Alberto sentía
ese palpitar proveniente de su corazón. Lo reconocía desde niño, desde que quería
conocer a Lucía, la linda hija de los dueños de la tiendita, y se le trabó la
lengua al grado que tuvo que salir corriendo. Ahora, veinte años después, había
controlado la tartamudez nerviosa, pero no el palpitar de su corazón, y hasta
cierto punto le gustaba, pues le indicaba que había algo emocionante en su
vida. Nunca había tenido una cita a ciegas, no le entusiasmaba particularmente,
pero qué le iba a hacer. Algo tenía de encanto imaginar a Elena finalmente en
persona. La caligrafía palmer de sus cartas era de admirarse. Su prosa le
hablaba de una mujer preparada y seria, pero dejaba entrever cierto humor jovial
que le gustaba. Y qué decir de su ortografía, mejor que la de él. Ya había
comprobado un par de errores garrafales suyos en su diccionario, guardado desde
la secundaria y pocas veces abierto. No se imaginaba la reacción de Elena al
haber leído Primera vez con S, y agradecía que Elena hubiera accedido a que se
vieran a pesar de estos errores. Eso era indicio de una tolerancia que él debía
apreciar más allá de las cartas. Y ahora estaba ahí, en el metro Salto del
agua. La estación estaba reluciente, recién estrenada. Sabía que se tenía que
bajar en Balderas, pero prefirió salirse, para que al caminar su palpitación se
confundiera con la agitación de su paso, o para que ésta se le olvidara, y no
le fuera a pasar lo de veinte años atrás. No fuera a ser que la belleza de
Elena fuera como la de Lucía. “Galán”, le decían sus amigos más grandes cuando
contaba de sus enamoramientos, pero Alberto sabía que no era un conquistador,
todo lo contrario, era un enamorado presa de su admiración por las chicas y
consciente, quizá demasiado, de su simpleza frente a ellas. Elena tenía cierto
parecido con una actriz de cine, un aire clásico. La foto que le había mandado
después de cuatro cartas estaba en su mente, mientras caminaba por los locales
de pollos de la calle de Delicias. Alberto esperaba que los olores no se le
impregnaran, mientras esquivaba charcos de agua con plumas que no esperaba ver
en domingo por la tarde. La foto de Elena se veía reciente, era una foto de
estudio, ella sonreía mientras miraba hacia abajo y atrás, seguro dirigida por
el fotógrafo que encontró la pose perfecta para su belleza. El peinado a lo
Marga López acentuaba su parecido con ella, sólo el saco parecía muy cálido
para esos días de mayo. Eso lo hacía dudar si la foto la había tomado para él o
era una foto de tiempo antes. “¿Se la habrá tomado para otra cita a ciegas?” “¿Tendría
más de ésas?” Alberto se sacudía las preguntas mientras pasaba por la
Panificadora Las Merceditas, donde una niña gitana le ofreció leerle la mano, y
al rechazarla él (¡cómo en ese momento!) se metió hacia el terreno donde vivía
con otras familias. El pequeño parque de Tolsá era el punto de encuentro. La Alameda
era un sitio demasiado socorrido y transitado. Este otro parque también estaba
cerca de cines y cafés, como el de chinos por el que ahora pasaban y al que
podrían regresar. Alberto estaba tarde diez minutos. Había calculado bien su
tiempo, pero este nerviosismo había provocado su retraso, y no se había ido,
ahora mezclado con el de la impuntualidad. Quizá sería mejor dar una
explicación por llegar tarde que aparecer puntual como un tonto nervioso. Alberto
aceptaba su propio razonamiento. Aún por Arcos de Belén, de un Ford 200 salía
una mujer ayudada por su esposo llevando un recién nacido. “¿Quedarían de verse
en un parque cuando se vieron por vez primera?” Ahora Alberto se dijo la
palabra Vez con Z. Su pañuelo blanco le servía para su uso real y dejaría de
ser un adorno. Su atuendo al estilo de Roberto Cañedo quedaba mermado. Era
increíble que esa película de La edad de la inocencia fuera a cumplir ocho
años. A quién se le ocurría ir de traje en domingo, pero él quería estar a la
altura de su Marga López, aun con ese sudor por el nervio y la caminata, desde
metros atrás acelerada después de haber comprobado el tiempo. El parque entraba
a su vista junto al anuncio de Indetel en el edificio que hacía cuchilla entre
Tolsá y Avenida Chapultepec. Una mujer miraba a distintos lados. El vestido no
era el traje sastre que se veía en la foto. Era uno relativamente corto, amarillo,
que destacaba su inquietud. Alberto estaba a tiempo de alcanzarla si ella
decidía irse en ese momento. Su nerviosismo estaría cubierto por la aceleración
de impedir su partida y tendría tiempo para respirar y pedir perdón por el
retraso. “La primera impresión es la que cuenta”, le había dicho siempre su
madre, y todas las posibilidades desastrosas estaban cubiertas entre sí. Ella lo
vio antes de que atravesara Balderas. Dejó de mirar inquieta a todos lados para
a la distancia reprocharle la tardanza, para escrutar el traje y el sombrero en
domingo; para estudiar sus pasos, su caminar, su cara, y en unos segundos su sonrisa,
voz y su gramática. Después de un reclamo, una conversación en el café de
chinos y una película en el cine Ciudadela, perdonaría su retraso.
martes, 3 de mayo de 2016
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario