Helga sabía que era el lugar, el momento. Que nadie
evitaría su presencia ahí, en Johnny Rocket’s de Polanco. Había sido algo
cíclico visitar aquel lugar. Algo tenía de fascinante, no necesariamente por
las hamburguesas y las malteadas, que eran buenas, ni porque los meseros
bailaban y hasta cantaban de vez en cuando, seguro contra su voluntad pero con
una firma irrevocable, a pesar de haber sido escrita en una pluma Bic, y en un
contrato engrapado a una solicitud de empleo de papelería. Helga sabía que era
el lugar y el momento. Pero no sabía por qué. Stand by Me se oía al fondo,
lejana. Recordaba haberla puesto en la rockola una de las veces que fueron,
cuando había risas, caricias, cuando le gustaba regresar a su casa conservando
el aroma de David. Ahora era 17 de agosto y había quedado de verse con él ahí,
después de un estira y afloja donde nadie había ganado y ambos habían tenido
que ceder en muchas cosas. Llevaban tres años de novios y algo había estropeado
la relación. Él la culpaba en todos los sentidos: porque ella había permitido
que se entablaran en el hastío, porque ella había traicionado su confianza
saliendo con Marc, su ex novio; porque ella le había echado a perder la hombría
y el auto concepto, esto último dicho con gritos ensordecedores. Y ahí estaba,
esperándolo, no sabía bien para qué. ¿Dónde nacía esa necedad que nos hace
volver a ver a alguien sabiendo que no funcionarán las cosas? Johnny Rocket’s,
con toda su inocencia cincuentera para vender hamburguesas caras, era un lugar ajeno
a la densidad de la relación de aquellos dos. Helga ya no quería ver a David,
pero ahí estaba. Él había cambiado con el paso de tres años, o había mostrado
su verdadero yo, un yo violento hasta lo irreconocible, tanto que en verdad
Helga había extrañado a Marc, que sus defectos se le hacían boberías, y que su
insistencia en regresar juntos se le había vuelto una tentación, porque quizá
también buscaba protección. David había golpeado cosas primero, luego a ella.
La vergüenza le había impedido contarlo, y los golpes no eran visibles como
para que estuviera obligada a hacerlo. ¿Entonces qué hacía ahí? ¿En verdad eran
el lugar y el momento? Helga se miró las manos. No concebía que esas manos
volvieran a tocar a quien la había dañado con las veinte justificaciones que
decía tener. Un temblor en el cuerpo la hizo darse cuenta de que había cierta
alienación con su propia piel. Cerrando los ojos respiró profundo. No podía
ser. Miró sus pies. Ahí estaban, pero al mismo tiempo no pisaban. Se escuchaba
a lo lejos a Frankie Valli y los Four Seasons y las palmas de la mano de
meseros en el fondo desganados, pero Johnny Rocket’s no existía más. Le llegó un
impulso por llorar. ¿Qué hacía ahí, si ya ni siquiera estaba Johnny Rocket’s? Y
el recuerdo del olor a sangre, su propia sangre. Mejor vamos al cine y cenamos
después, le había dicho David. Pero ya es tarde, le había contestado Helga.
Vamos, estarás bien. Helga había vuelto con Marc. Quería decirle a David que
era la última vez que se veían. Se lo dijo recién subiendo al Caribe color
shedrón que tantas veces había hospedado sus besos apasionados en distintos
sitios de la ciudad y del país. Johnny Rocket’s era el símbolo del principio y
del fin, por eso había accedido a verlo ahí, ahora recordaba. Nunca imaginó ver
una pistola en ese Caribe. Estaban en una de las barrancas de Santa fe, fue lo
último que vio y su fantasma lo recordaba. Era el momento y el lugar, pero no
en este año, y siempre iba a preguntarse qué hacía ahí, si ya ni siquiera
existía ese Johnny Rocket’s de Polanco.
miércoles, 5 de octubre de 2016
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