La
radio del Renault 8 tocaba Je t'aime moi
non plus. La señal fallaba y la canción tenía interrupciones, pero Mercedes
completaba las notas faltantes con su propia voz. Lo único que no imitaba eran los
sonidos sensuales de Jane Birkin. Sergio era un Jean Paul Belmondo, cigarro en
boca, ojo entrecerrado; Mercedes una Brigitte Bardot, amante de sexo sin amor
que había convertido la canción en su himno. Sólo que, al revés de los roles de
la canción, ella quería ser la ola inconclusa que iba y venía, y que los
hombres fueran la isla desnuda. Je vais,
je vais et je viens. El cielo era de un azul intenso que para Mercedes
tenía algo de cínico, como un testigo de un asesinato que regresa por morbo a
ver a los dolientes de un muerto. Lo afrancesado de la escena era planeado, no
sin ironía. Sólo la coincidencia de la música la había impactado como si fuera una
respuesta con más ironía, por tentar al destino. Mercedes le había dicho a
Sergio que parecía actor francés de cine y le había encendido un cigarro un
minuto antes, sabiendo que, un año antes, Teresita, su prima y mejor amiga, se
había accidentado en aquella misma carretera, con un novio francés que iba a
llevársela a su país para casarse y vivir allá. Olivier le pidió a su novia antes
de irse de México ir a Acapulco por un par de días, y a ella se le hizo buena
forma de despedirse de su país. Otro Renault 8, aquel amarillo. Mercedes
imaginaba los brazos robustos de Olivier, su suéter con las mangas subidas y su
barba enjuta. Su complexión daba visos de obesidad debajo de aquella camisa de nylon
amarilla que nunca olvidará Mercedes. Su cabello chino y abundante, su grosor tornado
en aquel sobrepeso que a nadie molestaba y que a Teresa encantaba. Su velocidad
acostumbrada a las carreteras europeas donde debía navegar el auto que ya anunciaba
su venta por la inminente partida de la pareja. Mercedes había imaginado todo
ese año a su prima en aquel último viaje: llena de sueños y dicha, de
admiración por su novio y por su propio destino. Pero el auto en venta de
Olivier no resistió la plenitud de Teresa, ni la velocidad: en el regreso al
D.F., su peso actuó contra él mismo, por más que su piloto busco contener,
ceder y contener de nuevo, derrapó diez o veinte largos metros aún contra la
fuerza de Olivier para controlar el volante y los pedales, pero la puerta del
Renault 8 amarillo se abrió por el peso de Teresa en la curva forzada de La pera y ella salió, con sus sueños y
su dicha, sin tiempo para asirse de nada y sin que nada pudiera ofrecerse para
detenerla.
viernes, 2 de diciembre de 2016
Yo te amo, yo tampoco.
martes, 1 de noviembre de 2016
Jazz FM
No era un taxi lujoso,
todo lo contrario, pero olía bien. Olía al taxista. Pero no me di cuenta en el
momento, porque eso no era lo importante. Le hice la parada al mismo tiempo que
otra chica. La sincronía del levantamiento de los índices fue olímpica. Yo lo
vi porque de las dos yo era la que estaba atrás, pero el taxista me eligió a
mí. La chica volteó para atrás impaciente, sorprendida, quizá, como no me vio
hacer la parada se convenció de que yo alcé el brazo primero para quedarse
tranquila. Lo cierto era que yo había llegado antes y ella se paró delante de
mí. En México lo de los turnos es cosa aleatoria, y lo de las filas no existe,
pero eso tampoco es importante. “Las cosas son como tienen que ser”, me dijo el
taxista cuando comentamos sobre la otra chica después de que le di la dirección
a la que iba, de acomodar mi paraguas húmedo en el piso y de secarme las manos
y el pelo como pude y sin mojar la pulcra vestidura. Yo le hice un gesto a la
chica de que si quería ella se fuera, pero ya no me vio en su molestia. Mi
recorrido era largo. Como de la zona uno a la cuatro en Londres. El auto,
recuerdo a la perfección, era compacto, pero su marcha era suave y silenciosa,
como si fuera un auto grande, como esos americanos en los que no se siente el
camino. Pero lo importante era la música. Puedo decir la lista de canciones que
nos acompañaron en esa distancia entre el zócalo y la Cineteca Nacional, en Río
Churubusco. “En Jazz FM, esto fue Tony Williams, su batería, su orquesta y esto
que se llamó “Fred” decía la voz grave de un conductor que me sorprendía
por su voz, por la canción que habían tocado y porque ese taxista tenía puesta
esa música. Mi mirada por su espejo retrovisor fue percibida y respondida con
prudencia, casi pudor. Sus cejas pobladas contrastaban con la amplia y
apiñonada frente que anunciaba una reciente entrada en los cuarenta. Sus
arrugas no eran de manejar al sol, eran de algo más. La línea de su pelo
estaba, como decimos en inglés, “receding”. Su mirada era la de alguien
estudioso de las personas. Quizá su trabajo era algo incidental, o quizá era un
taxista feliz que escuchaba jazz y que no tenía interés en conversar, sino en
sólo mirar a sus pasajeros por pocos segundos y estudiarlos mientras seguía
conduciendo. La suave marcha ahora podía explicarse por su delicado manejo. Su
auto era un Tsuru, pero parecía que flotábamos, ahora con Abercrombie, Johnson
y Erskine tocando un jazz directo que musicalizaba el viaje sobre Calzada de
Tlalpan. Mi disfrute comenzó a llevarme al temor y a la incomodidad. Hubiera
preferido que la otra chica me hubiera ganado el auto. Miraba a la calle para
distraerme. Las churrias de agua me interrumpían la intención y me traían de
regreso a mi realidad auditiva. El momento se estaba convirtiendo en algo incontrolable:
Yo no puedo oír el saxofón. Sólo pensar en su forma me eleva y su sonido me
lleva hasta un punto climático que no puedo disimular. Esto me había traído
cierta fama en mi país y en parte por ello me había ido de ahí. No podía hablar
con el taxista y pedirle que le cambiara a esa música, pues no habíamos
establecido una relación de diálogo entre pasajero y chofer, y hablar sólo para
pedir que cambiara la estación sería de una rudeza única e inolvidable. . “Jazz FM presenta a Gato Barbieri, su saxofón, su
cuarteto, y el tema de "El último tango en París"”. “Las cosas son como tienen que ser”, recordé su única frase en aquel recorrido ahora inolvidable para los dos, antes de que nos amáramos por primera vez y para siempre, en una calle de Coyoacán, con los vidrios del taxi empañados por fuera y por dentro.
lunes, 24 de octubre de 2016
En Álvaro Obregón y Orizaba.
Pedro Venero llegó a
México porque tenía un sueño y un secreto. Por éstos salió de Cuba, y más por una
cierta congruencia que por escapar de su tierra, a la que amaba. Pedro Venero
hacía piruetas en su bicicleta y en secreto tocaba jazz con su trompeta. Sus
amigos más allegados le decían el Miles Davies cubano cuando podía tocar sus
canciones sin que los puristas y los fieles al régimen lo vieran con recelo.
También tocaba son o guajira, con el mismo gusto pero sin la pasión oculta con
que escuchaba y reproducía los sonidos de Kind of Blue. La bicicleta había sido
un gusto adolescente, otra facilidad como la de jugar béisbol. También le
decían el Willie Mays cubano, y eso lo confundía, ¿Miles Davies o Willie Mays?.
La bicicleta no le daba conflictos de identidad ni sociales y por ello la
practicaba con gusto y desenfado. Así fue como aprendió, sólo por ver y sin
instrucción, las más sorprendentes suertes. Y ocurrió que Pedro Venero salió de
Cuba y llegó a México, buscando, por la agilidad diplomática, facilitar un
tránsito hacia Nueva York, sabiendo que allá no lo confundirían con Willie
Mays, y buscando hacer algo parecido a Miles Davies. Pero el tiempo le pasó en
México a Pedro Venero. Buscando trabajo como trompetista encontró sólo como
acróbata ciclista. Y buscando hacerla en Nueva York se enamoró de una mujer de
Coahuila. “Los sueños no importan cuando tus logros te llenan”, le decía doña
Antonieta a Pedro Venero, su hijo. Y nacieron Hortensia y Perico, mexicanos y
orgullosos de su papá piruetista, que actuaba donde fuera, donde no lo
corrieran, donde pasara mucha gente para que tuvieran oportunidad de detenerse
y que la conciencia les hiciera dejar una compensación por ver a aquel negro
ahora corpulento burlar a la gravedad. “Mis amigos allá en Cuba dirían que me
parezco a Louis Armstrong”. La Alameda era buena opción para actuar con la
bicicleta cuando no estaba el gitano del oso, aquel que salía en películas e
historias de gitanos, aún años después de dejar de existir. Y en la búsqueda de
sitios con tránsito de gente no apresurada se había encontrado con parques como
la Ciudadela, el parque América en Polanco, la plaza de Coyoacán, algunos con
gente con más tiempo, pero con menos dinero, otros con gente, pero que no
paraban para ver al gordo sobre su bicicleta de trabajo. Avenida Álvaro Obregón
sonaba como un justo medio socioeconómico y en distancia, pues Pedro Venero
vivía con su familia en el centro. Y de Álvaro Obregón, la esquina con Orizaba
resultaba lugar perfecto, un poco por lo ideal del sitio y el público, otro
poco porque se encontraba frente a un restaurante bar, D’Alfredo’s, así, con
doble posesivo, uno italiano y otro inglés, quizá para que no haya duda de que
era lo más próximo a la idea que Pedro Venero tenía de Nueva York y que
inconscientemente le refería también a Cuba, pues en él había comida
internacional y un piano donde se tocaban boleros y jazz acompañados siempre de
doña Carmen en la voz. Pedro Venero pasaba por el restaurante cuando la colecta
había ido bien y pedía un café, bien cargado, claro: tipo americano, y claro,
no era tan fuerte como el de Cuba. Y Pedro escuchaba las baladas aquellas y
pensaba en su madre y su idea de los sueños, y se preguntaba si con su esposa y
sus hijos y su trabajo en la bicicleta había cumplido estos sueños, y si ese
lugar era en verdad como los cafés en Nueva York. La mujer, doña Carmen, se
veía afable, aproximable, a pesar de su voz grave y su forma de plantarse junto
al piano.
Pedro Venero invitó a
su familia una noche de viernes al restaurante bar D’Alfredo’s, con su doble nacionalidad
en el posesivo de su nombre. Doña Lucha, la esposa de Pedro Venero, no sabía
del lugar, ni siquiera lo había advertido las tres o cuatro veces que había
pasado por aquella esquina de Álvaro Obregón y Orizaba. Pero eso no era lo
importante, lo que preocupaba a doña Lucha era cómo Pedro Venero pagaría
aquella cena. Los santos en la entrada de su departamento nunca los habían
abandonado, pero esto parecía demasiado. Pedro Venero notaba la preocupación de
su esposa, pero se limitó a decir que volvía en un momento. Hortensia y Perico
miraban el menú, su antojo por los platillos descritos ahí era proporcional a
su admiración por el lugar semi oscuro, con esa atmósfera que lo aislaba de la
calle, del país, y lo volvía único en su combinación de aromas, colores y
sabores. Doña Carmen, con su voz grave y temperada, anunció el debut de Pedro
Venero en la trompeta: Pedro Venero, que no se parecía a Louis Armstrong, pero
tenía mucho de él.
miércoles, 5 de octubre de 2016
Johnny Rocket’s Polanco
Helga sabía que era el lugar, el momento. Que nadie
evitaría su presencia ahí, en Johnny Rocket’s de Polanco. Había sido algo
cíclico visitar aquel lugar. Algo tenía de fascinante, no necesariamente por
las hamburguesas y las malteadas, que eran buenas, ni porque los meseros
bailaban y hasta cantaban de vez en cuando, seguro contra su voluntad pero con
una firma irrevocable, a pesar de haber sido escrita en una pluma Bic, y en un
contrato engrapado a una solicitud de empleo de papelería. Helga sabía que era
el lugar y el momento. Pero no sabía por qué. Stand by Me se oía al fondo,
lejana. Recordaba haberla puesto en la rockola una de las veces que fueron,
cuando había risas, caricias, cuando le gustaba regresar a su casa conservando
el aroma de David. Ahora era 17 de agosto y había quedado de verse con él ahí,
después de un estira y afloja donde nadie había ganado y ambos habían tenido
que ceder en muchas cosas. Llevaban tres años de novios y algo había estropeado
la relación. Él la culpaba en todos los sentidos: porque ella había permitido
que se entablaran en el hastío, porque ella había traicionado su confianza
saliendo con Marc, su ex novio; porque ella le había echado a perder la hombría
y el auto concepto, esto último dicho con gritos ensordecedores. Y ahí estaba,
esperándolo, no sabía bien para qué. ¿Dónde nacía esa necedad que nos hace
volver a ver a alguien sabiendo que no funcionarán las cosas? Johnny Rocket’s,
con toda su inocencia cincuentera para vender hamburguesas caras, era un lugar ajeno
a la densidad de la relación de aquellos dos. Helga ya no quería ver a David,
pero ahí estaba. Él había cambiado con el paso de tres años, o había mostrado
su verdadero yo, un yo violento hasta lo irreconocible, tanto que en verdad
Helga había extrañado a Marc, que sus defectos se le hacían boberías, y que su
insistencia en regresar juntos se le había vuelto una tentación, porque quizá
también buscaba protección. David había golpeado cosas primero, luego a ella.
La vergüenza le había impedido contarlo, y los golpes no eran visibles como
para que estuviera obligada a hacerlo. ¿Entonces qué hacía ahí? ¿En verdad eran
el lugar y el momento? Helga se miró las manos. No concebía que esas manos
volvieran a tocar a quien la había dañado con las veinte justificaciones que
decía tener. Un temblor en el cuerpo la hizo darse cuenta de que había cierta
alienación con su propia piel. Cerrando los ojos respiró profundo. No podía
ser. Miró sus pies. Ahí estaban, pero al mismo tiempo no pisaban. Se escuchaba
a lo lejos a Frankie Valli y los Four Seasons y las palmas de la mano de
meseros en el fondo desganados, pero Johnny Rocket’s no existía más. Le llegó un
impulso por llorar. ¿Qué hacía ahí, si ya ni siquiera estaba Johnny Rocket’s? Y
el recuerdo del olor a sangre, su propia sangre. Mejor vamos al cine y cenamos
después, le había dicho David. Pero ya es tarde, le había contestado Helga.
Vamos, estarás bien. Helga había vuelto con Marc. Quería decirle a David que
era la última vez que se veían. Se lo dijo recién subiendo al Caribe color
shedrón que tantas veces había hospedado sus besos apasionados en distintos
sitios de la ciudad y del país. Johnny Rocket’s era el símbolo del principio y
del fin, por eso había accedido a verlo ahí, ahora recordaba. Nunca imaginó ver
una pistola en ese Caribe. Estaban en una de las barrancas de Santa fe, fue lo
último que vio y su fantasma lo recordaba. Era el momento y el lugar, pero no
en este año, y siempre iba a preguntarse qué hacía ahí, si ya ni siquiera
existía ese Johnny Rocket’s de Polanco.
jueves, 29 de septiembre de 2016
Rita en el Gabriel Figueroa
Paso por la
calle de Yucatán, aún está la taquilla. Llegan los recuerdos. Estábamos en el
cine, el Gabriel Figueroa, comprando dulces y palomitas de maíz antes de entrar
a ver la película. Ella con su novio, yo con la mía. Coincidíamos seguido,
vamos, una vez por año, desde muy jóvenes. Yo me acordaba de ella, porque era
famosa; ella no tenía por qué acordarse de mí. Ella era atractiva sin
esforzarse, y yo con esmero y benevolencia llegaba a ser acaso de un aspecto
promedio. Yo estudiaba de 4º o 5º semestre en la universidad cuando la conocí
con su grupo de rock y cuando la vi en el cine era un simple empleado de
gobierno. Los sitios donde tocaba con su grupo eran accesibles por
democráticos, no de mala muerte, ni mucho menos, porque siempre he dicho que
hay algo de fresa detrás de un roquero, pero eran sitios donde no se cobraba
“cover” ni te obligaban a beber, ni había cadeneros seleccionando quién por su
aspecto tenía derecho o no de entrar.
Como todos mis
amigos, yo juraba que Rita, como se llamaba, me miraba cuando cantaba. O era mi
deseo, o mi trampa, pues a fuerza de coincidir su grupo y mi presencia, yo
sabía dónde ubicaba su mirada y me paraba ahí. Seguro sus ojos veían sólo la
negritud mientras cantaba, porque la gente no era iluminada o porque ella no la
miraba. Sólo Rita recibía la luz, azul o morada, y acaso el resto de su grupo.
No me atraía en un sentido romántico ni erótico, pero su persona tenía
magnetismo y a la vez era alguien con quien hubiera podido tomar clases en el
mismo salón. Pero Rita hacía su música y se daba oportunidad de colaborar con
causas a favor de la gente que más necesitaba, los desaventajados.
Y ahí estaba con
su entonces novio comprando dulces como yo, y esperando la misma película que
íbamos a ver yo y mi novia. Cuando le dieron sus palomitas no sabía que había
pedido lo que prácticamente era una cubeta que miró con risa y sorpresa, su
novio, músico de su grupo, se limitó a hacer un gesto de extrañeza y no comentó
nada. Rita preguntó si no se habían equivocado con el cubetón de palomitas, y
el empleado dijo que así era. Le dije riendo que si quería yo pedía sólo mi
propia cubeta y me compartía la mitad de sus palomitas. Se rio, la risa la
dobló, una risa genuina, yo reí también orgulloso al fin, no sólo porque ahora
sí estaba seguro de que me había visto, sino porque había reído de algo que yo
había dicho. Luego cada quién entró a la sala, con su pareja, en aquella sala
oscura que no proyectaría luz morada ni azul, sino todos los colores de la
película.
Años después
volvimos a coincidir. Ella llevaba a su hijo a la misma escuela que yo a los
míos. Ella se quedó con el novio músico que estaba en el cine Gabriel Figueroa.
Yo también con quien iba aquel día del chiste malo y la risa espontánea. Era
como si aquel indiferente empleado del cine nos hubiera dado cierta bendición
juntos con sus cubetas rebosantes de palomitas, y como si el cine hubiera sido
cierto templo –que lo era–. Pero ella murió, de cáncer de mama, dejando un
hijo, a su novio-esposo, su música y sus obras por los desaventajados.
Ahora paso a
pie, porque soy sólo alguien de a pie, y veo el cascarón de aquel templo, el
cine Gabriel Figueroa, vuelto estacionamiento; y de la dulcería que expedía
cubetas enormes no queda ni rastro, ni del empleado dulcero; menos de mi
chiste, aquél que la hizo doblarse de risa.
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