miércoles, 27 de abril de 2011

Extraviados y olvidados

Rosa Angélica cumplía 16 años de trabajar en la Universidad. Esta vez, como los primeros días, cuando empezó a trabajar ahí, no quería ir al comedor, quería quedarse en su lugar de trabajo, por eso se trajo sus portaviandas. Eso sí, se cocinó desde la noche anterior. Quería que fuera un día diferente, aunque nadie lo notara, sólo para ella.
Su lugar de trabajo. ¿En verdad trabajaba en una universidad, o era sólo en el área de objetos perdidos de una universidad? Ésta era una duda permanente que se le resolvía temporalmente cuando le preguntaban dónde trabajaba. “¿Dónde trabajas?” “En la universidad Técnica y Tecnológica Superior de México” no era lo mismo que decir “En el área de objetos perdidos de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México”. Muy pocas veces alguien le preguntaba qué hacía exactamente ahí, por lo que como regla se guardaba los detalles, sin embargo ella sentía cómo su lugar de trabajo, a pesar de estar dentro de la universidad parecía estar fuera de ella, o demasiado dentro de ella, o era un universo sumergido, aislado, olvidado, apartado, o extrañado, pero era también como su lugar propio, a veces más su lugar que su propia casa.

Cada rector que le había tocado recalcaba que todos, desde el más simple intendente hasta el más destacado catedrático eran parte de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México, pero el virtual aislamiento de Rosa Angélica, su esporádico contacto con compañeros de trabajo y personal docente y su alejamiento de lo que se decía o se veía en las aulas le decían lo contrario de aquello que los cuatro rectores decían en cada evento público.

Hoy, Rosa Angélica recibía la tarjeta de felicitación por su cumpleaños, que incluía el agradecimiento por su tezón y la invitación a seguir con su esfuerzo cotidiano una vez más. No era tanto que la recibiera, sino que se la encontraba, porque siempre se aparecía en el piso, cada año, rigurosamente, al abrir la puerta debajo de la cual la habían deslizado. Siempre recordaba que en su segundo aniversario de trabajo le contó de éste a Marcos, su amigo, y él solo le dijo “Mmm”. Ésta ha sido la única expresión cercana a una felicitación que Rosa Angélica había recibido de viva voz. Marcos sin embargo, dejó la universidad antes del tercer aniversario de Rosa Angélica. Era electricista de vocación, y en la universidad lo tenían como “Intendente reparador de artículos diversos”, un factotum. Rosa no sabía si volverle a anunciar su siguiente aniversario, pero Marcos fue a despedirse de ella dos semanas antes de que la fecha llegara, lo cual facilitó del todo la decisión de comunicarle o no de la fecha.

Martha y Leonel entraron a trabajar en la UTTSM casi simultáneamente, tres años después del ingreso de Rosa Angélica y meses después, mejor dicho semanas después de la salida de Marcos. Martha ha sido la amiga más cercana de Rosa después de Jaquelin, su mejor amiga de la infancia. Martha pasa por el área de objetos perdidos todos los días, en su descanso, para fumarse con Rosa un cigarrillo. Al principio, Martha quería convencerla de fumar para que se acompañaran mejor, pero no lo consiguió, aún así, por trece años, las amigas han tomado seis minutos diarios para contarse los sucesos de su vida. Cinco minutos y medio son para Martha, los treinta segundos iniciales Rosa Angélica le cuenta algo que seguro detona en Martha una anécdota, historia del pasado o reflexión o hasta un sermón.

Por su parte, casi desde que entró a trabajar aquí, Leonel, cuando pasa trapeando hace una breve estancia para hablar con Rosa Angélica, quien ha podido explayarse más con él, pues aunque Leonel se queda ahí a charlar por sólo dos o tres minutos, con él sí hay diálogo. Desde hace 13 años Leonel la ha pasado a saludar, primero por la mañana, luego antes de la hora de la comida.

Leonel es uno de los limpiadores de los salones y seguido encuentra objetos olvidados. En su afán por romper con lo cotidiano, Leonel hace entrega a Rosa Angélica de las cosas de forma singular: llega a pedir algun informe con una gorra de colores puesta en la cabeza, o bailando mientras escucha música en un walkman. A veces finge ser un luchador rudo usando el único guante que encontró en el piso, o modela unas gafas para sol, y unos aretes.

Martha y Leonel son, pues, los dos amigos de Rosa Angélica, son su momento del día, son sus oídos y su distracción, y así han sido por muchos años ya.

Una cosa que a Rosa Angélica le ha costado mucho trabajo entender es cómo los alumnos, todos, son tan iguales, son como uno mismo desde el primer día. Todos la tutean sin excepción, todos llegan a preguntar por sus cuadernos sin saludar. Ella se imagina que son muy inteligentes y que la inteligencia los vuelve a todos así de iguales y que cuando tienen que demostrarlo es cuando cada uno muestra quién en verdad es, pero mientras no sea necesario, todos mantienen una actitud estandarizada, casí robotizada, al menos con ella.

Otra cosa enigmática para Rosa Martha es que el área de objetos perdidos se mantenga funcionando después de los años, ya que de cada veinte extravíos sólo uno es reclamado, y de cada diez de éstos, nueve son cuadernos. Quizá la poca fe en la honradez prójima ha provocado que lo extraviado se dé por perdido, y así se han acumulado todo tipo de cosas, que ella, si le permitieran, podría clasificar no por fechas, sino por familias. La familia de las bufandas, los guantes, los pants, calentadores chamarras y suéteres; la familia de los relojes, calculadoras, radios, walkmans, discmans y esas cosas de ahora que tocan música y quién sabe dónde les cabe tanta porque no necesitan radio; la de los prendedores, aretes y todo lo que tiene agujas; claro, la de los objetos escolares: cuadernos, libros, lápices, plumas; la familia de los bolsos, anillos, mancuernillas y la familia de las cosas insólitas, las que nunca nadie va a reclamar, como son las cosas que tienen que ver con lo sexual: revistas, libros, videos, ropa y hasta juguetes. A Rosa parecía sorprendente que nadie reclamara un reloj, se veían muy finos siempre, o una chamarra de piel, o un arete de oro…

No fueron pocas las veces que Rosa Angélica propuso a su supervisor que publicaran una lista de los objetos recientemente perdidos, con una pequeña descripción para no revelar de más y la persona equivocada los reclamara. Pero igual que con su clasificación personal de familias, aquí las ideas quedaron sólo como propuestas desechables.

Rosa Angélica tuvo un novio, Eladio, quien se fue a los Estados Unidos hace quince años. Ella lo esperó cinco, a que volviera o mandara por ella, pero nada de esto sucedió. El quinto año ella terminó de juntar para ir a verlo, antes de irse Eladio a los Estados Unidos y quizá oír que le pidiera quedarse con él, pero Eladio, al escuchar sobre los ahorros y los planes de Rosa Angélica de visitarlo, decidió confesarle que tenía una mujer y un hijo de dos años, casi tres.

Hace poco Leonel le llevó a Rosa Angélica un anillo y como es su costumbre payasear, se lo entregó hincado. Rosa Angélica lo recibió muy extrañada pensando que un artículo así debía valer mucho tanto por su costo como por su valor sentimental y que alguien debería decir en el sonido de la universidad que había aparecido, pero extrañamente, nadie reclamó el anillo en días.

Hoy entonces, siendo su aniversario trabajando en la UTTSM “¿Aniversario? ¿la palabra aplica también para cosas que no importan?” hoy, pues, se quedaría a comer en su lugar de trabajo, con su tarjeta de felicitación y su comida como compañía. Como lo había hecho alguna otra vez, Rosa cerró la ventanilla, se puso cosas extraviadas y olvidadas hace años: una bufanda, dos aretes muy parecidos entre sí, un gorrito, y tomó uno de los walkman más viejos que había ahí y le puso pilas de uno que le llevaron hace poco. De su bolso sacó un cassette que ella misma grabó, era un “mano a mano” entre Dyango y José Luis Rodriguez “El Puma”, el primero un romántico, el segundo, más alegre, más fiestero. Se sirvió refresco rojo que trajo, simulando ser sidra rosada, y comenzó a bailar con la música de El Puma. Hace cinco años se puso ebria, en Navidad, cuando una tía, Elena, la invitó a Coatzacoalcos y no midió lo que bebió. Rosa Angélica trató de emular aquella sensación, que tuvo su fase alegre y placentera, antes de pasar a la vergonzosa. Era buena bailando, y el espejo que tenía frente a ella, uno que una vez trajo de casa, le confirmaba que el buen estilo se mantenía, pero no así la movilidad. De pronto, Rosa se percató más que nunca del paso del tiempo, paró de bailar, las bolsas en los ojos, la cara gruesa… su cuello ya no era el cuello largo que le enorgulleció alguna vez, y si bien su edad no era para tener gran cintura, aquí distaba mucho de haber una. Rosa Angélica percibió, hoy, que ella también ha sido un objeto perdido y olvidado por años. Ese espejo no tendría por qué estar ahí más, lo había llevado para sentir que había movimiento en el lugar, ésa fue su explicación psicológica, después de haber decidido ponerlo ahí, pero ahora no tenía sentido, había que quitarlo y alejar a todo testigo del despiadado paso del tiempo. Así fue como decidió retirarlo de la pared, pero al querer ponerlo en algún lugar, recargado, de espaldas, el impulso la llevó a estrellarlo con uno de los estantes una y otra vez, hasta convertirlo en astillas. Era más resistente de lo que imaginaba, y cuánto mejor, así podía estrellarlo una y otra vez contra el estante y liberar una frustración pero también una ira que no sabía que tenía guardada. A esa hora poca gente pasaba afuera, y de todos modos no le importaba, o le importaba poco. Los vidrios acabaron repartidos entre cajas, cosas, estantes y piso. “¡Qué bueno!”, era lo de menos. Podían pasar días y ni siquiera la gente del aseo pasaba por ese lugar de cosas olvidadas. Sin embargo, Rosa comenzó a quitar trozos y astillas, la furia había cedido el lugar a la triste resignación y al sentido del deber, el lugar de trabajo debía estar siempre igual, siempre listo para que alguien viniera a reclamar algo. De pronto, Rosa se vio recogiendo pedazos de espejo obsesivamente, no podía quedar ni uno, aunque hubiera que pasar el resto del día haciéndolo. Recordó una película que vio de unos hermanos que estaban de visita en Japón y que aprendieron a hacer tareas con paciencia, por arduas o absurdas que parecieran. Paciencia, eso era lo que a Rosa le había sobrado en la vida. Paciencia que se le había vuelto pasividad, letargo y ahora angustia. Un pinchazo, profundo e intenso hizo a Rosa cerrar los ojos, pero al abrirlos, casi instantaneamente, su mirada se encontró con el anillo que hacía semanas Leonel le dejó. La imagen del anillo coincidió con la imagen de Leonel hincado entregándoselo. El dedo le dolía intensamente, era uno de esos pinchazos de poca sangre, apenas una gotita esférica y pequeña, pero mucho dolor. Leonel no estaba haciendo el payaso esa vez. Quizá otras sí. Esa vez no. Por eso la actitud seria de Leonel las últimas semanas, o no seria, reservada, expectante, pero paciente, ésta si, prudente, ignorando que ella no había percibido que esta vez era en serio. Quizá él lo hizo así de intento. Quizá hizo parecerla otra de sus chistosadas porque desde que la conoció quiso mostrarle su carácter desenfadado, quizá desde el principio él la quería y su plan de payasear terminaba con la entrega teatral del anillo, quizá era serio y ella no lo había percibido así. Todo esto lo percibió en un segundo y a partir del pinchazo.

Era hora de abrir la ventanilla. Todavía estaban espejos pequeños por todos lados. Espejos que multiplicadamente reflejaban el paso del tiempo. Pero eso ahora no importaba, ni importaría más nunca ya. Palabras en orden venezolano, pensó, como las canciones de el Puma.

Al abrir la ventanilla la tarde tenía un amarillo deslumbrante, que el aislamiento de Rosa no permitía advertir. El calor intenso no era un obstáculo para la ansiedad expectante de la visita acostumbrada, justo a esta hora, del hombre con el trapeador como instrumento de trabajo pulcro que arrasaba con todo lo no deseado de los pasillos del ala este de la universidad, en todos sus pisos y niveles.

Ahí estaba, era casi una silueta entre la luz abrazadora, pero ahí estaba Leonel, que algo percibió en Rosa desde que la vio, firme, sonriente, esperanzada, el también sonrió, creía saber qué pasaba. Al llegar a la ventanilla podía distinguir los ojos alegres, como nunca de Rosa, él le dijo “Feliz cumpleaños, no había podido…” Rosa sonriendo dijo “Sí”, abrió la caja del anillo, pues todavía al final surgió una pequeña duda. Leonel tomó la caja, la abrió, sacó el anillo y se lo puso a Rosa.

De noche, todo mundo salía hacia su auto o hacia el transporte que la UTTSM facilitaba a la gente. Entre ellos, Leonel y Rosa Angélica, sin prisa.

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