martes, 3 de mayo de 2016

Alameda


Alberto sentía ese palpitar proveniente de su corazón. Lo reconocía desde niño, desde que quería conocer a Lucía, la linda hija de los dueños de la tiendita, y se le trabó la lengua al grado que tuvo que salir corriendo. Ahora, veinte años después, había controlado la tartamudez nerviosa, pero no el palpitar de su corazón, y hasta cierto punto le gustaba, pues le indicaba que había algo emocionante en su vida. Nunca había tenido una cita a ciegas, no le entusiasmaba particularmente, pero qué le iba a hacer. Algo tenía de encanto imaginar a Elena finalmente en persona. La caligrafía palmer de sus cartas era de admirarse. Su prosa le hablaba de una mujer preparada y seria, pero dejaba entrever cierto humor jovial que le gustaba. Y qué decir de su ortografía, mejor que la de él. Ya había comprobado un par de errores garrafales suyos en su diccionario, guardado desde la secundaria y pocas veces abierto. No se imaginaba la reacción de Elena al haber leído Primera vez con S, y agradecía que Elena hubiera accedido a que se vieran a pesar de estos errores. Eso era indicio de una tolerancia que él debía apreciar más allá de las cartas. Y ahora estaba ahí, en el metro Salto del agua. La estación estaba reluciente, recién estrenada. Sabía que se tenía que bajar en Balderas, pero prefirió salirse, para que al caminar su palpitación se confundiera con la agitación de su paso, o para que ésta se le olvidara, y no le fuera a pasar lo de veinte años atrás. No fuera a ser que la belleza de Elena fuera como la de Lucía. “Galán”, le decían sus amigos más grandes cuando contaba de sus enamoramientos, pero Alberto sabía que no era un conquistador, todo lo contrario, era un enamorado presa de su admiración por las chicas y consciente, quizá demasiado, de su simpleza frente a ellas. Elena tenía cierto parecido con una actriz de cine, un aire clásico. La foto que le había mandado después de cuatro cartas estaba en su mente, mientras caminaba por los locales de pollos de la calle de Delicias. Alberto esperaba que los olores no se le impregnaran, mientras esquivaba charcos de agua con plumas que no esperaba ver en domingo por la tarde. La foto de Elena se veía reciente, era una foto de estudio, ella sonreía mientras miraba hacia abajo y atrás, seguro dirigida por el fotógrafo que encontró la pose perfecta para su belleza. El peinado a lo Marga López acentuaba su parecido con ella, sólo el saco parecía muy cálido para esos días de mayo. Eso lo hacía dudar si la foto la había tomado para él o era una foto de tiempo antes. “¿Se la habrá tomado para otra cita a ciegas?” “¿Tendría más de ésas?” Alberto se sacudía las preguntas mientras pasaba por la Panificadora Las Merceditas, donde una niña gitana le ofreció leerle la mano, y al rechazarla él (¡cómo en ese momento!) se metió hacia el terreno donde vivía con otras familias. El pequeño parque de Tolsá era el punto de encuentro. La Alameda era un sitio demasiado socorrido y transitado. Este otro parque también estaba cerca de cines y cafés, como el de chinos por el que ahora pasaban y al que podrían regresar. Alberto estaba tarde diez minutos. Había calculado bien su tiempo, pero este nerviosismo había provocado su retraso, y no se había ido, ahora mezclado con el de la impuntualidad. Quizá sería mejor dar una explicación por llegar tarde que aparecer puntual como un tonto nervioso. Alberto aceptaba su propio razonamiento. Aún por Arcos de Belén, de un Ford 200 salía una mujer ayudada por su esposo llevando un recién nacido. “¿Quedarían de verse en un parque cuando se vieron por vez primera?” Ahora Alberto se dijo la palabra Vez con Z. Su pañuelo blanco le servía para su uso real y dejaría de ser un adorno. Su atuendo al estilo de Roberto Cañedo quedaba mermado. Era increíble que esa película de La edad de la inocencia fuera a cumplir ocho años. A quién se le ocurría ir de traje en domingo, pero él quería estar a la altura de su Marga López, aun con ese sudor por el nervio y la caminata, desde metros atrás acelerada después de haber comprobado el tiempo. El parque entraba a su vista junto al anuncio de Indetel en el edificio que hacía cuchilla entre Tolsá y Avenida Chapultepec. Una mujer miraba a distintos lados. El vestido no era el traje sastre que se veía en la foto. Era uno relativamente corto, amarillo, que destacaba su inquietud. Alberto estaba a tiempo de alcanzarla si ella decidía irse en ese momento. Su nerviosismo estaría cubierto por la aceleración de impedir su partida y tendría tiempo para respirar y pedir perdón por el retraso. “La primera impresión es la que cuenta”, le había dicho siempre su madre, y todas las posibilidades desastrosas estaban cubiertas entre sí. Ella lo vio antes de que atravesara Balderas. Dejó de mirar inquieta a todos lados para a la distancia reprocharle la tardanza, para escrutar el traje y el sombrero en domingo; para estudiar sus pasos, su caminar, su cara, y en unos segundos su sonrisa, voz y su gramática. Después de un reclamo, una conversación en el café de chinos y una película en el cine Ciudadela, perdonaría su retraso.

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