ver a toda la comitiva.
Sin decir nada, Luis avanzó hacia Juan, que lo encaraba valiente.
-Lázaro, ¡Ayúdame! ¡¿En qué quedamos?! –gritó Luis al estupefacto Lázaro
Lázaro, como puede, ayudó a Luis a tirar a Juan al piso, Fernando sacó de su bolsillo un clavo muy grande.
-¡¿Qué les pasa?! ¡Artemisa!
Juntando valor, Artemisa entró, y al ver la escena se puso las manos en la cara.
-¡Le pedí dos cafés –dijo Luis como pudo- Lázaro, ¡ponle el clavo en la camisa! -Lázaro sacó de su bolsillo un clavo de vía de ferrocarril y duplicando el esfuerzo lo sostuvo agarrando con él la camisa rosa de Juan, esperando a que Fernando actuara, pero éste no se atrevía a dar el martillazo.
-¿Qué pasa, Fernando?
-¡Soy segundo martillador, no primero!
-¡¿Qué?! –Exclamó incrédulo Luis, luego resolvió-. A ver, ¡sostenlo tú, Lázaro!
Lázaro hacía lo que podía para sostener a Juan, cuando Luis comienzaba a levantarse en la confusión Juan casi lograba zafarse.
-¡Esperen! –dijo Fernando- Creo que puedo hacerlo.
Luis, reanimado, volvió a forzar para detener a Juan. Lázaro nervioso detenía el clavo. Fernando cerró los ojos, preparó el golpe, lo dio. Un sonido metálico y un grito retumbaron hacia fuera de la oficina, donde la gente estaba ya arremolinada pero incapaz de irrumpir en tan inusual escena. Fernando abrió de nuevo los ojos, estaba aliviado. Un segundo martillazo era para él ya cualquier cosa, era lo suyo, y con Luis, Lázaro y Juan como expectadores asestó el marrazo con inspiración y maestría. De pronto, en perfecta coordinación, los tres giraron en torno a Juan para repetir la escena con la otra manga de la camisa de Juan, con todo y la tensión del primer martillazo y el disfrute del segundo. Sacó de su bolsillo otro clavo igual al anterior. Cada golpe ahora fue coreado por la exclamación de los empleados. Luis y Lázaro dejando a Juan espantado, sorprendido y clavado al piso por la ropa.
-Muy bien –dijo Luis. Lázaro, piensa en esta escena: todo está perdido, pero poco a poco vamos a recuperarlo, ¿está bien?
-Está bien, todo está perdido pero vamos a recuperarlo –dijo Lázaro tomando nota mentalmente y procesando en su cabeza las notas que correspondían a tal situación. Estaba nervioso, pues no estaba en forma por meses de inactividad. Luego comenzó a tocar una música triste y desolada. Luis tomó la pauta y comenzó a hablarle a Juan.
-Hay algo, Juan, que tú sabes, y es que la humanidad está triste, pero hay algo más, ¡no tiene nada de malo estar triste! Tú eras muy bueno para escribir esos momentos en que todo estaba perdido y al final eras optimista en tus historias, pero ahora, quieres vivir sólo en la negación, en una felicidad absurda, ¡mírate, hasta el color de tu vestimenta es una negación!
-¡Entiende que la vida es ya muy dura en estos tiempos, y que el entretenimiento debe ser completamente feliz, sin momentos de angustia, ni zozobra, ni traiciones!
-Pero todo lo que estás diciendo es humano, y parte de la realidad, ¿qué te puedo yo enseñar a ti? Los malos momentos tienen un giro que nos dejan un mejor sabor de boca, o las historias aparentemente alegres con un final triste nos ponen a pensar sobre la realidad ¿Tú eres feliz, Juan? -Juan permaneció callado. Esta pausa le permitió a Lázaro sacar las notas más tristes, con gran intensidad y fuerza, lo que provocó que Juan comenzara a llorar, y cada vez con más desconsuelo. Luis giró la mirada hacia Lázaro y le arqueó las cejas, marcándole el cambio de ritmo. Así, Lázaro comenzó a tocar con notas más cortas y menos lánguidas. El llanto pertinaz de Juan acompañaba la ahora optimista música de Lázaro.
-¡Juan, tienes que regresar a hacer lo que te gusta, historias verdaderas! –remató Luis.
Luis, Fernando y Lázaro salieron de la dirección abriéndose paso y caminando por las oficinas. Luis llevaba la camisa rosa de Juan en la mano. La gente mantenía su asombro.
Al abrirse la puerta, la comitiva salió sin problema. La mirada de los huelguistas y de Andrés era expectante, el rostro de Luis mostraba satisfacción. Los huelguistas gritaron triunfales.
Luis tecleaba en su máquina vintage de escribir. Sacó la hoja, la pone sobre un paquete de hojas y lo guardó en uno de sus cajones. Sacó otra hoja, tomó la última hoja de otro manuscrito. En el comedor, Isabel ponía la última flor a un arreglo floral entre varios que tenía en la mesa. Una camisa rosa doblada, con las iniciales JF y las mangas remendadas descansaba doblada sobre la mesa, esperando a ser devuelta a Juan reparada, como su amistad.
sábado, 30 de abril de 2011
miércoles, 27 de abril de 2011
Extraviados y olvidados
Rosa Angélica cumplía 16 años de trabajar en la Universidad. Esta vez, como los primeros días, cuando empezó a trabajar ahí, no quería ir al comedor, quería quedarse en su lugar de trabajo, por eso se trajo sus portaviandas. Eso sí, se cocinó desde la noche anterior. Quería que fuera un día diferente, aunque nadie lo notara, sólo para ella.
Su lugar de trabajo. ¿En verdad trabajaba en una universidad, o era sólo en el área de objetos perdidos de una universidad? Ésta era una duda permanente que se le resolvía temporalmente cuando le preguntaban dónde trabajaba. “¿Dónde trabajas?” “En la universidad Técnica y Tecnológica Superior de México” no era lo mismo que decir “En el área de objetos perdidos de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México”. Muy pocas veces alguien le preguntaba qué hacía exactamente ahí, por lo que como regla se guardaba los detalles, sin embargo ella sentía cómo su lugar de trabajo, a pesar de estar dentro de la universidad parecía estar fuera de ella, o demasiado dentro de ella, o era un universo sumergido, aislado, olvidado, apartado, o extrañado, pero era también como su lugar propio, a veces más su lugar que su propia casa.
Cada rector que le había tocado recalcaba que todos, desde el más simple intendente hasta el más destacado catedrático eran parte de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México, pero el virtual aislamiento de Rosa Angélica, su esporádico contacto con compañeros de trabajo y personal docente y su alejamiento de lo que se decía o se veía en las aulas le decían lo contrario de aquello que los cuatro rectores decían en cada evento público.
Hoy, Rosa Angélica recibía la tarjeta de felicitación por su cumpleaños, que incluía el agradecimiento por su tezón y la invitación a seguir con su esfuerzo cotidiano una vez más. No era tanto que la recibiera, sino que se la encontraba, porque siempre se aparecía en el piso, cada año, rigurosamente, al abrir la puerta debajo de la cual la habían deslizado. Siempre recordaba que en su segundo aniversario de trabajo le contó de éste a Marcos, su amigo, y él solo le dijo “Mmm”. Ésta ha sido la única expresión cercana a una felicitación que Rosa Angélica había recibido de viva voz. Marcos sin embargo, dejó la universidad antes del tercer aniversario de Rosa Angélica. Era electricista de vocación, y en la universidad lo tenían como “Intendente reparador de artículos diversos”, un factotum. Rosa no sabía si volverle a anunciar su siguiente aniversario, pero Marcos fue a despedirse de ella dos semanas antes de que la fecha llegara, lo cual facilitó del todo la decisión de comunicarle o no de la fecha.
Martha y Leonel entraron a trabajar en la UTTSM casi simultáneamente, tres años después del ingreso de Rosa Angélica y meses después, mejor dicho semanas después de la salida de Marcos. Martha ha sido la amiga más cercana de Rosa después de Jaquelin, su mejor amiga de la infancia. Martha pasa por el área de objetos perdidos todos los días, en su descanso, para fumarse con Rosa un cigarrillo. Al principio, Martha quería convencerla de fumar para que se acompañaran mejor, pero no lo consiguió, aún así, por trece años, las amigas han tomado seis minutos diarios para contarse los sucesos de su vida. Cinco minutos y medio son para Martha, los treinta segundos iniciales Rosa Angélica le cuenta algo que seguro detona en Martha una anécdota, historia del pasado o reflexión o hasta un sermón.
Por su parte, casi desde que entró a trabajar aquí, Leonel, cuando pasa trapeando hace una breve estancia para hablar con Rosa Angélica, quien ha podido explayarse más con él, pues aunque Leonel se queda ahí a charlar por sólo dos o tres minutos, con él sí hay diálogo. Desde hace 13 años Leonel la ha pasado a saludar, primero por la mañana, luego antes de la hora de la comida.
Leonel es uno de los limpiadores de los salones y seguido encuentra objetos olvidados. En su afán por romper con lo cotidiano, Leonel hace entrega a Rosa Angélica de las cosas de forma singular: llega a pedir algun informe con una gorra de colores puesta en la cabeza, o bailando mientras escucha música en un walkman. A veces finge ser un luchador rudo usando el único guante que encontró en el piso, o modela unas gafas para sol, y unos aretes.
Martha y Leonel son, pues, los dos amigos de Rosa Angélica, son su momento del día, son sus oídos y su distracción, y así han sido por muchos años ya.
Una cosa que a Rosa Angélica le ha costado mucho trabajo entender es cómo los alumnos, todos, son tan iguales, son como uno mismo desde el primer día. Todos la tutean sin excepción, todos llegan a preguntar por sus cuadernos sin saludar. Ella se imagina que son muy inteligentes y que la inteligencia los vuelve a todos así de iguales y que cuando tienen que demostrarlo es cuando cada uno muestra quién en verdad es, pero mientras no sea necesario, todos mantienen una actitud estandarizada, casí robotizada, al menos con ella.
Otra cosa enigmática para Rosa Martha es que el área de objetos perdidos se mantenga funcionando después de los años, ya que de cada veinte extravíos sólo uno es reclamado, y de cada diez de éstos, nueve son cuadernos. Quizá la poca fe en la honradez prójima ha provocado que lo extraviado se dé por perdido, y así se han acumulado todo tipo de cosas, que ella, si le permitieran, podría clasificar no por fechas, sino por familias. La familia de las bufandas, los guantes, los pants, calentadores chamarras y suéteres; la familia de los relojes, calculadoras, radios, walkmans, discmans y esas cosas de ahora que tocan música y quién sabe dónde les cabe tanta porque no necesitan radio; la de los prendedores, aretes y todo lo que tiene agujas; claro, la de los objetos escolares: cuadernos, libros, lápices, plumas; la familia de los bolsos, anillos, mancuernillas y la familia de las cosas insólitas, las que nunca nadie va a reclamar, como son las cosas que tienen que ver con lo sexual: revistas, libros, videos, ropa y hasta juguetes. A Rosa parecía sorprendente que nadie reclamara un reloj, se veían muy finos siempre, o una chamarra de piel, o un arete de oro…
No fueron pocas las veces que Rosa Angélica propuso a su supervisor que publicaran una lista de los objetos recientemente perdidos, con una pequeña descripción para no revelar de más y la persona equivocada los reclamara. Pero igual que con su clasificación personal de familias, aquí las ideas quedaron sólo como propuestas desechables.
Rosa Angélica tuvo un novio, Eladio, quien se fue a los Estados Unidos hace quince años. Ella lo esperó cinco, a que volviera o mandara por ella, pero nada de esto sucedió. El quinto año ella terminó de juntar para ir a verlo, antes de irse Eladio a los Estados Unidos y quizá oír que le pidiera quedarse con él, pero Eladio, al escuchar sobre los ahorros y los planes de Rosa Angélica de visitarlo, decidió confesarle que tenía una mujer y un hijo de dos años, casi tres.
Hace poco Leonel le llevó a Rosa Angélica un anillo y como es su costumbre payasear, se lo entregó hincado. Rosa Angélica lo recibió muy extrañada pensando que un artículo así debía valer mucho tanto por su costo como por su valor sentimental y que alguien debería decir en el sonido de la universidad que había aparecido, pero extrañamente, nadie reclamó el anillo en días.
Hoy entonces, siendo su aniversario trabajando en la UTTSM “¿Aniversario? ¿la palabra aplica también para cosas que no importan?” hoy, pues, se quedaría a comer en su lugar de trabajo, con su tarjeta de felicitación y su comida como compañía. Como lo había hecho alguna otra vez, Rosa cerró la ventanilla, se puso cosas extraviadas y olvidadas hace años: una bufanda, dos aretes muy parecidos entre sí, un gorrito, y tomó uno de los walkman más viejos que había ahí y le puso pilas de uno que le llevaron hace poco. De su bolso sacó un cassette que ella misma grabó, era un “mano a mano” entre Dyango y José Luis Rodriguez “El Puma”, el primero un romántico, el segundo, más alegre, más fiestero. Se sirvió refresco rojo que trajo, simulando ser sidra rosada, y comenzó a bailar con la música de El Puma. Hace cinco años se puso ebria, en Navidad, cuando una tía, Elena, la invitó a Coatzacoalcos y no midió lo que bebió. Rosa Angélica trató de emular aquella sensación, que tuvo su fase alegre y placentera, antes de pasar a la vergonzosa. Era buena bailando, y el espejo que tenía frente a ella, uno que una vez trajo de casa, le confirmaba que el buen estilo se mantenía, pero no así la movilidad. De pronto, Rosa se percató más que nunca del paso del tiempo, paró de bailar, las bolsas en los ojos, la cara gruesa… su cuello ya no era el cuello largo que le enorgulleció alguna vez, y si bien su edad no era para tener gran cintura, aquí distaba mucho de haber una. Rosa Angélica percibió, hoy, que ella también ha sido un objeto perdido y olvidado por años. Ese espejo no tendría por qué estar ahí más, lo había llevado para sentir que había movimiento en el lugar, ésa fue su explicación psicológica, después de haber decidido ponerlo ahí, pero ahora no tenía sentido, había que quitarlo y alejar a todo testigo del despiadado paso del tiempo. Así fue como decidió retirarlo de la pared, pero al querer ponerlo en algún lugar, recargado, de espaldas, el impulso la llevó a estrellarlo con uno de los estantes una y otra vez, hasta convertirlo en astillas. Era más resistente de lo que imaginaba, y cuánto mejor, así podía estrellarlo una y otra vez contra el estante y liberar una frustración pero también una ira que no sabía que tenía guardada. A esa hora poca gente pasaba afuera, y de todos modos no le importaba, o le importaba poco. Los vidrios acabaron repartidos entre cajas, cosas, estantes y piso. “¡Qué bueno!”, era lo de menos. Podían pasar días y ni siquiera la gente del aseo pasaba por ese lugar de cosas olvidadas. Sin embargo, Rosa comenzó a quitar trozos y astillas, la furia había cedido el lugar a la triste resignación y al sentido del deber, el lugar de trabajo debía estar siempre igual, siempre listo para que alguien viniera a reclamar algo. De pronto, Rosa se vio recogiendo pedazos de espejo obsesivamente, no podía quedar ni uno, aunque hubiera que pasar el resto del día haciéndolo. Recordó una película que vio de unos hermanos que estaban de visita en Japón y que aprendieron a hacer tareas con paciencia, por arduas o absurdas que parecieran. Paciencia, eso era lo que a Rosa le había sobrado en la vida. Paciencia que se le había vuelto pasividad, letargo y ahora angustia. Un pinchazo, profundo e intenso hizo a Rosa cerrar los ojos, pero al abrirlos, casi instantaneamente, su mirada se encontró con el anillo que hacía semanas Leonel le dejó. La imagen del anillo coincidió con la imagen de Leonel hincado entregándoselo. El dedo le dolía intensamente, era uno de esos pinchazos de poca sangre, apenas una gotita esférica y pequeña, pero mucho dolor. Leonel no estaba haciendo el payaso esa vez. Quizá otras sí. Esa vez no. Por eso la actitud seria de Leonel las últimas semanas, o no seria, reservada, expectante, pero paciente, ésta si, prudente, ignorando que ella no había percibido que esta vez era en serio. Quizá él lo hizo así de intento. Quizá hizo parecerla otra de sus chistosadas porque desde que la conoció quiso mostrarle su carácter desenfadado, quizá desde el principio él la quería y su plan de payasear terminaba con la entrega teatral del anillo, quizá era serio y ella no lo había percibido así. Todo esto lo percibió en un segundo y a partir del pinchazo.
Era hora de abrir la ventanilla. Todavía estaban espejos pequeños por todos lados. Espejos que multiplicadamente reflejaban el paso del tiempo. Pero eso ahora no importaba, ni importaría más nunca ya. Palabras en orden venezolano, pensó, como las canciones de el Puma.
Al abrir la ventanilla la tarde tenía un amarillo deslumbrante, que el aislamiento de Rosa no permitía advertir. El calor intenso no era un obstáculo para la ansiedad expectante de la visita acostumbrada, justo a esta hora, del hombre con el trapeador como instrumento de trabajo pulcro que arrasaba con todo lo no deseado de los pasillos del ala este de la universidad, en todos sus pisos y niveles.
Ahí estaba, era casi una silueta entre la luz abrazadora, pero ahí estaba Leonel, que algo percibió en Rosa desde que la vio, firme, sonriente, esperanzada, el también sonrió, creía saber qué pasaba. Al llegar a la ventanilla podía distinguir los ojos alegres, como nunca de Rosa, él le dijo “Feliz cumpleaños, no había podido…” Rosa sonriendo dijo “Sí”, abrió la caja del anillo, pues todavía al final surgió una pequeña duda. Leonel tomó la caja, la abrió, sacó el anillo y se lo puso a Rosa.
De noche, todo mundo salía hacia su auto o hacia el transporte que la UTTSM facilitaba a la gente. Entre ellos, Leonel y Rosa Angélica, sin prisa.
Su lugar de trabajo. ¿En verdad trabajaba en una universidad, o era sólo en el área de objetos perdidos de una universidad? Ésta era una duda permanente que se le resolvía temporalmente cuando le preguntaban dónde trabajaba. “¿Dónde trabajas?” “En la universidad Técnica y Tecnológica Superior de México” no era lo mismo que decir “En el área de objetos perdidos de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México”. Muy pocas veces alguien le preguntaba qué hacía exactamente ahí, por lo que como regla se guardaba los detalles, sin embargo ella sentía cómo su lugar de trabajo, a pesar de estar dentro de la universidad parecía estar fuera de ella, o demasiado dentro de ella, o era un universo sumergido, aislado, olvidado, apartado, o extrañado, pero era también como su lugar propio, a veces más su lugar que su propia casa.
Cada rector que le había tocado recalcaba que todos, desde el más simple intendente hasta el más destacado catedrático eran parte de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México, pero el virtual aislamiento de Rosa Angélica, su esporádico contacto con compañeros de trabajo y personal docente y su alejamiento de lo que se decía o se veía en las aulas le decían lo contrario de aquello que los cuatro rectores decían en cada evento público.
Hoy, Rosa Angélica recibía la tarjeta de felicitación por su cumpleaños, que incluía el agradecimiento por su tezón y la invitación a seguir con su esfuerzo cotidiano una vez más. No era tanto que la recibiera, sino que se la encontraba, porque siempre se aparecía en el piso, cada año, rigurosamente, al abrir la puerta debajo de la cual la habían deslizado. Siempre recordaba que en su segundo aniversario de trabajo le contó de éste a Marcos, su amigo, y él solo le dijo “Mmm”. Ésta ha sido la única expresión cercana a una felicitación que Rosa Angélica había recibido de viva voz. Marcos sin embargo, dejó la universidad antes del tercer aniversario de Rosa Angélica. Era electricista de vocación, y en la universidad lo tenían como “Intendente reparador de artículos diversos”, un factotum. Rosa no sabía si volverle a anunciar su siguiente aniversario, pero Marcos fue a despedirse de ella dos semanas antes de que la fecha llegara, lo cual facilitó del todo la decisión de comunicarle o no de la fecha.
Martha y Leonel entraron a trabajar en la UTTSM casi simultáneamente, tres años después del ingreso de Rosa Angélica y meses después, mejor dicho semanas después de la salida de Marcos. Martha ha sido la amiga más cercana de Rosa después de Jaquelin, su mejor amiga de la infancia. Martha pasa por el área de objetos perdidos todos los días, en su descanso, para fumarse con Rosa un cigarrillo. Al principio, Martha quería convencerla de fumar para que se acompañaran mejor, pero no lo consiguió, aún así, por trece años, las amigas han tomado seis minutos diarios para contarse los sucesos de su vida. Cinco minutos y medio son para Martha, los treinta segundos iniciales Rosa Angélica le cuenta algo que seguro detona en Martha una anécdota, historia del pasado o reflexión o hasta un sermón.
Por su parte, casi desde que entró a trabajar aquí, Leonel, cuando pasa trapeando hace una breve estancia para hablar con Rosa Angélica, quien ha podido explayarse más con él, pues aunque Leonel se queda ahí a charlar por sólo dos o tres minutos, con él sí hay diálogo. Desde hace 13 años Leonel la ha pasado a saludar, primero por la mañana, luego antes de la hora de la comida.
Leonel es uno de los limpiadores de los salones y seguido encuentra objetos olvidados. En su afán por romper con lo cotidiano, Leonel hace entrega a Rosa Angélica de las cosas de forma singular: llega a pedir algun informe con una gorra de colores puesta en la cabeza, o bailando mientras escucha música en un walkman. A veces finge ser un luchador rudo usando el único guante que encontró en el piso, o modela unas gafas para sol, y unos aretes.
Martha y Leonel son, pues, los dos amigos de Rosa Angélica, son su momento del día, son sus oídos y su distracción, y así han sido por muchos años ya.
Una cosa que a Rosa Angélica le ha costado mucho trabajo entender es cómo los alumnos, todos, son tan iguales, son como uno mismo desde el primer día. Todos la tutean sin excepción, todos llegan a preguntar por sus cuadernos sin saludar. Ella se imagina que son muy inteligentes y que la inteligencia los vuelve a todos así de iguales y que cuando tienen que demostrarlo es cuando cada uno muestra quién en verdad es, pero mientras no sea necesario, todos mantienen una actitud estandarizada, casí robotizada, al menos con ella.
Otra cosa enigmática para Rosa Martha es que el área de objetos perdidos se mantenga funcionando después de los años, ya que de cada veinte extravíos sólo uno es reclamado, y de cada diez de éstos, nueve son cuadernos. Quizá la poca fe en la honradez prójima ha provocado que lo extraviado se dé por perdido, y así se han acumulado todo tipo de cosas, que ella, si le permitieran, podría clasificar no por fechas, sino por familias. La familia de las bufandas, los guantes, los pants, calentadores chamarras y suéteres; la familia de los relojes, calculadoras, radios, walkmans, discmans y esas cosas de ahora que tocan música y quién sabe dónde les cabe tanta porque no necesitan radio; la de los prendedores, aretes y todo lo que tiene agujas; claro, la de los objetos escolares: cuadernos, libros, lápices, plumas; la familia de los bolsos, anillos, mancuernillas y la familia de las cosas insólitas, las que nunca nadie va a reclamar, como son las cosas que tienen que ver con lo sexual: revistas, libros, videos, ropa y hasta juguetes. A Rosa parecía sorprendente que nadie reclamara un reloj, se veían muy finos siempre, o una chamarra de piel, o un arete de oro…
No fueron pocas las veces que Rosa Angélica propuso a su supervisor que publicaran una lista de los objetos recientemente perdidos, con una pequeña descripción para no revelar de más y la persona equivocada los reclamara. Pero igual que con su clasificación personal de familias, aquí las ideas quedaron sólo como propuestas desechables.
Rosa Angélica tuvo un novio, Eladio, quien se fue a los Estados Unidos hace quince años. Ella lo esperó cinco, a que volviera o mandara por ella, pero nada de esto sucedió. El quinto año ella terminó de juntar para ir a verlo, antes de irse Eladio a los Estados Unidos y quizá oír que le pidiera quedarse con él, pero Eladio, al escuchar sobre los ahorros y los planes de Rosa Angélica de visitarlo, decidió confesarle que tenía una mujer y un hijo de dos años, casi tres.
Hace poco Leonel le llevó a Rosa Angélica un anillo y como es su costumbre payasear, se lo entregó hincado. Rosa Angélica lo recibió muy extrañada pensando que un artículo así debía valer mucho tanto por su costo como por su valor sentimental y que alguien debería decir en el sonido de la universidad que había aparecido, pero extrañamente, nadie reclamó el anillo en días.
Hoy entonces, siendo su aniversario trabajando en la UTTSM “¿Aniversario? ¿la palabra aplica también para cosas que no importan?” hoy, pues, se quedaría a comer en su lugar de trabajo, con su tarjeta de felicitación y su comida como compañía. Como lo había hecho alguna otra vez, Rosa cerró la ventanilla, se puso cosas extraviadas y olvidadas hace años: una bufanda, dos aretes muy parecidos entre sí, un gorrito, y tomó uno de los walkman más viejos que había ahí y le puso pilas de uno que le llevaron hace poco. De su bolso sacó un cassette que ella misma grabó, era un “mano a mano” entre Dyango y José Luis Rodriguez “El Puma”, el primero un romántico, el segundo, más alegre, más fiestero. Se sirvió refresco rojo que trajo, simulando ser sidra rosada, y comenzó a bailar con la música de El Puma. Hace cinco años se puso ebria, en Navidad, cuando una tía, Elena, la invitó a Coatzacoalcos y no midió lo que bebió. Rosa Angélica trató de emular aquella sensación, que tuvo su fase alegre y placentera, antes de pasar a la vergonzosa. Era buena bailando, y el espejo que tenía frente a ella, uno que una vez trajo de casa, le confirmaba que el buen estilo se mantenía, pero no así la movilidad. De pronto, Rosa se percató más que nunca del paso del tiempo, paró de bailar, las bolsas en los ojos, la cara gruesa… su cuello ya no era el cuello largo que le enorgulleció alguna vez, y si bien su edad no era para tener gran cintura, aquí distaba mucho de haber una. Rosa Angélica percibió, hoy, que ella también ha sido un objeto perdido y olvidado por años. Ese espejo no tendría por qué estar ahí más, lo había llevado para sentir que había movimiento en el lugar, ésa fue su explicación psicológica, después de haber decidido ponerlo ahí, pero ahora no tenía sentido, había que quitarlo y alejar a todo testigo del despiadado paso del tiempo. Así fue como decidió retirarlo de la pared, pero al querer ponerlo en algún lugar, recargado, de espaldas, el impulso la llevó a estrellarlo con uno de los estantes una y otra vez, hasta convertirlo en astillas. Era más resistente de lo que imaginaba, y cuánto mejor, así podía estrellarlo una y otra vez contra el estante y liberar una frustración pero también una ira que no sabía que tenía guardada. A esa hora poca gente pasaba afuera, y de todos modos no le importaba, o le importaba poco. Los vidrios acabaron repartidos entre cajas, cosas, estantes y piso. “¡Qué bueno!”, era lo de menos. Podían pasar días y ni siquiera la gente del aseo pasaba por ese lugar de cosas olvidadas. Sin embargo, Rosa comenzó a quitar trozos y astillas, la furia había cedido el lugar a la triste resignación y al sentido del deber, el lugar de trabajo debía estar siempre igual, siempre listo para que alguien viniera a reclamar algo. De pronto, Rosa se vio recogiendo pedazos de espejo obsesivamente, no podía quedar ni uno, aunque hubiera que pasar el resto del día haciéndolo. Recordó una película que vio de unos hermanos que estaban de visita en Japón y que aprendieron a hacer tareas con paciencia, por arduas o absurdas que parecieran. Paciencia, eso era lo que a Rosa le había sobrado en la vida. Paciencia que se le había vuelto pasividad, letargo y ahora angustia. Un pinchazo, profundo e intenso hizo a Rosa cerrar los ojos, pero al abrirlos, casi instantaneamente, su mirada se encontró con el anillo que hacía semanas Leonel le dejó. La imagen del anillo coincidió con la imagen de Leonel hincado entregándoselo. El dedo le dolía intensamente, era uno de esos pinchazos de poca sangre, apenas una gotita esférica y pequeña, pero mucho dolor. Leonel no estaba haciendo el payaso esa vez. Quizá otras sí. Esa vez no. Por eso la actitud seria de Leonel las últimas semanas, o no seria, reservada, expectante, pero paciente, ésta si, prudente, ignorando que ella no había percibido que esta vez era en serio. Quizá él lo hizo así de intento. Quizá hizo parecerla otra de sus chistosadas porque desde que la conoció quiso mostrarle su carácter desenfadado, quizá desde el principio él la quería y su plan de payasear terminaba con la entrega teatral del anillo, quizá era serio y ella no lo había percibido así. Todo esto lo percibió en un segundo y a partir del pinchazo.
Era hora de abrir la ventanilla. Todavía estaban espejos pequeños por todos lados. Espejos que multiplicadamente reflejaban el paso del tiempo. Pero eso ahora no importaba, ni importaría más nunca ya. Palabras en orden venezolano, pensó, como las canciones de el Puma.
Al abrir la ventanilla la tarde tenía un amarillo deslumbrante, que el aislamiento de Rosa no permitía advertir. El calor intenso no era un obstáculo para la ansiedad expectante de la visita acostumbrada, justo a esta hora, del hombre con el trapeador como instrumento de trabajo pulcro que arrasaba con todo lo no deseado de los pasillos del ala este de la universidad, en todos sus pisos y niveles.
Ahí estaba, era casi una silueta entre la luz abrazadora, pero ahí estaba Leonel, que algo percibió en Rosa desde que la vio, firme, sonriente, esperanzada, el también sonrió, creía saber qué pasaba. Al llegar a la ventanilla podía distinguir los ojos alegres, como nunca de Rosa, él le dijo “Feliz cumpleaños, no había podido…” Rosa sonriendo dijo “Sí”, abrió la caja del anillo, pues todavía al final surgió una pequeña duda. Leonel tomó la caja, la abrió, sacó el anillo y se lo puso a Rosa.
De noche, todo mundo salía hacia su auto o hacia el transporte que la UTTSM facilitaba a la gente. Entre ellos, Leonel y Rosa Angélica, sin prisa.
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