viernes, 13 de mayo de 2016

Cine Comermex


Tenía opción de tomar un taxi normal o un taxi colectivo, un pesero. Éste último fue el que pasó primero. Reforma-Lomas decía en el parabrisas, abajo a la derecha del conductor, con letras blancas hechas con cera para pintar zapatos blancos. Sólo a su amiga Berta se le ocurría ir a un cine en un edificio corporativo en Las lomas, pero sólo ahí, en el cine Reforma del edificio del banco Comermex, estaba la película que querían ver: El Chino, con Charles Bronson, y a las ocho era la última función del día y de la semana y de la vida. El Chevy Nova colectivo tenía un chofer y cuatro pasajeros varones bien apretujados. Y ahora también a Teresa. Grave error no esperar el taxi. Era buena la idea de subir a cuatro extraños en un mismo auto y pagar menos, pero no con ella y cuatro hombres. Parecían una de esas bandas de delincuentes donde nunca falta una mujer, pensaba Teresa. La marcha silenciosa del auto acrecentaba su tensión. Sólo sonaba la palanca de velocidades al volante y un buje cuando pisaban algún bache. Quería bajarse, pero cuando se dio cuenta ya estaba a la mitad del camino. Berta le debía una. El parque de la Convivencia Infantil lucía oscuro, o no lucía para nada, con sus animales de granja ya durmiendo y sus juegos para niños pequeños. Ahí había llevado a sus nietos apenas cuatro días antes. Y ahora iba así. No quería ni pasar el dinero para pagar al chofer, quería que el señor supiera donde ella bajaría y salir despavorida por la puerta. Afortunadamente estaba junto a ésta y no tendría que hacer bajar a nadie. Mientras lo pensaba, ya estaba en el lugar. Ya había pagado sin oír su propia voz, sin que le contestaran. El edificio Comermex quedaba abierto sólo para quienes iban al cine, y no se veía que fuera nadie. El elevador estaba por cerrarse y ella apresuró por ese nuevo instinto humano de alcanzar las puertas de un elevador antes de que se cierren, porque en realidad faltaban 20 minutos para el inicio de la película. Un hombre detuvo las puertas poniendo la mano y éstas se abrieron lentas, reclamando, de mala gana, vibrando cansadas de hacer esa reapertura cien veces ese solo día. Gracias. Perdón. El hombre, alto y robusto, llevaba loción Aramis, la misma que usaba su esposo, delgado y de baja estatura. Él trabajaba en casa, era dibujante. ¿Qué piso? Mezanine por favor. ¿Al cine? Sí. Demasiada plática para compartir con un desconocido en un edificio corporativo desértico. El resto del elevador también estaba cansado de subir. Seguro al día siguiente no sonaría así, cuando elevara a los empleados recién bañados a sus pisos de trabajo y el cine estuviera cerrado. De pronto el aparato se detuvo. Sí. Entre pisos. El elevador decidió terminar su jornada laboral y que ir al cine era un evento frívolo, no incluido en su contrato. Sólo hasta entonces Teresa se dio cuenta de que el tema de La pantera rosa sonaba. La música del elevador sí funcionaba. El hombre la miró porque ella lo miró, por primera vez. Berta, Berta. Cejas arqueadas, labios presionados en señal de ¿y ahora qué hacemos? No vería a Demetrio Bilbatúa presentar a las tortugas de Baja California, ni al jet set mexicano, ni el anuncio de cerveza mostrando el mar al que tenía cuatro años de no ir y en que ansiaba estar en este momento más que en ningún otro. Seguro sí alcanzaría a ver el inicio de la película, previo reproche gestual a su amiga, explicación postrera al final de “Chino”. Su robusto acompañante metió las manos en sus bolsillos en señal de ser inofensivo. Aramis y calor humano. Teresa tenía miedo a que esto le pasara desde su infancia. Nunca había ocurrido, hasta ahora que no lo había pensado. Los minutos pasaron ¿12? ¿15? y ella con la mente en blanco sólo oyó esa canción de La marcha del puente sobre el río Kwai que pareció despertarla. El elevador se burlaba con silbidos melódicos mientras continuaba su descanso anticipado. El hombre Aramis abrió las puertas con la ayuda de sus fuertes brazos y su estatura. El piso de la sala quedaba a la altura de su pecho y un vendedor de dulces se veía, cerrando su tienda. El vendedor los vio indiferente, su contrato no tenía que ver con el elevador, que no parecía haber checado salida anticipada por primera vez. Teresa miró a su compañero de predicamento. Lo miró para despedirse, pues estaba dispuesta a escalar. Ahora se oía el tema de Un hombre y una mujer. El elevador seguía su mofa. El hombre escalaría con facilidad, pero ella no alcanzaba a subir. Lo intentó una vez, esforzada, confiada. Para la segunda, un momento de suspenso y de súplica entendida por el hombre se convirtió en la sensación de unas manos en su trasero empujando con vigor decidido, ayudándola a superar el trauma inolvidable con el ridículo movimiento consabido entre ellos dos y nada más, para siempre. Gracias. Dijo genuina y avergonzada, aún con la sensación de las grandes manos perfumadas de ese Charles Bronson de ciudad en su trasero. Al entrar a la sala no había gente. Eran justo las 9 de la noche. El cácaro vio a dos entrar a la sala, tomando lugares ajenos. Se lamentó y puso a andar el carrete de Chino, sin anuncios ni avances. Berta las pagaría caras.

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