Pedro Venero llegó a
México porque tenía un sueño y un secreto. Por éstos salió de Cuba, y más por una
cierta congruencia que por escapar de su tierra, a la que amaba. Pedro Venero
hacía piruetas en su bicicleta y en secreto tocaba jazz con su trompeta. Sus
amigos más allegados le decían el Miles Davies cubano cuando podía tocar sus
canciones sin que los puristas y los fieles al régimen lo vieran con recelo.
También tocaba son o guajira, con el mismo gusto pero sin la pasión oculta con
que escuchaba y reproducía los sonidos de Kind of Blue. La bicicleta había sido
un gusto adolescente, otra facilidad como la de jugar béisbol. También le
decían el Willie Mays cubano, y eso lo confundía, ¿Miles Davies o Willie Mays?.
La bicicleta no le daba conflictos de identidad ni sociales y por ello la
practicaba con gusto y desenfado. Así fue como aprendió, sólo por ver y sin
instrucción, las más sorprendentes suertes. Y ocurrió que Pedro Venero salió de
Cuba y llegó a México, buscando, por la agilidad diplomática, facilitar un
tránsito hacia Nueva York, sabiendo que allá no lo confundirían con Willie
Mays, y buscando hacer algo parecido a Miles Davies. Pero el tiempo le pasó en
México a Pedro Venero. Buscando trabajo como trompetista encontró sólo como
acróbata ciclista. Y buscando hacerla en Nueva York se enamoró de una mujer de
Coahuila. “Los sueños no importan cuando tus logros te llenan”, le decía doña
Antonieta a Pedro Venero, su hijo. Y nacieron Hortensia y Perico, mexicanos y
orgullosos de su papá piruetista, que actuaba donde fuera, donde no lo
corrieran, donde pasara mucha gente para que tuvieran oportunidad de detenerse
y que la conciencia les hiciera dejar una compensación por ver a aquel negro
ahora corpulento burlar a la gravedad. “Mis amigos allá en Cuba dirían que me
parezco a Louis Armstrong”. La Alameda era buena opción para actuar con la
bicicleta cuando no estaba el gitano del oso, aquel que salía en películas e
historias de gitanos, aún años después de dejar de existir. Y en la búsqueda de
sitios con tránsito de gente no apresurada se había encontrado con parques como
la Ciudadela, el parque América en Polanco, la plaza de Coyoacán, algunos con
gente con más tiempo, pero con menos dinero, otros con gente, pero que no
paraban para ver al gordo sobre su bicicleta de trabajo. Avenida Álvaro Obregón
sonaba como un justo medio socioeconómico y en distancia, pues Pedro Venero
vivía con su familia en el centro. Y de Álvaro Obregón, la esquina con Orizaba
resultaba lugar perfecto, un poco por lo ideal del sitio y el público, otro
poco porque se encontraba frente a un restaurante bar, D’Alfredo’s, así, con
doble posesivo, uno italiano y otro inglés, quizá para que no haya duda de que
era lo más próximo a la idea que Pedro Venero tenía de Nueva York y que
inconscientemente le refería también a Cuba, pues en él había comida
internacional y un piano donde se tocaban boleros y jazz acompañados siempre de
doña Carmen en la voz. Pedro Venero pasaba por el restaurante cuando la colecta
había ido bien y pedía un café, bien cargado, claro: tipo americano, y claro,
no era tan fuerte como el de Cuba. Y Pedro escuchaba las baladas aquellas y
pensaba en su madre y su idea de los sueños, y se preguntaba si con su esposa y
sus hijos y su trabajo en la bicicleta había cumplido estos sueños, y si ese
lugar era en verdad como los cafés en Nueva York. La mujer, doña Carmen, se
veía afable, aproximable, a pesar de su voz grave y su forma de plantarse junto
al piano.
Pedro Venero invitó a
su familia una noche de viernes al restaurante bar D’Alfredo’s, con su doble nacionalidad
en el posesivo de su nombre. Doña Lucha, la esposa de Pedro Venero, no sabía
del lugar, ni siquiera lo había advertido las tres o cuatro veces que había
pasado por aquella esquina de Álvaro Obregón y Orizaba. Pero eso no era lo
importante, lo que preocupaba a doña Lucha era cómo Pedro Venero pagaría
aquella cena. Los santos en la entrada de su departamento nunca los habían
abandonado, pero esto parecía demasiado. Pedro Venero notaba la preocupación de
su esposa, pero se limitó a decir que volvía en un momento. Hortensia y Perico
miraban el menú, su antojo por los platillos descritos ahí era proporcional a
su admiración por el lugar semi oscuro, con esa atmósfera que lo aislaba de la
calle, del país, y lo volvía único en su combinación de aromas, colores y
sabores. Doña Carmen, con su voz grave y temperada, anunció el debut de Pedro
Venero en la trompeta: Pedro Venero, que no se parecía a Louis Armstrong, pero
tenía mucho de él.
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