Tenía opción de tomar un taxi normal o un taxi colectivo, un pesero. Éste último
fue el que pasó primero. Reforma-Lomas decía en el parabrisas, abajo a la
derecha del conductor, con letras blancas hechas con cera para pintar zapatos
blancos. Sólo a su amiga Berta se le ocurría ir a un cine en un edificio corporativo en Las lomas, pero sólo ahí, en el cine Reforma del edificio del banco Comermex, estaba
la película que querían ver: El Chino, con Charles Bronson, y a las ocho era la
última función del día y de la semana y de la vida. El Chevy Nova colectivo tenía
un chofer y cuatro pasajeros varones bien apretujados. Y ahora también a Teresa.
Grave error no esperar el taxi. Era buena la idea de subir a cuatro extraños en
un mismo auto y pagar menos, pero no con ella y cuatro hombres. Parecían una de
esas bandas de delincuentes donde nunca falta una mujer, pensaba Teresa. La
marcha silenciosa del auto acrecentaba su tensión. Sólo sonaba la palanca de
velocidades al volante y un buje cuando pisaban algún bache. Quería bajarse,
pero cuando se dio cuenta ya estaba a la mitad del camino. Berta le debía una.
El parque de la Convivencia Infantil lucía oscuro, o no lucía para nada, con
sus animales de granja ya durmiendo y sus juegos para niños pequeños. Ahí había
llevado a sus nietos apenas cuatro días antes. Y ahora iba así. No quería ni
pasar el dinero para pagar al chofer, quería que el señor supiera donde ella
bajaría y salir despavorida por la puerta. Afortunadamente estaba junto a ésta
y no tendría que hacer bajar a nadie. Mientras lo pensaba, ya estaba en el
lugar. Ya había pagado sin oír su propia voz, sin que le contestaran. El
edificio Comermex quedaba abierto sólo para quienes iban al cine, y no se veía que
fuera nadie. El elevador estaba por cerrarse y ella apresuró por ese nuevo instinto
humano de alcanzar las puertas de un elevador antes de que se cierren, porque
en realidad faltaban 20 minutos para el inicio de la película. Un hombre detuvo
las puertas poniendo la mano y éstas se abrieron lentas, reclamando, de mala
gana, vibrando cansadas de hacer esa reapertura cien veces ese solo día.
Gracias. Perdón. El hombre, alto y robusto, llevaba loción Aramis, la misma que
usaba su esposo, delgado y de baja estatura. Él trabajaba en casa, era
dibujante. ¿Qué piso? Mezanine por favor. ¿Al cine? Sí. Demasiada plática para
compartir con un desconocido en un edificio corporativo desértico. El resto del
elevador también estaba cansado de subir. Seguro al día siguiente no sonaría
así, cuando elevara a los empleados recién bañados a sus pisos de trabajo y el
cine estuviera cerrado. De pronto el aparato se detuvo. Sí. Entre pisos. El
elevador decidió terminar su jornada laboral y que ir al cine era un evento
frívolo, no incluido en su contrato. Sólo hasta entonces Teresa se dio cuenta
de que el tema de La pantera rosa sonaba. La música del elevador sí funcionaba.
El hombre la miró porque ella lo miró, por primera vez. Berta, Berta. Cejas
arqueadas, labios presionados en señal de ¿y ahora qué hacemos? No vería a
Demetrio Bilbatúa presentar a las tortugas de Baja California, ni al jet set mexicano,
ni el anuncio de cerveza mostrando el mar al que tenía cuatro años de no ir y
en que ansiaba estar en este momento más que en ningún otro. Seguro sí alcanzaría
a ver el inicio de la película, previo reproche gestual a su amiga, explicación
postrera al final de “Chino”. Su robusto acompañante metió las manos en sus
bolsillos en señal de ser inofensivo. Aramis y calor humano. Teresa tenía miedo
a que esto le pasara desde su infancia. Nunca había ocurrido, hasta ahora que
no lo había pensado. Los minutos pasaron ¿12? ¿15? y ella con la mente en
blanco sólo oyó esa canción de La marcha del puente sobre el río Kwai que
pareció despertarla. El elevador se burlaba con silbidos melódicos mientras continuaba
su descanso anticipado. El hombre Aramis abrió las puertas con la ayuda de sus
fuertes brazos y su estatura. El piso de la sala quedaba a la altura de su
pecho y un vendedor de dulces se veía, cerrando su tienda. El vendedor los vio indiferente,
su contrato no tenía que ver con el elevador, que no parecía haber checado
salida anticipada por primera vez. Teresa miró a su compañero de predicamento.
Lo miró para despedirse, pues estaba dispuesta a escalar. Ahora se oía el tema
de Un hombre y una mujer. El elevador seguía su mofa. El hombre escalaría con
facilidad, pero ella no alcanzaba a subir. Lo intentó una vez, esforzada,
confiada. Para la segunda, un momento de suspenso y de súplica entendida por el
hombre se convirtió en la sensación de unas manos en su trasero empujando con
vigor decidido, ayudándola a superar el trauma inolvidable con el ridículo movimiento
consabido entre ellos dos y nada más, para siempre. Gracias. Dijo genuina y
avergonzada, aún con la sensación de las grandes manos perfumadas de ese
Charles Bronson de ciudad en su trasero. Al entrar a la sala no había gente.
Eran justo las 9 de la noche. El cácaro vio a dos entrar a la sala, tomando
lugares ajenos. Se lamentó y puso a andar el carrete de Chino, sin anuncios ni
avances. Berta las pagaría caras.
viernes, 13 de mayo de 2016
martes, 3 de mayo de 2016
Alameda
Alberto sentía
ese palpitar proveniente de su corazón. Lo reconocía desde niño, desde que quería
conocer a Lucía, la linda hija de los dueños de la tiendita, y se le trabó la
lengua al grado que tuvo que salir corriendo. Ahora, veinte años después, había
controlado la tartamudez nerviosa, pero no el palpitar de su corazón, y hasta
cierto punto le gustaba, pues le indicaba que había algo emocionante en su
vida. Nunca había tenido una cita a ciegas, no le entusiasmaba particularmente,
pero qué le iba a hacer. Algo tenía de encanto imaginar a Elena finalmente en
persona. La caligrafía palmer de sus cartas era de admirarse. Su prosa le
hablaba de una mujer preparada y seria, pero dejaba entrever cierto humor jovial
que le gustaba. Y qué decir de su ortografía, mejor que la de él. Ya había
comprobado un par de errores garrafales suyos en su diccionario, guardado desde
la secundaria y pocas veces abierto. No se imaginaba la reacción de Elena al
haber leído Primera vez con S, y agradecía que Elena hubiera accedido a que se
vieran a pesar de estos errores. Eso era indicio de una tolerancia que él debía
apreciar más allá de las cartas. Y ahora estaba ahí, en el metro Salto del
agua. La estación estaba reluciente, recién estrenada. Sabía que se tenía que
bajar en Balderas, pero prefirió salirse, para que al caminar su palpitación se
confundiera con la agitación de su paso, o para que ésta se le olvidara, y no
le fuera a pasar lo de veinte años atrás. No fuera a ser que la belleza de
Elena fuera como la de Lucía. “Galán”, le decían sus amigos más grandes cuando
contaba de sus enamoramientos, pero Alberto sabía que no era un conquistador,
todo lo contrario, era un enamorado presa de su admiración por las chicas y
consciente, quizá demasiado, de su simpleza frente a ellas. Elena tenía cierto
parecido con una actriz de cine, un aire clásico. La foto que le había mandado
después de cuatro cartas estaba en su mente, mientras caminaba por los locales
de pollos de la calle de Delicias. Alberto esperaba que los olores no se le
impregnaran, mientras esquivaba charcos de agua con plumas que no esperaba ver
en domingo por la tarde. La foto de Elena se veía reciente, era una foto de
estudio, ella sonreía mientras miraba hacia abajo y atrás, seguro dirigida por
el fotógrafo que encontró la pose perfecta para su belleza. El peinado a lo
Marga López acentuaba su parecido con ella, sólo el saco parecía muy cálido
para esos días de mayo. Eso lo hacía dudar si la foto la había tomado para él o
era una foto de tiempo antes. “¿Se la habrá tomado para otra cita a ciegas?” “¿Tendría
más de ésas?” Alberto se sacudía las preguntas mientras pasaba por la
Panificadora Las Merceditas, donde una niña gitana le ofreció leerle la mano, y
al rechazarla él (¡cómo en ese momento!) se metió hacia el terreno donde vivía
con otras familias. El pequeño parque de Tolsá era el punto de encuentro. La Alameda
era un sitio demasiado socorrido y transitado. Este otro parque también estaba
cerca de cines y cafés, como el de chinos por el que ahora pasaban y al que
podrían regresar. Alberto estaba tarde diez minutos. Había calculado bien su
tiempo, pero este nerviosismo había provocado su retraso, y no se había ido,
ahora mezclado con el de la impuntualidad. Quizá sería mejor dar una
explicación por llegar tarde que aparecer puntual como un tonto nervioso. Alberto
aceptaba su propio razonamiento. Aún por Arcos de Belén, de un Ford 200 salía
una mujer ayudada por su esposo llevando un recién nacido. “¿Quedarían de verse
en un parque cuando se vieron por vez primera?” Ahora Alberto se dijo la
palabra Vez con Z. Su pañuelo blanco le servía para su uso real y dejaría de
ser un adorno. Su atuendo al estilo de Roberto Cañedo quedaba mermado. Era
increíble que esa película de La edad de la inocencia fuera a cumplir ocho
años. A quién se le ocurría ir de traje en domingo, pero él quería estar a la
altura de su Marga López, aun con ese sudor por el nervio y la caminata, desde
metros atrás acelerada después de haber comprobado el tiempo. El parque entraba
a su vista junto al anuncio de Indetel en el edificio que hacía cuchilla entre
Tolsá y Avenida Chapultepec. Una mujer miraba a distintos lados. El vestido no
era el traje sastre que se veía en la foto. Era uno relativamente corto, amarillo,
que destacaba su inquietud. Alberto estaba a tiempo de alcanzarla si ella
decidía irse en ese momento. Su nerviosismo estaría cubierto por la aceleración
de impedir su partida y tendría tiempo para respirar y pedir perdón por el
retraso. “La primera impresión es la que cuenta”, le había dicho siempre su
madre, y todas las posibilidades desastrosas estaban cubiertas entre sí. Ella lo
vio antes de que atravesara Balderas. Dejó de mirar inquieta a todos lados para
a la distancia reprocharle la tardanza, para escrutar el traje y el sombrero en
domingo; para estudiar sus pasos, su caminar, su cara, y en unos segundos su sonrisa,
voz y su gramática. Después de un reclamo, una conversación en el café de
chinos y una película en el cine Ciudadela, perdonaría su retraso.
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