sábado, 30 de abril de 2011

El escritor de finales

El despachito era acogedor, porque estaba muy lleno de cosas: libros, algún mueble semioculto, libros, libreros, libros, un escritorio, una vieja lámpara, una vieja máquina de escribir, Luis y libros. Es un desorden donde se nota perfecto que su habitante no deja entrar a nadie, porque es su lugar. Luis cumplió 52 años hace seis meses, pero eso lo sabemos sólo nosotros y su esposa Isabel, que está sentada en el comedor, trabajando. A él no le importaba su edad. Le importaba escribir. Escribir finales, que era su trabajo. Luis leía una hoja impresa que había sido escrita en computadora, luego la puso boca abajo sobre una pila con otras hojas. Hay otros 6 o 7 tambaches de hojas, unos con unas 100 hojas, otros con unas 140, otros con 50, otros con 120. Dejó la hoja que leía sobre el montón, y puso ambas manos sobre los muslos con los dedos encontrados. Luis había pensado un buen final por la noche, estaba por recordarlo, pero un beep comenzó a sonar en su cabeza, con una mueca, se tocó el oído, más bien se lo tapó, uniendo el cartílago con el orificio auricular, para aislar de todo ruido.
-¿Hola? ¿Andrés?
-Hola. -La voz de Andrés cuando no había buenas noticias era inconfundible.
-¿Qué pasó
-Nada aquí. No se resolvió. Creo que nos quedaremos así.

Andrés y Luis se referían a la huelga de escritores de finales a ellos que emplazaron y que creían hoy se resolvería.
-El final de los escritores de finales. -Luis comentó pensativo, como si se sorprendiera de su ironía instantánea.
-Lo siento, Luis. Tal vez sea tiempo de hacer algo más. Por ahora nosotros seguiremos aquí plantados.

Luis se soltó el oído. El comedor y la sala de su casa son acogedores también. Alguien diría que están saturados, pero quien ame los libros pensaría que son acogedores, porque ahí hay más libros, ahora entre viejos –pero bien conservados- muebles, decenas de adornos de porcelana y cuadros con retratos, reproducciones de pinturas y algunas pinturas realizadas por Isabel. Alguien notaría también que los libros no están simplemente apilados, sino acomodados. En la cocina, donde, claro, también hay algunos libros, la vieja estufa tiene en la puerta de su horno una pinza fabricada para mantenerla cerrada. Isabel, cuatro años menor que Luis, acomoda varios pasteles que están listos para ser decorados.
-¡¿Pero, tú me imaginas haciendo otra cosa en la vida?!
-Vamos, vamos, Luis, ¿recuerdas a mi primo Fernando, el que es segundo martillador? Pues él acaba de perder su trabajo en la fábrica por una máquina remachadora, ahora sigue siendo segundo martillador, pero en las vías del ferrocarril. La situación está complicada para todos.
Luis lo imaginó perfecto. La fila de martilladores en las vías del ferrocarril tenía algo de simpático y algo de conmovedor, por igual. La fila de martilladores, con Fernando, el larguirucho y encorvado primo de Isabel en el segundo lugar en las filas para clavar las vías. Algo de sentido tendría que hubiera un orden, no era lo mismo ser el primer martillador que el segundo o el tercero, o el cuarto. La hiperespecialización había llegado a todos los ámbitos y labores, las artísticas y las más rudas. Esto lo pensaba mientras recordaba ese segundo martillazo tan solvente, tan exacto que Fernando era capaz de dar antes de pasar con el siguiente durmiente, claro, siempre detrás del primer martillador y del colocador. A decir verdad, a Luis le parecía mejor un trabajo de segundo martillador en las vías del ferrocarril que en una fábrica, pero quizá ésa era una apreciación meramente estética y por lo tanto superficial para la realidad. ¿Qué diría el propio Fernando si le dijeran que Luis, el esposo de su prima Isabel, ahora tendrá que ponerle final a otra cosa que no fueran historias en libros? Luis salió de su oficinita y se paró junto a Isabel, que estaba a punto de poner el decorado final con una duya en los pasteles, pero al ver que Luis llegaba junto a ella, se la dio para que él lo hiciera con plena libertad.
-¡Pero aún así sigue siendo segundo martillador! –dijo Luis dándose cuenta en ese momento.
-Pero en un giro diferente. Tú también podrías poner final a otras cosas, no necesariamente a novelas.
-Tú que crees que pasará si los libros son editados sin final. ¡De por sí ya hay pocos lectores en todo el mundo! -dijo Luis mientras adornaba los pasteles magistralmente.
-Este señor se salió con la suya, ¿no?
-¿Quién? el…
-¡Ése! ¿Pues no la huelga es en su contra?
- Juan, sí. Valiente editor nos dejó el destino. Dejó sin trabajo a mucha gente, a los escritores de partes complicadas…
-A tu amigo Lázaro, el músico de partes tristes. Casi interrumpió Isabel, molesta.
-Claro, porque afectó también a los guionistas y al cine…
-Qué puede tener alguien en la cabeza para idear algo así -finalizó indignada.

Luis ahora imaginó a Lázaro, quien seguramente en ese mismo momento estaba en su cuarto de práctica, sentado junto a su fagot, triste, sin tocar.
-Sí -dijo Luis suspirando.
-¡Qué fácil! ¡Quitar las complicaciones de las historias y meter en una gorda a un tumulto de gente, complicándoles la vida real!

Luis ahora no quiso imaginar a ningún tumulto de gente desempleada esperando una resolución definitiva para su carrera. Sólo se quedó pensativo, con los ojos demasiado abiertos y la mirada perdida, como siempre que se queda cuando está pensativo.
-Ése es su argumento. Dice que la vida es demasiado complicada como para que haya nudos en las lecturas, es infame -terminó Luis.
-Ridículo –remató Isabel.

Con ojos demasiado abiertos y la mirada perdida, Luis, pasó caminando frente a varias decenas de huelguistas que con dignidad mantenían su reclamo y sus pancartas a pesar de que el final de los escritores de finales parecía acercarse irremediablemente. Frente a ellos un guardia permanecía de pie, tenso, con un nervioso pastor alemán, a pesar de esto, los huelguistas estaban tranquilos, tal vez por desanimados, con pancartas que dicen: “Si el arte rehúye a la vida, sólo le queda morir” “¿Novelas sin final? El final de las novelas.” “¿Cómo se llamó la obra? El fin.”

Andrés, otro escritor de finales, de complexión robusta tendiendo a cierta flacidez, con media camisa fuera del pantalón y un gallo en el pelo, se acerca a Luis.

-¿Vienes a hacer barullo con nosotros? -Preguntó Andrés a modo de saludo.
-No. Por ahora tú y yo no nos conocemos ¿OK? Tú sólo mantenlos tranquilos.

El edificio de oficinas tiene unas letras doradas, gigantes “E U” y en pequeño Editores Unidos. Afuera hay tres guardias que vigilan atentamente que la protesta no se convierta en revuelta, uno de ellos tiene otro perro. Luis, fue caminando hacia uno de ellos con soltura y naturalidad.
-Soy Luis, vengo a ver a Juan.

Esta relajación confundió a los guardias, pues ellos vieron que Luis hablaba con Andrés y esperaban más hostilidad o nerviosismo de su parte. Luis los miró por un momento, y ante su confusión, recargó la muñeca de su brazo derecho a un lector de pantalla que estaba en el muro junto a la entrada. La pantalla desplegó la foto de Luis y un texto: Luis Cardozo, amigo de Juan Fernández. Cita: No hay cita. El primer guardia leyó el texto de la pantalla.
-No tiene cita con el señor.
-Jamás he necesitado cita para ver a mi amigo. Llámenle y verán.

Una tensa pausa se hizo. Los guardias se miraban entre sí, el perro se inquietaba y ladraba sin parar. El primer guardia, dudoso, miró a la gente, luego volteó a la cámara. Luis volteó hacia la cámara y negó con la cabeza.
-¿Cree que ellos van a meterse? Yo los veo más derrotados que un impresor.
-¿Impresor? ¿Qué es eso? -Preguntó el primer guardia.
-Vengo a proponerle a mi amigo un negocio feliz.
-¿Un negocio feliz? –Preguntó sorprendido el segundo guardia.
-¡Un negocio feliz! –dijo el tercer guardia hablando por primera vez-. Déjenlo pasar, y avisen al señor.

Los guardias se pusieron alerta mirando al tumulto. El primer guardia, de espaldas a la pared, levantó por un segundo la muñeca hacia el lector y la puerta se abrió un resquicio. Luis, sorprendido por su logro, pasó como pudo por el resquicio. Tenía ya el acceso para ver a Juan, sin importar que este acceso fuera angosto. Inmediatamente después del paso de Luis, la puerta se cerró. Los huelguistas miraban atentos, algunos incluso se espabilaron, Andrés, como pudo les hizo una señal pidiéndoles calma y disimulo a la que éstos respondieron medianamente. Los guardias vigilaban serios y amenazantes, en algún momento se miraron entre sí, dudando si habían hecho bien en dejar pasar a ese supuesto amigo del presidente de la editorial. Fue en eso cuando apareció por la pantalla, la cara sonriente de una recepcionista.
-El señor pregunta a qué asunto viene el señor Luis.
-Viene a proponer un negocio feliz –replicó el primer guardia.
-¿Le pueden dar cita? El señor dice que cualquier día de la siguiente semana, que hoy no, por los huelguistas.

Los guardias se miraron entre sí sorprendidos. El primer guardia, que fue quien dejó pasar a Luis, estaba angustiado.
-Ya está en camino a su oficina –dijo.

La cara de la recepcionista permanecía absurdamente sonriente, pero detrás de la sonrisa se percibía una contrariedad contenida.

-Le diré al señor que ya lo dejaron pasar. Tengo el registro del chip que activó la puerta de entrada –dijo la recepcionista dejando escapar un poco de la ira que sentía, y que por políticas de la empresa tenía prohibido demostrar.

En el interior de las oficinas, Luis avanzaba entre gente tecleando directo sobre monitores pequeños implantados horizontalmente sobre blancas mesas. El lugar era ascéptico, minimalista y blanco, como siempre imaginamos el futuro. Toda la gente sonreía permanentemente mientras trabaja, algunos volteando a ver a Luis para estudiarlo, sin dejar de sonreír. Al llegar con la recepcionista, que apareció en la pantalla exterior, Luis quería decir algo, pero la recepcionista comenzó a hablar primero.

La recepcionista, controlando su sonrisa le dijo a Luis “Le diré al señor que ya está usted aquí”.
-Gracias –contestó Luis con amabilidad burlona.

La recepcionista entró a la oficina del presidente e instantáneamente salió. Luis entendió que al entrar, ésta sólo hizo una mueca a Juan, indicándole la llegada de la visita transgresora.

Con una más notoriamente falsa sonrisa, la recepcionista se refirió a Luis con una mirada que parecía dirigirse a sus ojos, pero en realidad no lo hacía.
-El señor dice que pase.

La oficina de Juan es una continuación de la decoración del resto de las oficinas, pero en la pared hay cuadros con fotos de una máquina de escribir como la que tiene Luis, una computadora de escritorio, una imprenta, un libro.
Juan, de la misma edad de Luis, usaba una camisa blanca de rayas rosas apenas perceptibles pero que daban a la camisa un tono rosa apastelado. Sus iniciales J y F en el bolsillo de la camisa destacaban como la E y la U de la fachada del edificio. El rápido vistazo regresó a la cara ahora sonriente de Juan. Parecía que había un molde de sonrisa en el cajón de cada escritorio.
-¡¿Luis Cardozo?! ¡Qué bueno verte, qué sorpresiva visita! Quién me hubiera dicho que no nos íbamos a ver hasta el 2027 ¡Y que además sería para que me propusieras un negocio feliz! ¡En estos tiempos que justo necesitamos de cosas felices!
-Sí, Juan, necesitamos que permitas que las historias tengan final de nuevo, eso traerá nuevamente a los lectores de libros –Luis no reparó en saludos de falsa alegría.
-Sabía de qué se trataba esto, lograste entrar, bueno, eres amigo. Con la misma prontitud de tu petición yo te daré una propuesta, es casi un negocio: cerrador de ediciones, ¿mm?
-Lo que tú quieres es cerrar toda la industria de una vez por todas.
-Mira, Luis, ésta es una nueva era, sólo se necesitan historias felices, gracias a eso todavía la gente lee, poco, pero lee. Ya no se necesitan finalizadores de historias, ese dinero se puede usar para otra cosa.
-Escribíamos juntos, tenías unos finales buenísimos…
-Pero mi especialidad era el giro del tipo que complicaba todo al protagonista ¿recuerdas?
-Los dos iniciamos en esto Juan, éramos amigos.
-¡Pero si seguimos siendo amigos! ¡Eso es muy aparte!
-Tengo en casa a Susana Cicini, a Carlitos Tancredo, y a una tortuga esperando por fin llegar con su amigo el árbol.
-¿Quiénes son ellos?
-¡Necesitan finales! No puedo creer la falta de sensibilidad y de empatía!
-Imposible, Luis, es algo global, no es una decisión personal.
-Entonces, creo que ni aunque me clavaran al piso aceptaría que soy tu amigo.

Luis salió de golpe de la oficina. En su recorrido de regreso, enojado, los empleados sonrientes lo miraban irse. Ahora parecía que con esa sonrisa celebraran el enojo de Luis, implicando con él la victoria de su presidente, fuera cual fuera el motivo del conflicto.

Afuera se encontraban tres guardias, pero uno de ellos había sido sustituído, el que permitió el acceso a Luis. El guardia dos se tocó el oído, presionándose el cartílago contra el orificio auricular, y asintió. Nuevamente se abrió sólo un resquicio de la puerta. Luis, como pudo, salió, de ladito, aún enojado. Los guardias, sabiendo de su inocuidad, ahora ignoraban a Luis y vigilaban al grupo de huelguistas. La puerta se cerró. Luis llegó a donde estaba Andrés, se miraban, la expresión de Luis era de enojo y desesperanza. Andrés lo comprendió y bajo la mirada, luego volteó hacia el grupo de huelguistas que ya no estaban expectantes, y negó con la cabeza. Los del grupo, con su actitud, expresaron esa resignación definitiva, posterior a la última esperanza.

De vuelta en su departamento, Luis, se encontraba sentado en su escritorio, la máquina de escribir yacía a un lado, más pesada, casi hundiéndose, tal vez porque ya no había tambaches de páginas alrededor. La mirada fija, con ojos muy abiertos de Luis, no cedió al escuchar a Isabel, que hacía costura con una máquina de coser entre el comedor y la sala.
-No te preocupes Luis, no sólo eres finalizador de textos, todo lo que sabes seguro te servirá para salir adelante.
-¿Pero, qué sé? No le puedo quitar su lugar a nadie, ¡cada quien tiene su territorio! filósofos de silogismos, científicos de hipótesis, pintores de contornos, condimentadores de platillos con pavo, escritores de principios de historias, de partes medias de historias.
-No sé, algo debes poder hacer con todo lo que sabes. ¡Mírame a mí! Yo no estoy en eso de la hiperespecialización.
Desde su escritorio Luis volteó a ver a su esposa, por primera vez se percató de lo que estaba haciendo. Isabel no paraba mientras hablaba, movía la tela una y otra vez, y pedaleaba en su máquina de escribir antigua.
-Todo lo que sabes hacer seguro te servirá para salir adelante.
Mientras Isabel continuaba, el movimiento del pedal, la tela y la aguja provocaron un efecto hipnótico en Luis que tenía los ojos muy abiertos y la mirada extraviada. “Mi especialidad era la parte donde todo estaba perdido para el protagonista.” “Tu amigo Lázaro, el músico de partes tristes.” Decían Juan e Isabel alternadamente, una y otra vez. Luego entro su propia voz diciéndole a Juan “Ni aunque me clavaran del piso aceptaría que soy tu amigo.” Luego, nuevamente Isabel “Mi primo Fernando, el que es segundo martillador…” y luego su propia voz “¡¿Pero, tú me imaginas haciendo otra cosa en la vida?!”. El pedal, la aguja, la tela y la imagen apacible de Isabel, preocupada, pero apacible, terminaron con la retahila de frases y de ideas en la cabeza de Luis. Ahora sólo había imágenes en su mente, y esas imágenes se le juntaron con las de Juan, Fernando y Lázaro, y ésas con las de la recepcionista y los guardias con sus perros.

Luis caminaba a paso veloz y firme hacia el edificio de EU, su andar ahora no era natural y relajado como hacía unos días, sino decidido, hasta podría decirse que intimidante. Detrás de él iban Lázaro con su fagot y Fernando con un marro de mango muy largo. Al verlos pasar, los huelguistas se espabilaron a un solo tiempo. Andrés, quien estaba hablando con un par de transeúntes que preguntaban sobre las causas de la huelga miró incrédulo a Luis mientras pasaba junto a él con enormes zancadas, y a su comitiva disimulando el esfuerzo por mantenerle el paso. Luis respondió a la mirada de Andrés, sin decir nada. Los guardias sorprendidos se pusieron en alerta y uno de ellos incluso le quitó el bozal a su perro, el animal, al ver el gigante marro de Lázaro se espantó, pero al ver el fagot, se aterró. Luis, encarador, levantó la mano del segundo guardia, quien catatónico sólo vio cómo se abría la puerta. Los huelguistas se pusieron en guardia, Andrés alzó apenas los dedos de una mano, como para pedirles que se detuvieran, pero para que arrancaran si él bajaba los dedos. Luis hizo una seña a Fernando y a Lázaro para entrar, y éstos, como pudieron, lo hicieron. La cara de la recepcionista apareció en la pantalla, tarde como la primera vez.
-¿Quién busca al señor?
-¡Soy yo de nuevo! -Dijo Luis haciendo una sonrisa falsa, como si se la hubiera puesto al pasar por la puerta de Editores Unidos.

Los guardias, vieron incrédulos sonreír a Luis, los ladridos del perro los despertaron de su catatonia, pero se percataron de que tenían a los huelguistas ya rodeándolos.

Dentro de las oficinas, Luis caminaba veloz con su séquito, pasaba tan rápido que los empleados esta vez no tuvieron tiempo de ponerse su propia sonrisa. Finalmente, los tres llegaron frente a la recepcionista que estaba de pie frente a la puerta de la oficina de Juan.
-El señor no lo esperaba –dijo la recepcionista con reclamo y con una ira cada vez menos contenida.
- Ni yo esperaba que me esperara –contestó Luis con cinismo, viendo que la paciencia de la recepcionista se acababa. Casi quería esperar a ver cómo esto ocurría antes de entrar con Juan, pero mejor la esquivó aprovechando su congelamiento para entrar a la oficina de su “ex” amigo.

En la oficina, Juan de pie frente a su escritorio esperaba la irrupción de Luis, llevaba puesta una camisa rosa, con sus iniciales JF en el bolsillo.
-¡Eh! ¡¿Qué?! –exclamó Juan que no esperaba ver a toda la comitiva.
Sin decir nada, Luis avanzó hacia Juan, que lo encaraba valiente.
-Lázaro, ¡Ayúdame! ¡¿En qué quedamos?! –gritó Luis al estupefacto Lázaro
Lázaro, como puede, ayudó a Luis a tirar a Juan al piso, Fernando sacó de su bolsillo un clavo muy grande.
-¡¿Qué les pasa?! ¡Artemisa!
Juntando valor, Artemisa entró, y al ver la escena se puso las manos en la cara.
-¡Le pedí dos cafés –dijo Luis como pudo- Lázaro, ¡ponle el clavo en la camisa! -Lázaro sacó de su bolsillo un clavo de vía de ferrocarril y duplicando el esfuerzo lo sostuvo agarrando con él la camisa rosa de Juan, esperando a que Fernando actuara, pero éste no se atrevía a dar el martillazo.
-¿Qué pasa, Fernando?
-¡Soy segundo martillador, no primero!
-¡¿Qué?! –Exclamó incrédulo Luis, luego resolvió-. A ver, ¡sostenlo tú, Lázaro!
Lázaro hacía lo que podía para sostener a Juan, cuando Luis comienzaba a levantarse en la confusión Juan casi lograba zafarse.
-¡Esperen! –dijo Fernando- Creo que puedo hacerlo.

Luis, reanimado, volvió a forzar para detener a Juan. Lázaro nervioso detenía el clavo. Fernando cerró los ojos, preparó el golpe, lo dio. Un sonido metálico y un grito retumbaron hacia fuera de la oficina, donde la gente estaba ya arremolinada pero incapaz de irrumpir en tan inusual escena. Fernando abrió de nuevo los ojos, estaba aliviado. Un segundo martillazo era para él ya cualquier cosa, era lo suyo, y con Luis, Lázaro y Juan como expectadores asestó el marrazo con inspiración y maestría. De pronto, en perfecta coordinación, los tres giraron en torno a Juan para repetir la escena con la otra manga de la camisa de Juan, con todo y la tensión del primer martillazo y el disfrute del segundo. Sacó de su bolsillo otro clavo igual al anterior. Cada golpe ahora fue coreado por la exclamación de los empleados. Luis y Lázaro dejando a Juan espantado, sorprendido y clavado al piso por la ropa.
-Muy bien –dijo Luis. Lázaro, piensa en esta escena: todo está perdido, pero poco a poco vamos a recuperarlo, ¿está bien?
-Está bien, todo está perdido pero vamos a recuperarlo –dijo Lázaro tomando nota mentalmente y procesando en su cabeza las notas que correspondían a tal situación. Estaba nervioso, pues no estaba en forma por meses de inactividad. Luego comenzó a tocar una música triste y desolada. Luis tomó la pauta y comenzó a hablarle a Juan.
-Hay algo, Juan, que tú sabes, y es que la humanidad está triste, pero hay algo más, ¡no tiene nada de malo estar triste! Tú eras muy bueno para escribir esos momentos en que todo estaba perdido y al final eras optimista en tus historias, pero ahora, quieres vivir sólo en la negación, en una felicidad absurda, ¡mírate, hasta el color de tu vestimenta es una negación!
-¡Entiende que la vida es ya muy dura en estos tiempos, y que el entretenimiento debe ser completamente feliz, sin momentos de angustia, ni zozobra, ni traiciones!
-Pero todo lo que estás diciendo es humano, y parte de la realidad, ¿qué te puedo yo enseñar a ti? Los malos momentos tienen un giro que nos dejan un mejor sabor de boca, o las historias aparentemente alegres con un final triste nos ponen a pensar sobre la realidad ¿Tú eres feliz, Juan? -Juan permaneció callado. Esta pausa le permitió a Lázaro sacar las notas más tristes, con gran intensidad y fuerza, lo que provocó que Juan comenzara a llorar, y cada vez con más desconsuelo. Luis giró la mirada hacia Lázaro y le arqueó las cejas, marcándole el cambio de ritmo. Así, Lázaro comenzó a tocar con notas más cortas y menos lánguidas. El llanto pertinaz de Juan acompañaba la ahora optimista música de Lázaro.
-¡Juan, tienes que regresar a hacer lo que te gusta, historias verdaderas! –remató Luis.

Luis, Fernando y Lázaro salieron de la dirección abriéndose paso y caminando por las oficinas. Luis llevaba la camisa rosa de Juan en la mano. La gente mantenía su asombro.
Al abrirse la puerta, la comitiva salió sin problema. La mirada de los huelguistas y de Andrés era expectante, el rostro de Luis mostraba satisfacción. Los huelguistas gritaron triunfales.

Luis tecleaba en su máquina vintage de escribir. Sacó la hoja, la pone sobre un paquete de hojas y lo guardó en uno de sus cajones. Sacó otra hoja, tomó la última hoja de otro manuscrito. En el comedor, Isabel ponía la última flor a un arreglo floral entre varios que tenía en la mesa. Una camisa rosa doblada, con las iniciales JF y las mangas remendadas descansaba doblada sobre la mesa, esperando a ser devuelta a Juan reparada, como su amistad.

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