Quizá era el año 2027. Aquel día Ponce entró a la cárcel por correr apuestas y por haber matado a un jugador. Las cárceles llegaron a un punto de saturación tal, que se optó por clasificar los crímenes y los homicidios ameritaban cadena perpetua, con una prerrogativa: la inyección letal. Sólo ellos. La inyección letal cada semana para quienes están en la carcel por matar a alguien. A todos los inyectan los lunes por la noche, después del juego de futbol americano, como si fuera un último deseo cumplido, como si a todos les gustara el futbol americano. Seguro a algún director de penales le gustaba y asumía esto. Agua. Nadie sabe cuál tiene el líquido que mata hasta la mañana siguiente. Al principio se hacía cada mes, luego cada quince días. El sobrecupo demandó que se hiciera una vez por semana, los lunes por la noche. De modo que los presos veían todos los martes una luz que agradecían, la luz matinal; otros (muchos también) veían esa oportunidad de vida como la prolongación insoportable del castigo de seguir.
Ponce estaba en plena crisis de la mediana edad. Sus sueños de ser arquitecto se habían esfumado dolorosamente y la vida familiar con su esposa Jovana se había truncado, junto con sus planes tardíos de ser padre. Después de todo, ella se había casado con un aspirante a arquitecto y lo de tener mucho dinero a ella le daba realmente igual.
La construcción de la cárcel se parecía mucho al condominio donde vivía su hermano, sólo que aquí había una iluminación excesiva, tabiques grises en lugar de ladrillos rojos y barandales pintados de verde en lugar de blancos, como las películas deslavadas y verdosas de principios del milenio.
Cuando Ponce fue sentenciado fue notificado también sobre la inyección letal y su rifa, algo de lo que él había leído ya. Haciendo cálculos, el destino acabaría con un buen porcentaje de los reos relativamente pronto, pero el ingreso de nuevos reclusos diluía mucho las posibilidades. Había afortunados que salían sorteados apenas semanas después de entrar, y el record era, sí, de una semana, cinco días, para ser exactos, de un imbécil de 26 años llamado Eduardo Romo. Los que más anhelaban salir premiados eran los últimos narcotraficantes encerrados, antes de que fuera legal el uso de las drogas, éstos eran más bien narcos-homicidas de la vieja guardia que tenía que matar para comerciar, y que aquí dejaban de tener la vida paradisíaca. De ellos, pues, era consabida su preferencia de morir antes de ser encarcelados. De los demás delincuentes no había una constante entre su deseo de vivir o morir y su giro delictuoso o su móvil criminal. Ponce había tratado de encontrar aquí algún rasgo común, sin éxito. Otro estudio que Ponce llevaba de manera consistente y lenta, era el de si el sorteo era meramente azaroso o había algún afán consciente de castigar a quienes desearan vivir y hacer permanecer con vida a quienes quisieran morir. Era a fin de cuentas una ruleta, pero quizá con algunos hilos que se movían para que el balín quedara con quien se quisiera. Hasta este momento no había algo considerable como una regla y por más anotaciones y discusiones que se hicieran, ninguna acababa por convencer a nadie. De cualquier modo Ponce insistía en su teoría y llegaba aún más lejos, a pensar en algún compañero recluso infiltrado que fuera quien direra información detallada sobre a quien “conceder” el paso al siguiente estadio. Esta teorización era un pasatiempo para Ponce, de alguna forma, pero de otra era también algo que lo mantenía siempre alerta, siempre sospechando de preguntas, respuestas, actidudes, favores, peticiones, y pues, prácticamente de cada acción en torno suyo. Desde luego no era exclusivo de él, y era común para él conjeturar con quienes llegaba a tener alguna confianza, como su amigo el Foco, apodado así por su brillante calva, Sergio Salmerón, el Salmón, muerto por la inyección hacía dos años y dos meses.
En 1978 Ponce trabajaba en una lonchería. En Bucareli, frente a los expendios de periódicos. Era un mesero de 10 años que nunca fallaba en traer bien la comanda, aunque fuera complicada, aunque se la dieran en desorden o aunque le cambiaran cosas. Él siempre recitaba el pedido final a la perfección, sólo le hacía falta ver a cada una de las personas y al recordarlos frente al cocinero identificaba perfecto lo que habían pedido de comer y de tomar. Doña Lupe sabía que Ponce era parte importante del atractivo de su discreta lonchería. Sabor y limpieza eran dos cosas que ella tenía que ostentar permantentemente, pero si había algo que hacía diferencia en el lugar, era la atención de Ponce. Ella le tenía cierta estima. Era un niño sin padres que había parado con su comadre Lidia a los siete años y para ella dos años de protección habían sido suficiente tiempo, así que a los nueve lo mandó a trabajar con su comadre Lupe, a su negocio. Ella veía que el chamaco era listo, así que no le preocupaba su desempeño, y Lupe le había dicho que necesitaba un garrotero. Así que Ponce comenzó a trabajar, primero con el temor triple de no saber lo que era trabajar, pensar que el trabajo era para los grandes y no saber si lo haría bien. “Lo harás bien, no es tan difícil” le decía Lidia con cierto ánimo, pero sobre todo con ansia de que esa boca que se había añadido a las de sus tres hijos, dejara de ser una carga. Lupe le aceptó a su comadre Lidia la recomendación y ésta la aceptó sabiendo que no podía perder más que cinco días de prueba. Pero el niño aprendió en un día su trabajo y al quinto día estaba haciendo el trabajo doble de garrotero y mesero, opacando por mucho a Pedro, que llevaba nueve años con ella, mostrando su memoria, sus ganas y su carisma. En poco tiempo Pedro se encontró con que ya no lo necesitaban y él tuvo que ofrecer mejorar su desempeño al doble, a cambio de una nueva oportunidad. Doña Lupe aceptó con recelo y reclamándole a Pedro no haberlo hecho antes, lo que hubiera evitado que ella buscara apoyo.
La clientela comenzó a aumentar, ex clientes volvieron. Lupe no podía cambiar su estilo mandón de ser, así la habían educado y no podía evitar regañar aunque las cosas se estuvieran haciendo bien. Cuando Lupe regañaba a Ponce sentía o hasta veía a sus clientes reaccionar ante la injusticia del tono de Lupe. Nadie le decía nada, pues todos la conocían o imaginaban que era su estilo de llevar la lonchería, pero siempre había un dejo de reclamo ante la injusticia de tratar mal a un niñito que además hacía su trabajo bien. Ellos, en lugar, platicaban con Ponce, le sonreían, hasta hacían pequeñas bromas. No había duda, era el gran gancho del lugar, y tratarlo con rudeza era parte de la dinámica que había que tener. Así habían transcurrido cuatro años, hasta que un cliente nuevo, Sherif, había encontrado en Ponce lo que buscaba: un próspero tallador que con pocos años y mucha lealtad lo sustituyera en el negocio de las cartas, en un plazo mediano. Sherif (cuyo nombre real era Serafín pero él se lo cambió en la adolescencia por Sherif, así, con una sola f) se volvió asiduo del lugar y amigo de un renuente y desconfiado Ponce, con la complicidad y apoyo de Pedro, que no había logrado superar el despojo y el susto de perder su trabajo que Ponce le representó. “No siempre vas a trabajar aquí” le dijo Sherif a Ponce después de hablarle de una oportunidad de intruducirlo en el negocio del póker. “Quiero ser arquitecto” le dijo Ponce con voz ya de jovencito, provocándole a Ponce la carcajada burlona pero nerviosa. “Y de dónde sacaste eso”. En estos años vi como cambiaron ese edificio y me di cuenta de lo que quiero hacer. Ponce se refería al edificio de Excélsior que estaba en la esquina de Bucareli y Reforma y que modificaron en dos años. “¿Aquel azul? ¡Pero si quedó horrible!” le respondió Sherif a Ponce. “Es lo que quiero hacer, cambiar las cosas, cómo se ven, no importa que el resultado no le guste a la gente”. Sherif se percató de reojo de la mirada de doña Lupe, quien estaba a punto de gritarle a Ponce, así que se apresuró a decirle que no era una decisión a ser tomada de un día al otro. “¡Pagan en la mesa dos! ¡Mueve las piernas y para la boca!” Lupe le gritó a Ponce.
Sherif iba a comer todos los días y todos los días le soltaba a Ponce la pregunta “¿Tons qué?” a la que Ponce contestaba invariablemente negando con la cabeza y haciendo una mueca de seguridad sobre su respuesta. Semanas después de los noes, fue Pedro quien le preguntó a Ponce qué se traía ese tal Sherif y Ponce no sintió empacho en contarle a qué se refería el críptico y cortísimo intercambio pregunta-respuesta. Pedro sintió una punzada de frustración de pensar que Sherif podría hacer la misma pregunta por años hasta sacar un sí a Ponce.
Un año después de soportar saber a qué se refería la insistencia de Sherif, Pedro se planteó dar un empujón a Sherif para convencer en definitiva a Ponce de irse con él. Sabiendo que cada segundo día éste iba a la tienda a comprar cigarros palillo en boca, como parte de un ritual, Pedro preparó un encuentro fortuito escabulléndose de Lupe con el pretexto de que le diera para comprar una cajetilla de cigarros y así tener cigarro suelto para revender. Al salir Sherif de la fonda, Pedro ya estaba en camino comprando la última cajetilla de Delicados que había en la tienda. Ver a Moy, el tendero, tomar la última cajetilla fue para Pedro una buena señal. “Desde cuando fumas tú, pendejo” preguntó Moy a Pedro sin importar que hubiera más clientes en la tienda. “No son para mí, doña Lupe me dijo que los tendrá en la fonda porque luego le piden y no tiene”. “Ah que doña Lupe tan previsora” dijo Moy con ironía mientras Sherif llegaba. “Mira, a quién le vas a vender la cajetilla, pendejo” le dijo casi emocionado Moy a Pedro mientras veía la contrariedad de Sherif al no ver su marca de cigarros en el despachador. “¡Quiubo! ¿Ya fumando?” dijo Sherif a Pedro entre burlón y enojado por ver que le ganaron los cigarros. “No, son para doña Lupe, pero si quiere se los vendo a usted.” “¡Pendejo!” Dijo Moy negando con la cabeza mientras buscaba una caja de arroz que otra clienta le pidió. “Y en cuánto me los vendes, ¡valen más porque ya no hay!” dijo burlón Sherif. “No. Lléveselos”. Ponce sí quiere trabajar con usted, pero le da pena decirle a doña Lupe, se siente comprometido con ella y cree que sería un gandalla si se va. “Muy bien, Pedro, nomás tienes la cara, gracias por la información” dicho esto le dio un billete y le quitó los cigarros. Moy sólo vio este último momento de la conversación y arqueó las cejas asintiendo. “Nomás tienes la cara Pedrito, ¡ya haciendo negocios con el cabrón de Sherif!” Pedro lo miró y salió de la tienda pensando que nunca iba a hacer negocios con alguien como Sherif, porque no tenía la capacidad. Pero de algo le serviría haber hecho bien lo que había planeado.
Al día siguiente mientras Sherif comía no podía evitar mirar a Ponce, pues quería distinguir algún titubeo, alguna señal de lo que Pedro le había dicho, sin conseguirlo. Esto, según Sherif, era muy favorecedor para Ponce, pues era una señal más de cómo el muchacho podía disimular sus intenciones. Después de varias veces de pasar juntó a Sherif, Ponce notó su cambio de actitud y lo miraba con extrañeza. Sherif no volvió a preguntarle su cotidiano “Tons qué”, y Ponce se dio cuenta también de que esta pregunta faltaba y hasta se inquietó. Desde la cocina Pedro percibía la escena mientras secaba platos. Sólo Guadalupe parecía ignorar lo que ocurría. “¿De postre va a querer gelatina o ate con queso?” preguntó Ponce a Sherif. “Gelatina, pero acompáñame a fumarme un cigarro antes”. La petición desconcertó a Ponce, que miró a Guadalupe como si los hubiera escuchado. “No te preocupes por esa vieja, luego hablo con ella”. Afuera de la fonda, ante el enojo de Guadalupe, Sherif fue breve y contundente: “Sé que tú te quieres ir a trabajar conmigo” “¡¿Yo?!” interpeló de inmediato Ponce. “Déjate de pendejadas porque ya estuvo bien de bromas de mi parte. Mañana te veo en la oficina sin falta y si no vas alguien va a asaltar esta pinche fonda y se va a chingar a esta cabrona vieja”. Espantado y desconcertado, Ponce miró de nuevo a Guadalupe, que no dejaba de mirar desde la cocina, con actitud de madre enojada, pero también preocupada por el intercambio poco cotidiano que se estaba dando entre su cliente y su empleado estrella.
El temor que Ponce sentía por Sherif las primeras semanas se fue disipando y dejó lugar a cierta fascinación por el juego y la facilidad con que podía jugar. No le dejó de temer, pero se dio cuenta de que Sherif lo respetaba por sus cualidades y capacidades, y de que le convenía tenerlo bien en todo momento, incluso pensó que podría comenzar a pedirle lo que quisiera y se lo concedería, como a un hijo mimado al que se le quiere dar todo aquello de lo que se careció, pero Ponce nunca quiso abusar de la circunstancia, pues pensaba en secreto que podría escapar sin deberle mucho a aquel tipo que prácticamente lo raptó. La curiosidad de jugar y cierta ambición motivaron a Ponce por semanas y la satisfacción de ganar y ganar dinero se convirtieron en una forma de vida. De pronto se encontró en una situación donde no tenía que pedir nada a Sherif porque éste se lo podía dar. Lo que fuera. ¿Por qué Sherif, teniendo tanto dinero iba a la fonda de Guadalupe? Nunca llegó a tener la confianza para preguntárselo. Estudiar arquitectura para Ponce era ahora a la vez más asequible pero también más lejano. Haciendo cuentas, podía hacer la secundaria en un año, la prepa en otros dos y en tres años comenzar, pero ser tallador por las noches y estudiante de secuntaria abierta por las mañanas era algo absurdo, que no tenía cabida en ninguna mente sensata.
Cada año que pasaba se alejaba el sueño profesional hasta que acabó borrándose y dejando una idea amarga de aspiración ridícula y aparente bienestar.
Ponce conoció a Jovana a los 22 años. Fue al primer novio que le contó que en realidad se llamaba Jovita y no Jovana, y se cambió el nombre a los siete, aprovechando que la habían cambiado de escuela y rogándole a su maestra, como sería cada año siguiente, que la llamara Jovana para que no se burlaran de su verdadero nombre.
Una noche no hubo trabajo en la versión nocturna del restaurante Ara, que era el casino improvisado donde Sherif se estaba volviendo millonario. Ponce entonces pudo ir a su segunda fiesta de la vida, la primera habían sido unos quince años donde le habían pedido ser chambelán, cuatro años antes. Fue aquí donde Ponce conoció a Jovana y donde Jovana decidió que Ponce sería el hombre de su vida. Y así fue. Dos años después, se casaron. Jovana era una muchacha sencilla, sin muchas ambiciones materiales que en principio creyó que su esposo en algún momento estudiaría para arquitecto y hasta lo llegó a impulsar. Durante meses Jovana tuvo la paciencia de no saber a qué se dedicaba Ponce y no preguntar y por qué no podían salir los viernes ni los sábados por la noche. Cuando ella estaba por terminar con él por no ser capaz de decirle ni a qué se dedicaba, y por temor a que fuera algún tipo de criminal, Ponce le contó la historia. Jovana entonces comprendió por qué tantos regalos y tantos planes, y de alguna manera apechugó la carencia social sustituyéndola por la relativa abundancia material, aunque ahí se dio cuenta de que su novio jamás sería un arquitecto, encontró un cierto paliativo en la holgura material. Como siempre pasa cuando el esposo trabaja para un giro dudoso, Jovana no se metía, no preguntaba salvo que Ponce le quisiera contar algo, pero esto rara vez ocurría. Jovana lo quería fuera arquitecto o tallador, se sentía orgullosa de haberlo encontrado, de haberlo elegido y afortunada de que una de las dos noches que él no fue a trabajar en sábado por la noche se hubieran conocido.
Sherif tenía problemas con Anaya. Lo había descubierto haciendo trampa ya tres noches distintas. La primera vez hacía seis meses, la segunda hacía un mes, y la tercera aquella semana. “Vi que te pasaste de listo con Licón. Ni él ni los demás se dieron cuenta, pero yo sí.” Le dijo reconviniéndolo. La segunda noche que ocurrió Ponce fue quien advirtió que Anaya se hacía señales con el Cala. Esa vez los dos salieron tablas y fastidiaron al resto. “Otra vez, Licón, chingándote a mis otros clientes. Ya no quiero verte por aquí” fue la amenaza, ante la que Licón reaccionó incrédulo “No andan bien las cosas. No vuelve a pasar ése mi Sherif, aguánteme por ésta.” “No vuelvas a venir” fue la reacción de Sherif. “Y aunque vengas, no vas a jugar”. Aquel jueves trágico para Ponce, apareció Anaya acompañado del Cala y de Lome, un achichincle de Anaya que iba seguido con él y no dudaba que hubiera hecho de las suyas, pues era sabido que en su negocio le ayudaba a cometer fraudecillos cotidianamente. “Venimos a jugar”. “Te dije que ya no podías. La gente no quiere jugar contra ti. Vas a acabar con mi negocio. Te lo digo por las buenas, lárgate.” “¿O qué?” ante la insolencia de Anaya, Sherif tuvo que quedarse callado, impotente, sus años aguerridos habían quedado atrás, ya no reclutaba golpeadores porque creía, erróneamente, que tenía jugadores pacíficos, pero se había enterado de que Anaya andaba jugando por otros lados y perdiendo mucho dinero. Así que Anaya se sintió subestimado. En la mesa estaban Ponce, Lome, el Cala, Anaya, don Elías, un judío mueblero que amaba el juego, que sacaba más dinero del juego que de su negocio, que jugaba en secreto para toda su comunidad, y que siempre iba con Blanga, un amigo también judío, de toda su confianza, a quien trajo esa noche por primera vez.
Ellos no conocían a Anaya. La noche de juego no estaba acordada porque nadie había hecho cita, a veces pasaba que llegaban jugadores de improviso, esto no gustaba particularmente a Sherif, que le gustaba armar mesas de jugadores de la manera más controlada posible. Ponce veía acercarse una noche de asueto y empezaba a saborear una salida sorpresa a cenar para su esposa, de hecho don Elías estaba por irse y estaba a punto de agradecer los tragos y despedirse, cuando llegó el grupo de Anaya. Sherif, contrariado, no quiso hacer olas para no dar origen al menor atisbo de desconfianza que fuera a iniciar un desprestigio, y pidió a Anaya que lo acompañara para decirle lo que quería por separado, creyendo que lo iba a convencer. Un error de exceso de tolerancia que el cansancio de los años permitió, pues en otra época no le hubiera importado el prestigio y le hubiera cerrado la puerta en la cara. Por eso quería dejarle ya el negocio a Ponce y sólo cobrar su renta, faltaba que terminara el año para que eso ocurriera, ocho meses. Pero ese día de abril, 29, Anaya quiso dejar en blanco a don Elías, fuera como fuera. Incautamente, Blanga señaló que Lome, con cierto descaro, por cierto, se estaba haciendo señas con Anaya. Esto enfureció a Sherif que lo había notado antes. Por primera vez desde que Ponce lo conocía, Sherif sacó una pistola para correr a Anaya. El Cala descontrolado se avalanzó sobre él y le quitó la pistola, Ponce se fue sobre el Cala, pero Anaya sacó una navaja y amenazó con usarla, lo que no evitó el forcejeo entre Cala y Ponce. Sherif se enfrentó a Anaya que lanzaba navajazos, Lome quería entrar al forcejeo por la pistola, pero no hallaba momento para entrar, Blanga y don Elías estaban en un rincón, aterrorizados, queriendo salir del lugar, mientras Anaya lanzaba un cuchillazo decidido a picar a Sherif y llevarse el dinero cuando se escuchó un balazo, el Cala, quedó boca arriba, tenía un orificio en la cara por el que comenzó a salir profusamente la sangre. Cala sacaba un último intento de grito ahogado y alcanzó a querer tocarse, pero dejó de moverse. Blanga y don Elías lograron salir al fin del lugar, Lome quería salir también, pero sentía compromiso con Anaya. “Lárguense o los mato” dijo Ponce sin saber si eso era lo que quería decir, “¡Mátalos a los hijos de la chingada, si no te van a delatar!” dijo Sherif a Ponce, como si estuviera pidiéndole repartir cartas. Lome y Anaya salieron sin dar la espalda, esperando que el balazo llegara en cualquier instante, pero el terror de Ponce los hizo ver antes de desaparecer que esto no ocurriría.
La estrecha celda estaba iluminada permanentemente. La iluminación era peor que el encierro. Podrían tener una muestra de cómo son las cárceles para quienes están en libertad y esta iluminación, más potente que la luz del sol, sería el mejor preventivo de la delincuencia. La rifa, como todos llamaban a la toma del líquido mortal, era la solución al problema de la luz permanente. El gobierno había reformado sus métodos ante la sobrepoblación, darle a todos los homicidas cadena perpetua e ir acabando con la mayoría con la inyección letal, con la constancia de hacer el sorteo cada semana. Debía haber algún patrón de asignación, alguna ecuación, alguna señal de comportamiento o de deseo, o de terror, o todo junto. Ponce tenía la lista de los muertos desde que había sido internado, pero nada le daba la constante lógica. Él no sabía si quería vivir o morir. O ambas cosas, lo que le daba una seguridad de ganar pasara lo que pasara. Llegar a este estado de deseo-no-deseo le hizo ver a Ponce que ésa había sido la historia de su vida. Nada de lo que había ocurrido jamás había sido su decisión. Examinó su niñez, el abandono de sus padres, la adopción de Lidia, el trabajo con doña Lupe, la adopción de Sherif, el matrimonio con Jovita, matar al Cala, la inyección letal. “Apúrate pinche Ponce, tengo que llevar los otros frascos y tú nunca te tardas tanto!” Pinche Ponce, lo habían llamado así tantas veces. En efecto, nunca se había tardado tanto en levantarse la manga. Nunca había visto de esa manera el frasco con el líquido. Las veces anteriores había un deseo natural de que no le fuera a tocar el premio mayor. Cerrando los ojos se levantó la manga, sintió el pinchazo.
jueves, 26 de mayo de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario