miércoles, 5 de octubre de 2016

Johnny Rocket’s Polanco

Helga sabía que era el lugar, el momento. Que nadie evitaría su presencia ahí, en Johnny Rocket’s de Polanco. Había sido algo cíclico visitar aquel lugar. Algo tenía de fascinante, no necesariamente por las hamburguesas y las malteadas, que eran buenas, ni porque los meseros bailaban y hasta cantaban de vez en cuando, seguro contra su voluntad pero con una firma irrevocable, a pesar de haber sido escrita en una pluma Bic, y en un contrato engrapado a una solicitud de empleo de papelería. Helga sabía que era el lugar y el momento. Pero no sabía por qué. Stand by Me se oía al fondo, lejana. Recordaba haberla puesto en la rockola una de las veces que fueron, cuando había risas, caricias, cuando le gustaba regresar a su casa conservando el aroma de David. Ahora era 17 de agosto y había quedado de verse con él ahí, después de un estira y afloja donde nadie había ganado y ambos habían tenido que ceder en muchas cosas. Llevaban tres años de novios y algo había estropeado la relación. Él la culpaba en todos los sentidos: porque ella había permitido que se entablaran en el hastío, porque ella había traicionado su confianza saliendo con Marc, su ex novio; porque ella le había echado a perder la hombría y el auto concepto, esto último dicho con gritos ensordecedores. Y ahí estaba, esperándolo, no sabía bien para qué. ¿Dónde nacía esa necedad que nos hace volver a ver a alguien sabiendo que no funcionarán las cosas? Johnny Rocket’s, con toda su inocencia cincuentera para vender hamburguesas caras, era un lugar ajeno a la densidad de la relación de aquellos dos. Helga ya no quería ver a David, pero ahí estaba. Él había cambiado con el paso de tres años, o había mostrado su verdadero yo, un yo violento hasta lo irreconocible, tanto que en verdad Helga había extrañado a Marc, que sus defectos se le hacían boberías, y que su insistencia en regresar juntos se le había vuelto una tentación, porque quizá también buscaba protección. David había golpeado cosas primero, luego a ella. La vergüenza le había impedido contarlo, y los golpes no eran visibles como para que estuviera obligada a hacerlo. ¿Entonces qué hacía ahí? ¿En verdad eran el lugar y el momento? Helga se miró las manos. No concebía que esas manos volvieran a tocar a quien la había dañado con las veinte justificaciones que decía tener. Un temblor en el cuerpo la hizo darse cuenta de que había cierta alienación con su propia piel. Cerrando los ojos respiró profundo. No podía ser. Miró sus pies. Ahí estaban, pero al mismo tiempo no pisaban. Se escuchaba a lo lejos a Frankie Valli y los Four Seasons y las palmas de la mano de meseros en el fondo desganados, pero Johnny Rocket’s no existía más. Le llegó un impulso por llorar. ¿Qué hacía ahí, si ya ni siquiera estaba Johnny Rocket’s? Y el recuerdo del olor a sangre, su propia sangre. Mejor vamos al cine y cenamos después, le había dicho David. Pero ya es tarde, le había contestado Helga. Vamos, estarás bien. Helga había vuelto con Marc. Quería decirle a David que era la última vez que se veían. Se lo dijo recién subiendo al Caribe color shedrón que tantas veces había hospedado sus besos apasionados en distintos sitios de la ciudad y del país. Johnny Rocket’s era el símbolo del principio y del fin, por eso había accedido a verlo ahí, ahora recordaba. Nunca imaginó ver una pistola en ese Caribe. Estaban en una de las barrancas de Santa fe, fue lo último que vio y su fantasma lo recordaba. Era el momento y el lugar, pero no en este año, y siempre iba a preguntarse qué hacía ahí, si ya ni siquiera existía ese Johnny Rocket’s de Polanco. 

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