miércoles, 31 de agosto de 2011

Siempre, por vez primera

22 de abril de 2004 es una fecha no difícil de olvidar. Sandra iba camino a su trabajo, Víctor ya estaba trabajando. Los dos estaban en el bus de la ruta 38 que cruza de oriente a poniente, que llega al metro Chapultepec proviniendo de Avenida del Taller. Era una ruta muy tradicional en la que lo único nuevo relativamente eran los transportes, cada vez más grandes, con la novedad, desde hacía un par de años, de que éstos tenían una pantalla con noticias, datos curiosos y algún clip de video. Era como un servicio extra que daban los ruta 38, pero que la gente pocas veces tomaba en cuenta. Las noticias eran frescas, los datos tenían su importancia, pero ningún pasajero quería verse sorprendido leyendo algo. Parecía que hubiera habido un peso social sobre aquél o aquélla que osara ver aquella pantalla empotrada al techo, junto al acceso de entrada o la otra, que estaba justo a la mitad. Sólo Víctor, que estaba sentado como siempre hasta atrás a esa hora de la mañana, y que ya desde hacía un tiempo se había percatado de cómo las pantallas eran ignoradas, podía darse ese permiso de leer o ver algo de vez en vez. Cómo evitar el cáncer de piel, técnicas de lavado efectivo de manos, el último disco y el sencillo de Luis Miguel eran datos que él dominaba gracias a esos vistazos a información diaria. Pero ahora estaba trabajando. El ruta 38 normalmente no era para él más que el transporte a otras rutas donde sí ejercitaba su carterismo. Estaba contra su principio robar en el transporte cercano a casa y era para él sólo su medio para llegar a sus distintas oficinas. Pero este día era distinto. Y era que ya había visto a Sandra con ese aparato mágico, un iPod, capaz, había leído en esa misma pantalla noticiosa, de contener mil canciones ¡mil canciones en esa caja más pequeña que su cajetilla de cigarros! Él lo sabía desde hacía meses, un año quizá, gracias al ruta 38. Sandra subía al bus siempre en Querétaro y Mérida. Siempre quería decir desde hace aproximadamente año y medio. Víctor la había visto casi desde la primera vez que había subido. Siempres había varios: la misma hora, 8.25, la misma parada, el mismo lugar para sentarse, a mitad del bus, en uno de los asientos individuales de la fila de la derecha. Siempre guapa, elegante, moderna, se notaba que iba con la moda y que tenía algún puesto ejecutivo, o al menos de recepcionista en alguna empresa de ésas importantes. Siempre sin voltear a ver a nadie. Siempre con un libro (que cambiaba cada dos o tres semanas). Siempre descendiendo en la terminal de la ruta. Siempre guardando su libro en su bolso y sus audífonos. El iPod lo traía desde hacía un par de meses. No eran baratos, sabía Víctor, y no los vendían en México, lo que lo hacía más deseable. Su amigo Marcos tenía uno que había conseguido en el ruta 27 hacía también dos meses. Primero no sabía cómo usarlo, después fue viendo cómo bajarle música desde la computadora, música que había bajado de internet y que era muy buena, rock, cumbias, salsa y electrónica. Víctor quería su propio aparato y que su amigo Marcos le pasara su música. Para ahora, 8 semanas después, Marcos era todo un experto en eso de los iPod, y se sabía trucos contra las medidas para evitar la piratería, ps oye, tú pregúuuntame.

Víctor tenía 28 años. Por cierto, los mismos que Sandra. Llevaba ya cuatro en el negocio de la cartera. El tenía también sus propios siempres y sus propios nuncas. Desde luego, siempre sentarse hasta atrás. Siempre cargar con un fólder que se viera como de mensajero, pero nunca hacer notar que llevaba dinero, como de mensajero junior para encargos menores. Siempre ir limpio y con gel en el pelo. Había notado que los mensajeros siempre usaban gel en el pelo. Nunca usar gorra ni gafas oscuras. Era absurdo que la gente no percibiera que los ladrones llevaban siempre una o la otra, o ambas. Siempre hacer el análisis socioeconómico y el diagnóstico de inteligencia de la víctima. Eran fáciles y rápidos, para él. Ambos tenían que ser de nivel medio, para no fallarle. Siempre pararse a la izquerda de la víctima, en el cubo que da a la salida. Siempre que fuera posible, ir por la víctima en la segunda vez que la viera, para saber su parada de descenso y moverse hacia el cubo de salida antes que ellos. Siempre aprovechar enfrenones de los buses para actuar. Siempre eran los mismos frenones, los choferes eran tontos o querían ayudarle. Pero en caso de Sandra todo era diferente. Ella colgaba el bolso de su hombro derecho, en el compartimiento de afuera era donde ponía el libro y el iPod. A veces, eso sí, cambiaba de bolso y metía el iPod, lo encerraba con un cierre y conservaba el libro en la mano, ocultando el nombre del libro, buscando,
-creía Víctor- nunca revelar nada de su persona. Víctor entonces no podía pararse a su izquierda. Tampoco podía fingir que su descenso coincidía con el de ella porque era la terminal y ella bajaba sin esperar en el cubo, por lo que el reto consistía en robarse el aparato en frente de su nariz y de la de quien descendiera también. Marcos le había dicho que estaba loco, que esperara otra oportunidad con alguien más. Lo cierto era que los iPods todavía estaban escasos y todo esto era para él como un examen profesional, pues él sabía que las carreras tardaban cuatro años en estudiarse y él cumplía cuatro años este mes. Era para él también como su premio por licenciarse en carterismo, además del reto. Algo más, que Víctor no sabía o no tenía consciente, era que quería saber qué era lo que Sandra tenía de música, y que era algo así como ver algo de esa intimidad tan resguardada como podía tenerla una usuaria de transporte público y que nunca compartiría con alguien como Víctor, fuera o no carterista.

El momento se presentó. Él tenía claro que Sandra siempre se levantaba de su asiento con el bus todavía moviéndose un poco. Como un elefante que al llegar a su destino desciende para que su pasajera baje de él y diera un último bufido para avisar que bajara. Y era que Sandra leía de principio a fin mientras estaba sentada y estaba condicionada a cierto último movimiento que también los choferes estaban condicionados a hacer al llegar a su base, como si pertenecieran al gremio de los pilotos de aviones que siempre tienen sus rituales y señalizaciones, éstos manejaban sus movimientos idéntico, frenar casi a cero, soltar el freno y luego frenar a cero. La señal inequívoca para Sandra para pararse era la de frenar casi a cero, ahí se quitaba los audífonos, guardaba el ipod mientras se paraba, y ya de pie, guardaba el libro para avanzar hacia la salida y descender en el frenar a cero. Siempre sin ver a nadie. Sólo que esta vez el freno a cero fue abrupto. Víctor se había parado calculando perfecto los movimientos y llegó al pie del escalón junto con Sandra. El enfrenón abrupto lo hizo realmente recargarse sobre ella, sintiendo su cuerpo mucho más frágil y ligero de lo imaginado, y una genuina vergüenza de haberla golpeado, que lo hizo disculparse, seguro hasta con sonrojo, lo cual fue como un plan perfecto. Víctor recuerda el olor a shampú del cabello de Sandra que predominó sobre su perfume a pesar de ser menos intenso y tuvo oportunidad de separar el recuerdo del encuentro del recuerdo del hurto, que era algo automático, a pesar de que el movimiento sobrepasó sus cálculos y complicó su automatismo.

El final del descenso era ya un momento de nostalgia para Víctor, que sólo pudo sobrepasar metros después, cuando Sandra desapareció hacia donde siempre desaparecía y el caminó también como siempre entre puestos hacia el paradero de los buses que llevaban hacia la periferia de la ciudad. Al saberse alejado de Sandra y de cualquiera de los pasajeros del ruta 38, Víctor tomó del bolsillo de su chamarra el iPod y lo palpó, casi sin verlo para no hacer obvia su adquisición recientísima y se puso los audífonos, que para su sorpresa aún estaban tibios y, claro, conservaban el aroma del shampú de Sandra.

Víctor experimentaba tres triunfos, el de haber logrado robarse el iPod en un grado de dificultad máximo. El de tener un iPod y uno más extraño e inesperado, el de tener algo muy personal, como la lista de canciones de Sandra. Los dos primeros eran para el perfectamente conscientes, pero el tercero estaba ahí, latente, oculto. Encender el aparato era como entrar a su cuarto y abrir su closet o sacar algún álbum de recuerdos. Por eso Víctor no se atrevió a encenderlo de inmediato, era como si hubiera dejado la mano en la manija de la puerta y tuviera que experimentar un ritual. Después de todo, Sandra (cuyo nombre Víctor nunca conocería) era completamente enigmática, él imaginaba que habría en el iPod las típicas cosas pop para viejas que ese día tendría el gusto de borrar en casa de Marcos para poner todo Metallica, todo AC/DC, todo Daddy Yankee y demás.

Pero algo pasó. Entró al metro en lugar de subirse a otro bus, pues iba a casa de Marcos. Aún con el iPod en la mano, metió su boleto, quiso esperar a llegar al andén para accionar el botón de encendido y tal vez el de play, que ya había visto en un vistazo furtivo, como si también se estuviera ocultando del reproductor. Se recargó en la pared del andén simulando naturalidad y empezó a mirar el aparato, no había botón de encendido. Era un aparato finamente diseñado, minimalista era la palabra, que si bien no estaba en su vocabulario, sí lo estaba en su apreciación.

Antes de empezar a verse extraño contemplando con curiosidad su propio aparato, Víctor buscó presionar cualquier botón, a riesgo de seguir pareciendo un mico o un ratero. El diseño lo llevó a presionar el botón de play y efectivamente, el aparato se encendió, como un artilugio mágico. El sudor ya se sentía en el cuero cabelludo de Víctor, pero por fortuna para él sólo tenía que volver a dar play para escuchar algo. De la angustia, Víctor pasó al azoro, al comenzar a escuchar música clásica. La pantalla decía:

Franz Schubert

Sinfonía no. 8 Inconclusa

Movimiento 2

Los textos segundo y tercero se alternaban y al segundo movimiento le faltaban 3:30 para terminar, según decía el indicador de avance de las canciones. Sin verbalizarlo ni siquiera mentalmente, Víctor pensó en la ironía de que la sinfonía se llamara inconclusa y para la dueña hubiera quedado igualmente inconclusa, para siempre. Seguro tenía la grabación en casa. Seguro podría comprar otro aparato la siguiente semana, o el siguiente mes, o en dos meses. De pronto, Víctor se vio manipulando el aparato como si siempre hubiera sido suyo. Sentía rubor de que la gente lo viera escuchando música clásica, hasta que con un leve sonrojo se cercioró de que nadie lo estaba escuchando, porque era tan íntimo ese acto de escucha que podía subir todo el volumen y nadie notar qué escuchaba, como pasaba con Sandra, de quien él nunca hubiera imaginado que estuviera escuchando música tan aburrida.

Así pasó de Schubert a la lista de artistas. Algo andaba mal. Víctor no vio un solo conocido en esa lista que lo ninguneaba igual que ella lo había ignorado durante tanto tiempo.

Estaba seguro de que había seleccionado en artistas, fue y volvió y se encontró con la misma lista abstracta, absurda, borrable.

Algo, alguien tenía que hacerle notar cualquier indicio de conocimiento, pero Mendelssohn, Dvorak, Sugar Cubes, Cranes, Peter Paul and Bjorn, King Krimson, Johanes Brams, John Coltrane, eran respuestas que le provocaron preguntarse como por reflejo “Qué pedo con esta vieja”. El mecanismo de defensa funcionó por unos segundos. Pero el confort duró hasta la necesidad urgente de dar clic al siguiente artista. Bjork lo mandó a los submenús Debut, Gling Gló, Post, Telegram, Vespertine. Glin Glo le sonó, bueno, no le sonó, le latió, y así entró la canción llamada igual. Nuevamente rubor, esto era una cursi y ridícula caja de música. Ya salió lo cursi. Tres compases de notas agudas, contadas como gotas de piano y una voz femenina en idioma más raro
que el inglés. Nadie lo veía. Nadie lo escuchaba. ¡Qué bueno! La voz era como infantil. Quizá algún tipo de Cri-cri para burgueses. De pronto el piano se volvió grave y entraron más instrumentos. El ritmo era contagioso. El contraste con la introducción estaba planeado para confundir. Pero esto era igual de extraño y placentero. La voz ya no era tan dulce y cursi, tenía momentos incluso enronquecidos. Los músicos habían levantado en un segundo un diálogo energético que nuevamente hacía mirar a Víctor a su alrededor. Ahora quería que la gente que lo rodeaba escuchara la música en lugar de sentirse avergonzados. Pensar en Sandra era inevitable. No de una forma idílica, sino con una admiración primeriza a tan excéntricos gustos. Las palabras no llegaban de una forma tan explícita a Víctor, ni los pensamientos se regodeaban tanto en sí mismos, más bien eran ideas que pasaban por su mente como pequeños flashazos, ráfagas que sólo le ocurrían cuando reconocía a un candidato precalificado para robo. Pero ahí estaban sus pensamientos, explicados a detalle por mí, pero para ser imaginados como ideas de un segundo.

Marcos lo esperaba en su casa. Víctor llegaba afuera de su edificio, pero escuchaba

The Juan Maclean

Happy House

y no podía dejar de oír esto. Tuvo que sentarse en una parada de bus, esperar al bus de manera ficticia, sin ver cuántos pasaban. Víctor escuchaba esa canción, muy parecida a la música electrónica pero con algo que lo hacía viajarse. Enconchado en uno de los asientos, Víctor sólo descuidó un momento la música para esperar que Marcos no pasara por ahí, sabía que llegaría con una patada o un zape, y que le quitaría el iPod para quedárselo o… o para cambiarle la música.

Ryuichi Sakamoto

Happy End

Había reservas de dinero para varias semanas. Víctor podía pasar unas vacaciones. Sabía que no lo haría. Pero sabía también que el colchóncito ahí estaba. Lo que no tenía reserva era la batería del Ipod. Marcos era la única solución. Como un niño con juguete nuevo, todo giraba en torno a ese artilugio que ahora era portador de algo que Víctor no comprendía. La magia estaba ahí, no en el equipo, sino en el contenido. Algo conmovedor le traía la mezcla de canciones que el shuffle le traía sin que él supiera que estaba activado, lo cual le daba un elemento de manipulación, casi tiranía, de arbitrariedad estética que hacía a Víctor escuchar algo que dominaba sus emociones. Sandra seguía presente, latente. Después de todo era la autora de la lista de canciones y nunca desapareció su imagen, como cuando se escucha la música y se piensa, más bien, se siente al autor.

Hacia las dos de la tarde el equipo cedió. La última canción que lo dejó oír fue… demonios. Lo olvidó. Se apagó el equipo. No había remedio. Había que buscar a Marcos.

“¡Te pierdes, mi cabrón!” le dijo mientras sacaba uno de esos cables blancos que había comprado en 50 pesos y que podía conectar a la computadora. Víctor le pidió que no fuera a borrar todavía la música. Marcos se extrañó. Estaba listo para pasarle toda su música que hasta había apartado en una librería especial y tenía justo las mil canciones que cabían en el aparato que su amigo le traería. “Dame chance, hay dos tres canciones que quiero apartar” “Uy mijo, para eso me gustabas, ¿pues que no es el Ipod de la chava ésta de las mañanas?” “Pues sí, pero tiene música dos tres chida.” “Mmta, pues ahí me avisas” “llévate el cargador, y que disfrutes de tu músiquita de nena, culero. Ay luego me lo traes y me dices cuándo te paso rolas para hombrecitos”.

Víctor iba liberado. Se sentía contento con su música intacta. Su cable cargador le iba a servir para escuchar de nuevo esas “dos tres rolas chidas”.

Nueve treinta de la noche.

Björk

Play Dead

Era como masturbarse. Era como un cigarro de mota. Era como ausentarse. Era demasiado. No sabía qué decían las palabras. No sabía qué decía el título. Pero para él era como morir de tan intensa la música. Creyó que dormiría escuchando seis, doce, treinta de las 800 canciones que decía la pantalla que había en la memoria de ese chunche de 13 X 6 cm, pero sólo pudo escuchar una canción. Como comer un manjar y querer quedarse con el sabor. Como haber visto una película y querer dejar semanas sin ver nada más. Como leer un grato libro y no querer que termine. Así era Play Dead. ¿Ponerla de nuevo? Víctor negó con la cabeza en el silencio, como si alguien más se lo hubiera preguntado. Con los ojos cerrados.

La mañana siguiente, Víctor decidió sí ir a trabajar. Su cerebro despertó a la hora de siempre y su cuerpo se levantó para dirigirse a los mismos lugares de siempre. El asiento de plástico del bus tenía un grafitti conocido por él. Sabía que había tomado ese mismo bus varias veces por ese grafitti, que sólo le recordaba su presencia cuando lo veía. Ahora el grafitti se veía más lavado, como si hubieran intentado borrarlo a tallones con un trapo húmedo, pero ahí persistía, recordándole a Víctor una cotidianeidad que parecía no dejarlo escapar de ella. Al abrir los ojos después de un rato, Víctor se percató de que ahí estaba Sandra. En su lugar de siempre. Como el grafitti en ese bus, pero ella, con un libro. Sin audífonos puestos.

Johannes Brahms

Symphony No. 1 in C minor, Op. 68 Finale

Era la canción que seguía en la lista al azar. Víctor la escuchó mientras veía a Sandra, cuyo nombre nunca conocería. En la pantalla de noticias estaba Carmen Salinas y un pie de foto que hablaba de su más reciente revista musical. Los tobillos y buena parte de las pantorrillas de Sandra se veían por el tipo de pantalón que ella llevaba puesto. La canción duraba 8:38, el tiempo aproximado que faltaba para llegar a la parada de Sandra, calculaba Víctor. La música tenía una intensidad casi dolorosa que hacía a Víctor respirar con intensidad. Sandra cambiaba las páginas de ese libro que Víctor nunca sabría de qué trataba. Seguro era algo equivalente a la música que había en el Ipod, con letras, con palabras, con ideas que él seguro no podría degustar, o quizá sí, con mucha preparación. Por lo pronto él ya sabía qué música existía, cómo podía sentirse con ese arte del que probó apenas unas porciones. La música terminó. Víctor se levantó, caminó. Los tobillos descubiertos se veían más cercanos, la textura de su piel recubierta por el brillo de alguna crema posterior a un muy temprano baño. Víctor sacó de su bolsillo el Ipod con los audífonos enrollados, se lo puso a Sandra sobre el libro abierto, ella miró el aparato, confundida alzó la vista para ver a Víctor, que por un segundo hizo contacto visual con ella. Sandra tenía un lunar pequeño en la mejilla izquierda, no lo hubiera distinguido de no haber estado tan cerca de ella. Hizo un esbozo de sonrisa, o es lo que él pensó. Se dio la media vuelta y bajó del bus.

jueves, 26 de mayo de 2011

Bendita agua

Quizá era el año 2027. Aquel día Ponce entró a la cárcel por correr apuestas y por haber matado a un jugador. Las cárceles llegaron a un punto de saturación tal, que se optó por clasificar los crímenes y los homicidios ameritaban cadena perpetua, con una prerrogativa: la inyección letal. Sólo ellos. La inyección letal cada semana para quienes están en la carcel por matar a alguien. A todos los inyectan los lunes por la noche, después del juego de futbol americano, como si fuera un último deseo cumplido, como si a todos les gustara el futbol americano. Seguro a algún director de penales le gustaba y asumía esto. Agua. Nadie sabe cuál tiene el líquido que mata hasta la mañana siguiente. Al principio se hacía cada mes, luego cada quince días. El sobrecupo demandó que se hiciera una vez por semana, los lunes por la noche. De modo que los presos veían todos los martes una luz que agradecían, la luz matinal; otros (muchos también) veían esa oportunidad de vida como la prolongación insoportable del castigo de seguir.

Ponce estaba en plena crisis de la mediana edad. Sus sueños de ser arquitecto se habían esfumado dolorosamente y la vida familiar con su esposa Jovana se había truncado, junto con sus planes tardíos de ser padre. Después de todo, ella se había casado con un aspirante a arquitecto y lo de tener mucho dinero a ella le daba realmente igual.

La construcción de la cárcel se parecía mucho al condominio donde vivía su hermano, sólo que aquí había una iluminación excesiva, tabiques grises en lugar de ladrillos rojos y barandales pintados de verde en lugar de blancos, como las películas deslavadas y verdosas de principios del milenio.

Cuando Ponce fue sentenciado fue notificado también sobre la inyección letal y su rifa, algo de lo que él había leído ya. Haciendo cálculos, el destino acabaría con un buen porcentaje de los reos relativamente pronto, pero el ingreso de nuevos reclusos diluía mucho las posibilidades. Había afortunados que salían sorteados apenas semanas después de entrar, y el record era, sí, de una semana, cinco días, para ser exactos, de un imbécil de 26 años llamado Eduardo Romo. Los que más anhelaban salir premiados eran los últimos narcotraficantes encerrados, antes de que fuera legal el uso de las drogas, éstos eran más bien narcos-homicidas de la vieja guardia que tenía que matar para comerciar, y que aquí dejaban de tener la vida paradisíaca. De ellos, pues, era consabida su preferencia de morir antes de ser encarcelados. De los demás delincuentes no había una constante entre su deseo de vivir o morir y su giro delictuoso o su móvil criminal. Ponce había tratado de encontrar aquí algún rasgo común, sin éxito. Otro estudio que Ponce llevaba de manera consistente y lenta, era el de si el sorteo era meramente azaroso o había algún afán consciente de castigar a quienes desearan vivir y hacer permanecer con vida a quienes quisieran morir. Era a fin de cuentas una ruleta, pero quizá con algunos hilos que se movían para que el balín quedara con quien se quisiera. Hasta este momento no había algo considerable como una regla y por más anotaciones y discusiones que se hicieran, ninguna acababa por convencer a nadie. De cualquier modo Ponce insistía en su teoría y llegaba aún más lejos, a pensar en algún compañero recluso infiltrado que fuera quien direra información detallada sobre a quien “conceder” el paso al siguiente estadio. Esta teorización era un pasatiempo para Ponce, de alguna forma, pero de otra era también algo que lo mantenía siempre alerta, siempre sospechando de preguntas, respuestas, actidudes, favores, peticiones, y pues, prácticamente de cada acción en torno suyo. Desde luego no era exclusivo de él, y era común para él conjeturar con quienes llegaba a tener alguna confianza, como su amigo el Foco, apodado así por su brillante calva, Sergio Salmerón, el Salmón, muerto por la inyección hacía dos años y dos meses.

En 1978 Ponce trabajaba en una lonchería. En Bucareli, frente a los expendios de periódicos. Era un mesero de 10 años que nunca fallaba en traer bien la comanda, aunque fuera complicada, aunque se la dieran en desorden o aunque le cambiaran cosas. Él siempre recitaba el pedido final a la perfección, sólo le hacía falta ver a cada una de las personas y al recordarlos frente al cocinero identificaba perfecto lo que habían pedido de comer y de tomar. Doña Lupe sabía que Ponce era parte importante del atractivo de su discreta lonchería. Sabor y limpieza eran dos cosas que ella tenía que ostentar permantentemente, pero si había algo que hacía diferencia en el lugar, era la atención de Ponce. Ella le tenía cierta estima. Era un niño sin padres que había parado con su comadre Lidia a los siete años y para ella dos años de protección habían sido suficiente tiempo, así que a los nueve lo mandó a trabajar con su comadre Lupe, a su negocio. Ella veía que el chamaco era listo, así que no le preocupaba su desempeño, y Lupe le había dicho que necesitaba un garrotero. Así que Ponce comenzó a trabajar, primero con el temor triple de no saber lo que era trabajar, pensar que el trabajo era para los grandes y no saber si lo haría bien. “Lo harás bien, no es tan difícil” le decía Lidia con cierto ánimo, pero sobre todo con ansia de que esa boca que se había añadido a las de sus tres hijos, dejara de ser una carga. Lupe le aceptó a su comadre Lidia la recomendación y ésta la aceptó sabiendo que no podía perder más que cinco días de prueba. Pero el niño aprendió en un día su trabajo y al quinto día estaba haciendo el trabajo doble de garrotero y mesero, opacando por mucho a Pedro, que llevaba nueve años con ella, mostrando su memoria, sus ganas y su carisma. En poco tiempo Pedro se encontró con que ya no lo necesitaban y él tuvo que ofrecer mejorar su desempeño al doble, a cambio de una nueva oportunidad. Doña Lupe aceptó con recelo y reclamándole a Pedro no haberlo hecho antes, lo que hubiera evitado que ella buscara apoyo.
La clientela comenzó a aumentar, ex clientes volvieron. Lupe no podía cambiar su estilo mandón de ser, así la habían educado y no podía evitar regañar aunque las cosas se estuvieran haciendo bien. Cuando Lupe regañaba a Ponce sentía o hasta veía a sus clientes reaccionar ante la injusticia del tono de Lupe. Nadie le decía nada, pues todos la conocían o imaginaban que era su estilo de llevar la lonchería, pero siempre había un dejo de reclamo ante la injusticia de tratar mal a un niñito que además hacía su trabajo bien. Ellos, en lugar, platicaban con Ponce, le sonreían, hasta hacían pequeñas bromas. No había duda, era el gran gancho del lugar, y tratarlo con rudeza era parte de la dinámica que había que tener. Así habían transcurrido cuatro años, hasta que un cliente nuevo, Sherif, había encontrado en Ponce lo que buscaba: un próspero tallador que con pocos años y mucha lealtad lo sustituyera en el negocio de las cartas, en un plazo mediano. Sherif (cuyo nombre real era Serafín pero él se lo cambió en la adolescencia por Sherif, así, con una sola f) se volvió asiduo del lugar y amigo de un renuente y desconfiado Ponce, con la complicidad y apoyo de Pedro, que no había logrado superar el despojo y el susto de perder su trabajo que Ponce le representó. “No siempre vas a trabajar aquí” le dijo Sherif a Ponce después de hablarle de una oportunidad de intruducirlo en el negocio del póker. “Quiero ser arquitecto” le dijo Ponce con voz ya de jovencito, provocándole a Ponce la carcajada burlona pero nerviosa. “Y de dónde sacaste eso”. En estos años vi como cambiaron ese edificio y me di cuenta de lo que quiero hacer. Ponce se refería al edificio de Excélsior que estaba en la esquina de Bucareli y Reforma y que modificaron en dos años. “¿Aquel azul? ¡Pero si quedó horrible!” le respondió Sherif a Ponce. “Es lo que quiero hacer, cambiar las cosas, cómo se ven, no importa que el resultado no le guste a la gente”. Sherif se percató de reojo de la mirada de doña Lupe, quien estaba a punto de gritarle a Ponce, así que se apresuró a decirle que no era una decisión a ser tomada de un día al otro. “¡Pagan en la mesa dos! ¡Mueve las piernas y para la boca!” Lupe le gritó a Ponce.

Sherif iba a comer todos los días y todos los días le soltaba a Ponce la pregunta “¿Tons qué?” a la que Ponce contestaba invariablemente negando con la cabeza y haciendo una mueca de seguridad sobre su respuesta. Semanas después de los noes, fue Pedro quien le preguntó a Ponce qué se traía ese tal Sherif y Ponce no sintió empacho en contarle a qué se refería el críptico y cortísimo intercambio pregunta-respuesta. Pedro sintió una punzada de frustración de pensar que Sherif podría hacer la misma pregunta por años hasta sacar un sí a Ponce.

Un año después de soportar saber a qué se refería la insistencia de Sherif, Pedro se planteó dar un empujón a Sherif para convencer en definitiva a Ponce de irse con él. Sabiendo que cada segundo día éste iba a la tienda a comprar cigarros palillo en boca, como parte de un ritual, Pedro preparó un encuentro fortuito escabulléndose de Lupe con el pretexto de que le diera para comprar una cajetilla de cigarros y así tener cigarro suelto para revender. Al salir Sherif de la fonda, Pedro ya estaba en camino comprando la última cajetilla de Delicados que había en la tienda. Ver a Moy, el tendero, tomar la última cajetilla fue para Pedro una buena señal. “Desde cuando fumas tú, pendejo” preguntó Moy a Pedro sin importar que hubiera más clientes en la tienda. “No son para mí, doña Lupe me dijo que los tendrá en la fonda porque luego le piden y no tiene”. “Ah que doña Lupe tan previsora” dijo Moy con ironía mientras Sherif llegaba. “Mira, a quién le vas a vender la cajetilla, pendejo” le dijo casi emocionado Moy a Pedro mientras veía la contrariedad de Sherif al no ver su marca de cigarros en el despachador. “¡Quiubo! ¿Ya fumando?” dijo Sherif a Pedro entre burlón y enojado por ver que le ganaron los cigarros. “No, son para doña Lupe, pero si quiere se los vendo a usted.” “¡Pendejo!” Dijo Moy negando con la cabeza mientras buscaba una caja de arroz que otra clienta le pidió. “Y en cuánto me los vendes, ¡valen más porque ya no hay!” dijo burlón Sherif. “No. Lléveselos”. Ponce sí quiere trabajar con usted, pero le da pena decirle a doña Lupe, se siente comprometido con ella y cree que sería un gandalla si se va. “Muy bien, Pedro, nomás tienes la cara, gracias por la información” dicho esto le dio un billete y le quitó los cigarros. Moy sólo vio este último momento de la conversación y arqueó las cejas asintiendo. “Nomás tienes la cara Pedrito, ¡ya haciendo negocios con el cabrón de Sherif!” Pedro lo miró y salió de la tienda pensando que nunca iba a hacer negocios con alguien como Sherif, porque no tenía la capacidad. Pero de algo le serviría haber hecho bien lo que había planeado.

Al día siguiente mientras Sherif comía no podía evitar mirar a Ponce, pues quería distinguir algún titubeo, alguna señal de lo que Pedro le había dicho, sin conseguirlo. Esto, según Sherif, era muy favorecedor para Ponce, pues era una señal más de cómo el muchacho podía disimular sus intenciones. Después de varias veces de pasar juntó a Sherif, Ponce notó su cambio de actitud y lo miraba con extrañeza. Sherif no volvió a preguntarle su cotidiano “Tons qué”, y Ponce se dio cuenta también de que esta pregunta faltaba y hasta se inquietó. Desde la cocina Pedro percibía la escena mientras secaba platos. Sólo Guadalupe parecía ignorar lo que ocurría. “¿De postre va a querer gelatina o ate con queso?” preguntó Ponce a Sherif. “Gelatina, pero acompáñame a fumarme un cigarro antes”. La petición desconcertó a Ponce, que miró a Guadalupe como si los hubiera escuchado. “No te preocupes por esa vieja, luego hablo con ella”. Afuera de la fonda, ante el enojo de Guadalupe, Sherif fue breve y contundente: “Sé que tú te quieres ir a trabajar conmigo” “¡¿Yo?!” interpeló de inmediato Ponce. “Déjate de pendejadas porque ya estuvo bien de bromas de mi parte. Mañana te veo en la oficina sin falta y si no vas alguien va a asaltar esta pinche fonda y se va a chingar a esta cabrona vieja”. Espantado y desconcertado, Ponce miró de nuevo a Guadalupe, que no dejaba de mirar desde la cocina, con actitud de madre enojada, pero también preocupada por el intercambio poco cotidiano que se estaba dando entre su cliente y su empleado estrella.

El temor que Ponce sentía por Sherif las primeras semanas se fue disipando y dejó lugar a cierta fascinación por el juego y la facilidad con que podía jugar. No le dejó de temer, pero se dio cuenta de que Sherif lo respetaba por sus cualidades y capacidades, y de que le convenía tenerlo bien en todo momento, incluso pensó que podría comenzar a pedirle lo que quisiera y se lo concedería, como a un hijo mimado al que se le quiere dar todo aquello de lo que se careció, pero Ponce nunca quiso abusar de la circunstancia, pues pensaba en secreto que podría escapar sin deberle mucho a aquel tipo que prácticamente lo raptó. La curiosidad de jugar y cierta ambición motivaron a Ponce por semanas y la satisfacción de ganar y ganar dinero se convirtieron en una forma de vida. De pronto se encontró en una situación donde no tenía que pedir nada a Sherif porque éste se lo podía dar. Lo que fuera. ¿Por qué Sherif, teniendo tanto dinero iba a la fonda de Guadalupe? Nunca llegó a tener la confianza para preguntárselo. Estudiar arquitectura para Ponce era ahora a la vez más asequible pero también más lejano. Haciendo cuentas, podía hacer la secundaria en un año, la prepa en otros dos y en tres años comenzar, pero ser tallador por las noches y estudiante de secuntaria abierta por las mañanas era algo absurdo, que no tenía cabida en ninguna mente sensata.

Cada año que pasaba se alejaba el sueño profesional hasta que acabó borrándose y dejando una idea amarga de aspiración ridícula y aparente bienestar.

Ponce conoció a Jovana a los 22 años. Fue al primer novio que le contó que en realidad se llamaba Jovita y no Jovana, y se cambió el nombre a los siete, aprovechando que la habían cambiado de escuela y rogándole a su maestra, como sería cada año siguiente, que la llamara Jovana para que no se burlaran de su verdadero nombre.

Una noche no hubo trabajo en la versión nocturna del restaurante Ara, que era el casino improvisado donde Sherif se estaba volviendo millonario. Ponce entonces pudo ir a su segunda fiesta de la vida, la primera habían sido unos quince años donde le habían pedido ser chambelán, cuatro años antes. Fue aquí donde Ponce conoció a Jovana y donde Jovana decidió que Ponce sería el hombre de su vida. Y así fue. Dos años después, se casaron. Jovana era una muchacha sencilla, sin muchas ambiciones materiales que en principio creyó que su esposo en algún momento estudiaría para arquitecto y hasta lo llegó a impulsar. Durante meses Jovana tuvo la paciencia de no saber a qué se dedicaba Ponce y no preguntar y por qué no podían salir los viernes ni los sábados por la noche. Cuando ella estaba por terminar con él por no ser capaz de decirle ni a qué se dedicaba, y por temor a que fuera algún tipo de criminal, Ponce le contó la historia. Jovana entonces comprendió por qué tantos regalos y tantos planes, y de alguna manera apechugó la carencia social sustituyéndola por la relativa abundancia material, aunque ahí se dio cuenta de que su novio jamás sería un arquitecto, encontró un cierto paliativo en la holgura material. Como siempre pasa cuando el esposo trabaja para un giro dudoso, Jovana no se metía, no preguntaba salvo que Ponce le quisiera contar algo, pero esto rara vez ocurría. Jovana lo quería fuera arquitecto o tallador, se sentía orgullosa de haberlo encontrado, de haberlo elegido y afortunada de que una de las dos noches que él no fue a trabajar en sábado por la noche se hubieran conocido.

Sherif tenía problemas con Anaya. Lo había descubierto haciendo trampa ya tres noches distintas. La primera vez hacía seis meses, la segunda hacía un mes, y la tercera aquella semana. “Vi que te pasaste de listo con Licón. Ni él ni los demás se dieron cuenta, pero yo sí.” Le dijo reconviniéndolo. La segunda noche que ocurrió Ponce fue quien advirtió que Anaya se hacía señales con el Cala. Esa vez los dos salieron tablas y fastidiaron al resto. “Otra vez, Licón, chingándote a mis otros clientes. Ya no quiero verte por aquí” fue la amenaza, ante la que Licón reaccionó incrédulo “No andan bien las cosas. No vuelve a pasar ése mi Sherif, aguánteme por ésta.” “No vuelvas a venir” fue la reacción de Sherif. “Y aunque vengas, no vas a jugar”. Aquel jueves trágico para Ponce, apareció Anaya acompañado del Cala y de Lome, un achichincle de Anaya que iba seguido con él y no dudaba que hubiera hecho de las suyas, pues era sabido que en su negocio le ayudaba a cometer fraudecillos cotidianamente. “Venimos a jugar”. “Te dije que ya no podías. La gente no quiere jugar contra ti. Vas a acabar con mi negocio. Te lo digo por las buenas, lárgate.” “¿O qué?” ante la insolencia de Anaya, Sherif tuvo que quedarse callado, impotente, sus años aguerridos habían quedado atrás, ya no reclutaba golpeadores porque creía, erróneamente, que tenía jugadores pacíficos, pero se había enterado de que Anaya andaba jugando por otros lados y perdiendo mucho dinero. Así que Anaya se sintió subestimado. En la mesa estaban Ponce, Lome, el Cala, Anaya, don Elías, un judío mueblero que amaba el juego, que sacaba más dinero del juego que de su negocio, que jugaba en secreto para toda su comunidad, y que siempre iba con Blanga, un amigo también judío, de toda su confianza, a quien trajo esa noche por primera vez.

Ellos no conocían a Anaya. La noche de juego no estaba acordada porque nadie había hecho cita, a veces pasaba que llegaban jugadores de improviso, esto no gustaba particularmente a Sherif, que le gustaba armar mesas de jugadores de la manera más controlada posible. Ponce veía acercarse una noche de asueto y empezaba a saborear una salida sorpresa a cenar para su esposa, de hecho don Elías estaba por irse y estaba a punto de agradecer los tragos y despedirse, cuando llegó el grupo de Anaya. Sherif, contrariado, no quiso hacer olas para no dar origen al menor atisbo de desconfianza que fuera a iniciar un desprestigio, y pidió a Anaya que lo acompañara para decirle lo que quería por separado, creyendo que lo iba a convencer. Un error de exceso de tolerancia que el cansancio de los años permitió, pues en otra época no le hubiera importado el prestigio y le hubiera cerrado la puerta en la cara. Por eso quería dejarle ya el negocio a Ponce y sólo cobrar su renta, faltaba que terminara el año para que eso ocurriera, ocho meses. Pero ese día de abril, 29, Anaya quiso dejar en blanco a don Elías, fuera como fuera. Incautamente, Blanga señaló que Lome, con cierto descaro, por cierto, se estaba haciendo señas con Anaya. Esto enfureció a Sherif que lo había notado antes. Por primera vez desde que Ponce lo conocía, Sherif sacó una pistola para correr a Anaya. El Cala descontrolado se avalanzó sobre él y le quitó la pistola, Ponce se fue sobre el Cala, pero Anaya sacó una navaja y amenazó con usarla, lo que no evitó el forcejeo entre Cala y Ponce. Sherif se enfrentó a Anaya que lanzaba navajazos, Lome quería entrar al forcejeo por la pistola, pero no hallaba momento para entrar, Blanga y don Elías estaban en un rincón, aterrorizados, queriendo salir del lugar, mientras Anaya lanzaba un cuchillazo decidido a picar a Sherif y llevarse el dinero cuando se escuchó un balazo, el Cala, quedó boca arriba, tenía un orificio en la cara por el que comenzó a salir profusamente la sangre. Cala sacaba un último intento de grito ahogado y alcanzó a querer tocarse, pero dejó de moverse. Blanga y don Elías lograron salir al fin del lugar, Lome quería salir también, pero sentía compromiso con Anaya. “Lárguense o los mato” dijo Ponce sin saber si eso era lo que quería decir, “¡Mátalos a los hijos de la chingada, si no te van a delatar!” dijo Sherif a Ponce, como si estuviera pidiéndole repartir cartas. Lome y Anaya salieron sin dar la espalda, esperando que el balazo llegara en cualquier instante, pero el terror de Ponce los hizo ver antes de desaparecer que esto no ocurriría.

La estrecha celda estaba iluminada permanentemente. La iluminación era peor que el encierro. Podrían tener una muestra de cómo son las cárceles para quienes están en libertad y esta iluminación, más potente que la luz del sol, sería el mejor preventivo de la delincuencia. La rifa, como todos llamaban a la toma del líquido mortal, era la solución al problema de la luz permanente. El gobierno había reformado sus métodos ante la sobrepoblación, darle a todos los homicidas cadena perpetua e ir acabando con la mayoría con la inyección letal, con la constancia de hacer el sorteo cada semana. Debía haber algún patrón de asignación, alguna ecuación, alguna señal de comportamiento o de deseo, o de terror, o todo junto. Ponce tenía la lista de los muertos desde que había sido internado, pero nada le daba la constante lógica. Él no sabía si quería vivir o morir. O ambas cosas, lo que le daba una seguridad de ganar pasara lo que pasara. Llegar a este estado de deseo-no-deseo le hizo ver a Ponce que ésa había sido la historia de su vida. Nada de lo que había ocurrido jamás había sido su decisión. Examinó su niñez, el abandono de sus padres, la adopción de Lidia, el trabajo con doña Lupe, la adopción de Sherif, el matrimonio con Jovita, matar al Cala, la inyección letal. “Apúrate pinche Ponce, tengo que llevar los otros frascos y tú nunca te tardas tanto!” Pinche Ponce, lo habían llamado así tantas veces. En efecto, nunca se había tardado tanto en levantarse la manga. Nunca había visto de esa manera el frasco con el líquido. Las veces anteriores había un deseo natural de que no le fuera a tocar el premio mayor. Cerrando los ojos se levantó la manga, sintió el pinchazo.

sábado, 30 de abril de 2011

El escritor de finales

El despachito era acogedor, porque estaba muy lleno de cosas: libros, algún mueble semioculto, libros, libreros, libros, un escritorio, una vieja lámpara, una vieja máquina de escribir, Luis y libros. Es un desorden donde se nota perfecto que su habitante no deja entrar a nadie, porque es su lugar. Luis cumplió 52 años hace seis meses, pero eso lo sabemos sólo nosotros y su esposa Isabel, que está sentada en el comedor, trabajando. A él no le importaba su edad. Le importaba escribir. Escribir finales, que era su trabajo. Luis leía una hoja impresa que había sido escrita en computadora, luego la puso boca abajo sobre una pila con otras hojas. Hay otros 6 o 7 tambaches de hojas, unos con unas 100 hojas, otros con unas 140, otros con 50, otros con 120. Dejó la hoja que leía sobre el montón, y puso ambas manos sobre los muslos con los dedos encontrados. Luis había pensado un buen final por la noche, estaba por recordarlo, pero un beep comenzó a sonar en su cabeza, con una mueca, se tocó el oído, más bien se lo tapó, uniendo el cartílago con el orificio auricular, para aislar de todo ruido.
-¿Hola? ¿Andrés?
-Hola. -La voz de Andrés cuando no había buenas noticias era inconfundible.
-¿Qué pasó
-Nada aquí. No se resolvió. Creo que nos quedaremos así.

Andrés y Luis se referían a la huelga de escritores de finales a ellos que emplazaron y que creían hoy se resolvería.
-El final de los escritores de finales. -Luis comentó pensativo, como si se sorprendiera de su ironía instantánea.
-Lo siento, Luis. Tal vez sea tiempo de hacer algo más. Por ahora nosotros seguiremos aquí plantados.

Luis se soltó el oído. El comedor y la sala de su casa son acogedores también. Alguien diría que están saturados, pero quien ame los libros pensaría que son acogedores, porque ahí hay más libros, ahora entre viejos –pero bien conservados- muebles, decenas de adornos de porcelana y cuadros con retratos, reproducciones de pinturas y algunas pinturas realizadas por Isabel. Alguien notaría también que los libros no están simplemente apilados, sino acomodados. En la cocina, donde, claro, también hay algunos libros, la vieja estufa tiene en la puerta de su horno una pinza fabricada para mantenerla cerrada. Isabel, cuatro años menor que Luis, acomoda varios pasteles que están listos para ser decorados.
-¡¿Pero, tú me imaginas haciendo otra cosa en la vida?!
-Vamos, vamos, Luis, ¿recuerdas a mi primo Fernando, el que es segundo martillador? Pues él acaba de perder su trabajo en la fábrica por una máquina remachadora, ahora sigue siendo segundo martillador, pero en las vías del ferrocarril. La situación está complicada para todos.
Luis lo imaginó perfecto. La fila de martilladores en las vías del ferrocarril tenía algo de simpático y algo de conmovedor, por igual. La fila de martilladores, con Fernando, el larguirucho y encorvado primo de Isabel en el segundo lugar en las filas para clavar las vías. Algo de sentido tendría que hubiera un orden, no era lo mismo ser el primer martillador que el segundo o el tercero, o el cuarto. La hiperespecialización había llegado a todos los ámbitos y labores, las artísticas y las más rudas. Esto lo pensaba mientras recordaba ese segundo martillazo tan solvente, tan exacto que Fernando era capaz de dar antes de pasar con el siguiente durmiente, claro, siempre detrás del primer martillador y del colocador. A decir verdad, a Luis le parecía mejor un trabajo de segundo martillador en las vías del ferrocarril que en una fábrica, pero quizá ésa era una apreciación meramente estética y por lo tanto superficial para la realidad. ¿Qué diría el propio Fernando si le dijeran que Luis, el esposo de su prima Isabel, ahora tendrá que ponerle final a otra cosa que no fueran historias en libros? Luis salió de su oficinita y se paró junto a Isabel, que estaba a punto de poner el decorado final con una duya en los pasteles, pero al ver que Luis llegaba junto a ella, se la dio para que él lo hiciera con plena libertad.
-¡Pero aún así sigue siendo segundo martillador! –dijo Luis dándose cuenta en ese momento.
-Pero en un giro diferente. Tú también podrías poner final a otras cosas, no necesariamente a novelas.
-Tú que crees que pasará si los libros son editados sin final. ¡De por sí ya hay pocos lectores en todo el mundo! -dijo Luis mientras adornaba los pasteles magistralmente.
-Este señor se salió con la suya, ¿no?
-¿Quién? el…
-¡Ése! ¿Pues no la huelga es en su contra?
- Juan, sí. Valiente editor nos dejó el destino. Dejó sin trabajo a mucha gente, a los escritores de partes complicadas…
-A tu amigo Lázaro, el músico de partes tristes. Casi interrumpió Isabel, molesta.
-Claro, porque afectó también a los guionistas y al cine…
-Qué puede tener alguien en la cabeza para idear algo así -finalizó indignada.

Luis ahora imaginó a Lázaro, quien seguramente en ese mismo momento estaba en su cuarto de práctica, sentado junto a su fagot, triste, sin tocar.
-Sí -dijo Luis suspirando.
-¡Qué fácil! ¡Quitar las complicaciones de las historias y meter en una gorda a un tumulto de gente, complicándoles la vida real!

Luis ahora no quiso imaginar a ningún tumulto de gente desempleada esperando una resolución definitiva para su carrera. Sólo se quedó pensativo, con los ojos demasiado abiertos y la mirada perdida, como siempre que se queda cuando está pensativo.
-Ése es su argumento. Dice que la vida es demasiado complicada como para que haya nudos en las lecturas, es infame -terminó Luis.
-Ridículo –remató Isabel.

Con ojos demasiado abiertos y la mirada perdida, Luis, pasó caminando frente a varias decenas de huelguistas que con dignidad mantenían su reclamo y sus pancartas a pesar de que el final de los escritores de finales parecía acercarse irremediablemente. Frente a ellos un guardia permanecía de pie, tenso, con un nervioso pastor alemán, a pesar de esto, los huelguistas estaban tranquilos, tal vez por desanimados, con pancartas que dicen: “Si el arte rehúye a la vida, sólo le queda morir” “¿Novelas sin final? El final de las novelas.” “¿Cómo se llamó la obra? El fin.”

Andrés, otro escritor de finales, de complexión robusta tendiendo a cierta flacidez, con media camisa fuera del pantalón y un gallo en el pelo, se acerca a Luis.

-¿Vienes a hacer barullo con nosotros? -Preguntó Andrés a modo de saludo.
-No. Por ahora tú y yo no nos conocemos ¿OK? Tú sólo mantenlos tranquilos.

El edificio de oficinas tiene unas letras doradas, gigantes “E U” y en pequeño Editores Unidos. Afuera hay tres guardias que vigilan atentamente que la protesta no se convierta en revuelta, uno de ellos tiene otro perro. Luis, fue caminando hacia uno de ellos con soltura y naturalidad.
-Soy Luis, vengo a ver a Juan.

Esta relajación confundió a los guardias, pues ellos vieron que Luis hablaba con Andrés y esperaban más hostilidad o nerviosismo de su parte. Luis los miró por un momento, y ante su confusión, recargó la muñeca de su brazo derecho a un lector de pantalla que estaba en el muro junto a la entrada. La pantalla desplegó la foto de Luis y un texto: Luis Cardozo, amigo de Juan Fernández. Cita: No hay cita. El primer guardia leyó el texto de la pantalla.
-No tiene cita con el señor.
-Jamás he necesitado cita para ver a mi amigo. Llámenle y verán.

Una tensa pausa se hizo. Los guardias se miraban entre sí, el perro se inquietaba y ladraba sin parar. El primer guardia, dudoso, miró a la gente, luego volteó a la cámara. Luis volteó hacia la cámara y negó con la cabeza.
-¿Cree que ellos van a meterse? Yo los veo más derrotados que un impresor.
-¿Impresor? ¿Qué es eso? -Preguntó el primer guardia.
-Vengo a proponerle a mi amigo un negocio feliz.
-¿Un negocio feliz? –Preguntó sorprendido el segundo guardia.
-¡Un negocio feliz! –dijo el tercer guardia hablando por primera vez-. Déjenlo pasar, y avisen al señor.

Los guardias se pusieron alerta mirando al tumulto. El primer guardia, de espaldas a la pared, levantó por un segundo la muñeca hacia el lector y la puerta se abrió un resquicio. Luis, sorprendido por su logro, pasó como pudo por el resquicio. Tenía ya el acceso para ver a Juan, sin importar que este acceso fuera angosto. Inmediatamente después del paso de Luis, la puerta se cerró. Los huelguistas miraban atentos, algunos incluso se espabilaron, Andrés, como pudo les hizo una señal pidiéndoles calma y disimulo a la que éstos respondieron medianamente. Los guardias vigilaban serios y amenazantes, en algún momento se miraron entre sí, dudando si habían hecho bien en dejar pasar a ese supuesto amigo del presidente de la editorial. Fue en eso cuando apareció por la pantalla, la cara sonriente de una recepcionista.
-El señor pregunta a qué asunto viene el señor Luis.
-Viene a proponer un negocio feliz –replicó el primer guardia.
-¿Le pueden dar cita? El señor dice que cualquier día de la siguiente semana, que hoy no, por los huelguistas.

Los guardias se miraron entre sí sorprendidos. El primer guardia, que fue quien dejó pasar a Luis, estaba angustiado.
-Ya está en camino a su oficina –dijo.

La cara de la recepcionista permanecía absurdamente sonriente, pero detrás de la sonrisa se percibía una contrariedad contenida.

-Le diré al señor que ya lo dejaron pasar. Tengo el registro del chip que activó la puerta de entrada –dijo la recepcionista dejando escapar un poco de la ira que sentía, y que por políticas de la empresa tenía prohibido demostrar.

En el interior de las oficinas, Luis avanzaba entre gente tecleando directo sobre monitores pequeños implantados horizontalmente sobre blancas mesas. El lugar era ascéptico, minimalista y blanco, como siempre imaginamos el futuro. Toda la gente sonreía permanentemente mientras trabaja, algunos volteando a ver a Luis para estudiarlo, sin dejar de sonreír. Al llegar con la recepcionista, que apareció en la pantalla exterior, Luis quería decir algo, pero la recepcionista comenzó a hablar primero.

La recepcionista, controlando su sonrisa le dijo a Luis “Le diré al señor que ya está usted aquí”.
-Gracias –contestó Luis con amabilidad burlona.

La recepcionista entró a la oficina del presidente e instantáneamente salió. Luis entendió que al entrar, ésta sólo hizo una mueca a Juan, indicándole la llegada de la visita transgresora.

Con una más notoriamente falsa sonrisa, la recepcionista se refirió a Luis con una mirada que parecía dirigirse a sus ojos, pero en realidad no lo hacía.
-El señor dice que pase.

La oficina de Juan es una continuación de la decoración del resto de las oficinas, pero en la pared hay cuadros con fotos de una máquina de escribir como la que tiene Luis, una computadora de escritorio, una imprenta, un libro.
Juan, de la misma edad de Luis, usaba una camisa blanca de rayas rosas apenas perceptibles pero que daban a la camisa un tono rosa apastelado. Sus iniciales J y F en el bolsillo de la camisa destacaban como la E y la U de la fachada del edificio. El rápido vistazo regresó a la cara ahora sonriente de Juan. Parecía que había un molde de sonrisa en el cajón de cada escritorio.
-¡¿Luis Cardozo?! ¡Qué bueno verte, qué sorpresiva visita! Quién me hubiera dicho que no nos íbamos a ver hasta el 2027 ¡Y que además sería para que me propusieras un negocio feliz! ¡En estos tiempos que justo necesitamos de cosas felices!
-Sí, Juan, necesitamos que permitas que las historias tengan final de nuevo, eso traerá nuevamente a los lectores de libros –Luis no reparó en saludos de falsa alegría.
-Sabía de qué se trataba esto, lograste entrar, bueno, eres amigo. Con la misma prontitud de tu petición yo te daré una propuesta, es casi un negocio: cerrador de ediciones, ¿mm?
-Lo que tú quieres es cerrar toda la industria de una vez por todas.
-Mira, Luis, ésta es una nueva era, sólo se necesitan historias felices, gracias a eso todavía la gente lee, poco, pero lee. Ya no se necesitan finalizadores de historias, ese dinero se puede usar para otra cosa.
-Escribíamos juntos, tenías unos finales buenísimos…
-Pero mi especialidad era el giro del tipo que complicaba todo al protagonista ¿recuerdas?
-Los dos iniciamos en esto Juan, éramos amigos.
-¡Pero si seguimos siendo amigos! ¡Eso es muy aparte!
-Tengo en casa a Susana Cicini, a Carlitos Tancredo, y a una tortuga esperando por fin llegar con su amigo el árbol.
-¿Quiénes son ellos?
-¡Necesitan finales! No puedo creer la falta de sensibilidad y de empatía!
-Imposible, Luis, es algo global, no es una decisión personal.
-Entonces, creo que ni aunque me clavaran al piso aceptaría que soy tu amigo.

Luis salió de golpe de la oficina. En su recorrido de regreso, enojado, los empleados sonrientes lo miraban irse. Ahora parecía que con esa sonrisa celebraran el enojo de Luis, implicando con él la victoria de su presidente, fuera cual fuera el motivo del conflicto.

Afuera se encontraban tres guardias, pero uno de ellos había sido sustituído, el que permitió el acceso a Luis. El guardia dos se tocó el oído, presionándose el cartílago contra el orificio auricular, y asintió. Nuevamente se abrió sólo un resquicio de la puerta. Luis, como pudo, salió, de ladito, aún enojado. Los guardias, sabiendo de su inocuidad, ahora ignoraban a Luis y vigilaban al grupo de huelguistas. La puerta se cerró. Luis llegó a donde estaba Andrés, se miraban, la expresión de Luis era de enojo y desesperanza. Andrés lo comprendió y bajo la mirada, luego volteó hacia el grupo de huelguistas que ya no estaban expectantes, y negó con la cabeza. Los del grupo, con su actitud, expresaron esa resignación definitiva, posterior a la última esperanza.

De vuelta en su departamento, Luis, se encontraba sentado en su escritorio, la máquina de escribir yacía a un lado, más pesada, casi hundiéndose, tal vez porque ya no había tambaches de páginas alrededor. La mirada fija, con ojos muy abiertos de Luis, no cedió al escuchar a Isabel, que hacía costura con una máquina de coser entre el comedor y la sala.
-No te preocupes Luis, no sólo eres finalizador de textos, todo lo que sabes seguro te servirá para salir adelante.
-¿Pero, qué sé? No le puedo quitar su lugar a nadie, ¡cada quien tiene su territorio! filósofos de silogismos, científicos de hipótesis, pintores de contornos, condimentadores de platillos con pavo, escritores de principios de historias, de partes medias de historias.
-No sé, algo debes poder hacer con todo lo que sabes. ¡Mírame a mí! Yo no estoy en eso de la hiperespecialización.
Desde su escritorio Luis volteó a ver a su esposa, por primera vez se percató de lo que estaba haciendo. Isabel no paraba mientras hablaba, movía la tela una y otra vez, y pedaleaba en su máquina de escribir antigua.
-Todo lo que sabes hacer seguro te servirá para salir adelante.
Mientras Isabel continuaba, el movimiento del pedal, la tela y la aguja provocaron un efecto hipnótico en Luis que tenía los ojos muy abiertos y la mirada extraviada. “Mi especialidad era la parte donde todo estaba perdido para el protagonista.” “Tu amigo Lázaro, el músico de partes tristes.” Decían Juan e Isabel alternadamente, una y otra vez. Luego entro su propia voz diciéndole a Juan “Ni aunque me clavaran del piso aceptaría que soy tu amigo.” Luego, nuevamente Isabel “Mi primo Fernando, el que es segundo martillador…” y luego su propia voz “¡¿Pero, tú me imaginas haciendo otra cosa en la vida?!”. El pedal, la aguja, la tela y la imagen apacible de Isabel, preocupada, pero apacible, terminaron con la retahila de frases y de ideas en la cabeza de Luis. Ahora sólo había imágenes en su mente, y esas imágenes se le juntaron con las de Juan, Fernando y Lázaro, y ésas con las de la recepcionista y los guardias con sus perros.

Luis caminaba a paso veloz y firme hacia el edificio de EU, su andar ahora no era natural y relajado como hacía unos días, sino decidido, hasta podría decirse que intimidante. Detrás de él iban Lázaro con su fagot y Fernando con un marro de mango muy largo. Al verlos pasar, los huelguistas se espabilaron a un solo tiempo. Andrés, quien estaba hablando con un par de transeúntes que preguntaban sobre las causas de la huelga miró incrédulo a Luis mientras pasaba junto a él con enormes zancadas, y a su comitiva disimulando el esfuerzo por mantenerle el paso. Luis respondió a la mirada de Andrés, sin decir nada. Los guardias sorprendidos se pusieron en alerta y uno de ellos incluso le quitó el bozal a su perro, el animal, al ver el gigante marro de Lázaro se espantó, pero al ver el fagot, se aterró. Luis, encarador, levantó la mano del segundo guardia, quien catatónico sólo vio cómo se abría la puerta. Los huelguistas se pusieron en guardia, Andrés alzó apenas los dedos de una mano, como para pedirles que se detuvieran, pero para que arrancaran si él bajaba los dedos. Luis hizo una seña a Fernando y a Lázaro para entrar, y éstos, como pudieron, lo hicieron. La cara de la recepcionista apareció en la pantalla, tarde como la primera vez.
-¿Quién busca al señor?
-¡Soy yo de nuevo! -Dijo Luis haciendo una sonrisa falsa, como si se la hubiera puesto al pasar por la puerta de Editores Unidos.

Los guardias, vieron incrédulos sonreír a Luis, los ladridos del perro los despertaron de su catatonia, pero se percataron de que tenían a los huelguistas ya rodeándolos.

Dentro de las oficinas, Luis caminaba veloz con su séquito, pasaba tan rápido que los empleados esta vez no tuvieron tiempo de ponerse su propia sonrisa. Finalmente, los tres llegaron frente a la recepcionista que estaba de pie frente a la puerta de la oficina de Juan.
-El señor no lo esperaba –dijo la recepcionista con reclamo y con una ira cada vez menos contenida.
- Ni yo esperaba que me esperara –contestó Luis con cinismo, viendo que la paciencia de la recepcionista se acababa. Casi quería esperar a ver cómo esto ocurría antes de entrar con Juan, pero mejor la esquivó aprovechando su congelamiento para entrar a la oficina de su “ex” amigo.

En la oficina, Juan de pie frente a su escritorio esperaba la irrupción de Luis, llevaba puesta una camisa rosa, con sus iniciales JF en el bolsillo.
-¡Eh! ¡¿Qué?! –exclamó Juan que no esperaba ver a toda la comitiva.
Sin decir nada, Luis avanzó hacia Juan, que lo encaraba valiente.
-Lázaro, ¡Ayúdame! ¡¿En qué quedamos?! –gritó Luis al estupefacto Lázaro
Lázaro, como puede, ayudó a Luis a tirar a Juan al piso, Fernando sacó de su bolsillo un clavo muy grande.
-¡¿Qué les pasa?! ¡Artemisa!
Juntando valor, Artemisa entró, y al ver la escena se puso las manos en la cara.
-¡Le pedí dos cafés –dijo Luis como pudo- Lázaro, ¡ponle el clavo en la camisa! -Lázaro sacó de su bolsillo un clavo de vía de ferrocarril y duplicando el esfuerzo lo sostuvo agarrando con él la camisa rosa de Juan, esperando a que Fernando actuara, pero éste no se atrevía a dar el martillazo.
-¿Qué pasa, Fernando?
-¡Soy segundo martillador, no primero!
-¡¿Qué?! –Exclamó incrédulo Luis, luego resolvió-. A ver, ¡sostenlo tú, Lázaro!
Lázaro hacía lo que podía para sostener a Juan, cuando Luis comienzaba a levantarse en la confusión Juan casi lograba zafarse.
-¡Esperen! –dijo Fernando- Creo que puedo hacerlo.

Luis, reanimado, volvió a forzar para detener a Juan. Lázaro nervioso detenía el clavo. Fernando cerró los ojos, preparó el golpe, lo dio. Un sonido metálico y un grito retumbaron hacia fuera de la oficina, donde la gente estaba ya arremolinada pero incapaz de irrumpir en tan inusual escena. Fernando abrió de nuevo los ojos, estaba aliviado. Un segundo martillazo era para él ya cualquier cosa, era lo suyo, y con Luis, Lázaro y Juan como expectadores asestó el marrazo con inspiración y maestría. De pronto, en perfecta coordinación, los tres giraron en torno a Juan para repetir la escena con la otra manga de la camisa de Juan, con todo y la tensión del primer martillazo y el disfrute del segundo. Sacó de su bolsillo otro clavo igual al anterior. Cada golpe ahora fue coreado por la exclamación de los empleados. Luis y Lázaro dejando a Juan espantado, sorprendido y clavado al piso por la ropa.
-Muy bien –dijo Luis. Lázaro, piensa en esta escena: todo está perdido, pero poco a poco vamos a recuperarlo, ¿está bien?
-Está bien, todo está perdido pero vamos a recuperarlo –dijo Lázaro tomando nota mentalmente y procesando en su cabeza las notas que correspondían a tal situación. Estaba nervioso, pues no estaba en forma por meses de inactividad. Luego comenzó a tocar una música triste y desolada. Luis tomó la pauta y comenzó a hablarle a Juan.
-Hay algo, Juan, que tú sabes, y es que la humanidad está triste, pero hay algo más, ¡no tiene nada de malo estar triste! Tú eras muy bueno para escribir esos momentos en que todo estaba perdido y al final eras optimista en tus historias, pero ahora, quieres vivir sólo en la negación, en una felicidad absurda, ¡mírate, hasta el color de tu vestimenta es una negación!
-¡Entiende que la vida es ya muy dura en estos tiempos, y que el entretenimiento debe ser completamente feliz, sin momentos de angustia, ni zozobra, ni traiciones!
-Pero todo lo que estás diciendo es humano, y parte de la realidad, ¿qué te puedo yo enseñar a ti? Los malos momentos tienen un giro que nos dejan un mejor sabor de boca, o las historias aparentemente alegres con un final triste nos ponen a pensar sobre la realidad ¿Tú eres feliz, Juan? -Juan permaneció callado. Esta pausa le permitió a Lázaro sacar las notas más tristes, con gran intensidad y fuerza, lo que provocó que Juan comenzara a llorar, y cada vez con más desconsuelo. Luis giró la mirada hacia Lázaro y le arqueó las cejas, marcándole el cambio de ritmo. Así, Lázaro comenzó a tocar con notas más cortas y menos lánguidas. El llanto pertinaz de Juan acompañaba la ahora optimista música de Lázaro.
-¡Juan, tienes que regresar a hacer lo que te gusta, historias verdaderas! –remató Luis.

Luis, Fernando y Lázaro salieron de la dirección abriéndose paso y caminando por las oficinas. Luis llevaba la camisa rosa de Juan en la mano. La gente mantenía su asombro.
Al abrirse la puerta, la comitiva salió sin problema. La mirada de los huelguistas y de Andrés era expectante, el rostro de Luis mostraba satisfacción. Los huelguistas gritaron triunfales.

Luis tecleaba en su máquina vintage de escribir. Sacó la hoja, la pone sobre un paquete de hojas y lo guardó en uno de sus cajones. Sacó otra hoja, tomó la última hoja de otro manuscrito. En el comedor, Isabel ponía la última flor a un arreglo floral entre varios que tenía en la mesa. Una camisa rosa doblada, con las iniciales JF y las mangas remendadas descansaba doblada sobre la mesa, esperando a ser devuelta a Juan reparada, como su amistad.

miércoles, 27 de abril de 2011

Extraviados y olvidados

Rosa Angélica cumplía 16 años de trabajar en la Universidad. Esta vez, como los primeros días, cuando empezó a trabajar ahí, no quería ir al comedor, quería quedarse en su lugar de trabajo, por eso se trajo sus portaviandas. Eso sí, se cocinó desde la noche anterior. Quería que fuera un día diferente, aunque nadie lo notara, sólo para ella.
Su lugar de trabajo. ¿En verdad trabajaba en una universidad, o era sólo en el área de objetos perdidos de una universidad? Ésta era una duda permanente que se le resolvía temporalmente cuando le preguntaban dónde trabajaba. “¿Dónde trabajas?” “En la universidad Técnica y Tecnológica Superior de México” no era lo mismo que decir “En el área de objetos perdidos de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México”. Muy pocas veces alguien le preguntaba qué hacía exactamente ahí, por lo que como regla se guardaba los detalles, sin embargo ella sentía cómo su lugar de trabajo, a pesar de estar dentro de la universidad parecía estar fuera de ella, o demasiado dentro de ella, o era un universo sumergido, aislado, olvidado, apartado, o extrañado, pero era también como su lugar propio, a veces más su lugar que su propia casa.

Cada rector que le había tocado recalcaba que todos, desde el más simple intendente hasta el más destacado catedrático eran parte de la Universidad Técnica y Tecnológica Superior de México, pero el virtual aislamiento de Rosa Angélica, su esporádico contacto con compañeros de trabajo y personal docente y su alejamiento de lo que se decía o se veía en las aulas le decían lo contrario de aquello que los cuatro rectores decían en cada evento público.

Hoy, Rosa Angélica recibía la tarjeta de felicitación por su cumpleaños, que incluía el agradecimiento por su tezón y la invitación a seguir con su esfuerzo cotidiano una vez más. No era tanto que la recibiera, sino que se la encontraba, porque siempre se aparecía en el piso, cada año, rigurosamente, al abrir la puerta debajo de la cual la habían deslizado. Siempre recordaba que en su segundo aniversario de trabajo le contó de éste a Marcos, su amigo, y él solo le dijo “Mmm”. Ésta ha sido la única expresión cercana a una felicitación que Rosa Angélica había recibido de viva voz. Marcos sin embargo, dejó la universidad antes del tercer aniversario de Rosa Angélica. Era electricista de vocación, y en la universidad lo tenían como “Intendente reparador de artículos diversos”, un factotum. Rosa no sabía si volverle a anunciar su siguiente aniversario, pero Marcos fue a despedirse de ella dos semanas antes de que la fecha llegara, lo cual facilitó del todo la decisión de comunicarle o no de la fecha.

Martha y Leonel entraron a trabajar en la UTTSM casi simultáneamente, tres años después del ingreso de Rosa Angélica y meses después, mejor dicho semanas después de la salida de Marcos. Martha ha sido la amiga más cercana de Rosa después de Jaquelin, su mejor amiga de la infancia. Martha pasa por el área de objetos perdidos todos los días, en su descanso, para fumarse con Rosa un cigarrillo. Al principio, Martha quería convencerla de fumar para que se acompañaran mejor, pero no lo consiguió, aún así, por trece años, las amigas han tomado seis minutos diarios para contarse los sucesos de su vida. Cinco minutos y medio son para Martha, los treinta segundos iniciales Rosa Angélica le cuenta algo que seguro detona en Martha una anécdota, historia del pasado o reflexión o hasta un sermón.

Por su parte, casi desde que entró a trabajar aquí, Leonel, cuando pasa trapeando hace una breve estancia para hablar con Rosa Angélica, quien ha podido explayarse más con él, pues aunque Leonel se queda ahí a charlar por sólo dos o tres minutos, con él sí hay diálogo. Desde hace 13 años Leonel la ha pasado a saludar, primero por la mañana, luego antes de la hora de la comida.

Leonel es uno de los limpiadores de los salones y seguido encuentra objetos olvidados. En su afán por romper con lo cotidiano, Leonel hace entrega a Rosa Angélica de las cosas de forma singular: llega a pedir algun informe con una gorra de colores puesta en la cabeza, o bailando mientras escucha música en un walkman. A veces finge ser un luchador rudo usando el único guante que encontró en el piso, o modela unas gafas para sol, y unos aretes.

Martha y Leonel son, pues, los dos amigos de Rosa Angélica, son su momento del día, son sus oídos y su distracción, y así han sido por muchos años ya.

Una cosa que a Rosa Angélica le ha costado mucho trabajo entender es cómo los alumnos, todos, son tan iguales, son como uno mismo desde el primer día. Todos la tutean sin excepción, todos llegan a preguntar por sus cuadernos sin saludar. Ella se imagina que son muy inteligentes y que la inteligencia los vuelve a todos así de iguales y que cuando tienen que demostrarlo es cuando cada uno muestra quién en verdad es, pero mientras no sea necesario, todos mantienen una actitud estandarizada, casí robotizada, al menos con ella.

Otra cosa enigmática para Rosa Martha es que el área de objetos perdidos se mantenga funcionando después de los años, ya que de cada veinte extravíos sólo uno es reclamado, y de cada diez de éstos, nueve son cuadernos. Quizá la poca fe en la honradez prójima ha provocado que lo extraviado se dé por perdido, y así se han acumulado todo tipo de cosas, que ella, si le permitieran, podría clasificar no por fechas, sino por familias. La familia de las bufandas, los guantes, los pants, calentadores chamarras y suéteres; la familia de los relojes, calculadoras, radios, walkmans, discmans y esas cosas de ahora que tocan música y quién sabe dónde les cabe tanta porque no necesitan radio; la de los prendedores, aretes y todo lo que tiene agujas; claro, la de los objetos escolares: cuadernos, libros, lápices, plumas; la familia de los bolsos, anillos, mancuernillas y la familia de las cosas insólitas, las que nunca nadie va a reclamar, como son las cosas que tienen que ver con lo sexual: revistas, libros, videos, ropa y hasta juguetes. A Rosa parecía sorprendente que nadie reclamara un reloj, se veían muy finos siempre, o una chamarra de piel, o un arete de oro…

No fueron pocas las veces que Rosa Angélica propuso a su supervisor que publicaran una lista de los objetos recientemente perdidos, con una pequeña descripción para no revelar de más y la persona equivocada los reclamara. Pero igual que con su clasificación personal de familias, aquí las ideas quedaron sólo como propuestas desechables.

Rosa Angélica tuvo un novio, Eladio, quien se fue a los Estados Unidos hace quince años. Ella lo esperó cinco, a que volviera o mandara por ella, pero nada de esto sucedió. El quinto año ella terminó de juntar para ir a verlo, antes de irse Eladio a los Estados Unidos y quizá oír que le pidiera quedarse con él, pero Eladio, al escuchar sobre los ahorros y los planes de Rosa Angélica de visitarlo, decidió confesarle que tenía una mujer y un hijo de dos años, casi tres.

Hace poco Leonel le llevó a Rosa Angélica un anillo y como es su costumbre payasear, se lo entregó hincado. Rosa Angélica lo recibió muy extrañada pensando que un artículo así debía valer mucho tanto por su costo como por su valor sentimental y que alguien debería decir en el sonido de la universidad que había aparecido, pero extrañamente, nadie reclamó el anillo en días.

Hoy entonces, siendo su aniversario trabajando en la UTTSM “¿Aniversario? ¿la palabra aplica también para cosas que no importan?” hoy, pues, se quedaría a comer en su lugar de trabajo, con su tarjeta de felicitación y su comida como compañía. Como lo había hecho alguna otra vez, Rosa cerró la ventanilla, se puso cosas extraviadas y olvidadas hace años: una bufanda, dos aretes muy parecidos entre sí, un gorrito, y tomó uno de los walkman más viejos que había ahí y le puso pilas de uno que le llevaron hace poco. De su bolso sacó un cassette que ella misma grabó, era un “mano a mano” entre Dyango y José Luis Rodriguez “El Puma”, el primero un romántico, el segundo, más alegre, más fiestero. Se sirvió refresco rojo que trajo, simulando ser sidra rosada, y comenzó a bailar con la música de El Puma. Hace cinco años se puso ebria, en Navidad, cuando una tía, Elena, la invitó a Coatzacoalcos y no midió lo que bebió. Rosa Angélica trató de emular aquella sensación, que tuvo su fase alegre y placentera, antes de pasar a la vergonzosa. Era buena bailando, y el espejo que tenía frente a ella, uno que una vez trajo de casa, le confirmaba que el buen estilo se mantenía, pero no así la movilidad. De pronto, Rosa se percató más que nunca del paso del tiempo, paró de bailar, las bolsas en los ojos, la cara gruesa… su cuello ya no era el cuello largo que le enorgulleció alguna vez, y si bien su edad no era para tener gran cintura, aquí distaba mucho de haber una. Rosa Angélica percibió, hoy, que ella también ha sido un objeto perdido y olvidado por años. Ese espejo no tendría por qué estar ahí más, lo había llevado para sentir que había movimiento en el lugar, ésa fue su explicación psicológica, después de haber decidido ponerlo ahí, pero ahora no tenía sentido, había que quitarlo y alejar a todo testigo del despiadado paso del tiempo. Así fue como decidió retirarlo de la pared, pero al querer ponerlo en algún lugar, recargado, de espaldas, el impulso la llevó a estrellarlo con uno de los estantes una y otra vez, hasta convertirlo en astillas. Era más resistente de lo que imaginaba, y cuánto mejor, así podía estrellarlo una y otra vez contra el estante y liberar una frustración pero también una ira que no sabía que tenía guardada. A esa hora poca gente pasaba afuera, y de todos modos no le importaba, o le importaba poco. Los vidrios acabaron repartidos entre cajas, cosas, estantes y piso. “¡Qué bueno!”, era lo de menos. Podían pasar días y ni siquiera la gente del aseo pasaba por ese lugar de cosas olvidadas. Sin embargo, Rosa comenzó a quitar trozos y astillas, la furia había cedido el lugar a la triste resignación y al sentido del deber, el lugar de trabajo debía estar siempre igual, siempre listo para que alguien viniera a reclamar algo. De pronto, Rosa se vio recogiendo pedazos de espejo obsesivamente, no podía quedar ni uno, aunque hubiera que pasar el resto del día haciéndolo. Recordó una película que vio de unos hermanos que estaban de visita en Japón y que aprendieron a hacer tareas con paciencia, por arduas o absurdas que parecieran. Paciencia, eso era lo que a Rosa le había sobrado en la vida. Paciencia que se le había vuelto pasividad, letargo y ahora angustia. Un pinchazo, profundo e intenso hizo a Rosa cerrar los ojos, pero al abrirlos, casi instantaneamente, su mirada se encontró con el anillo que hacía semanas Leonel le dejó. La imagen del anillo coincidió con la imagen de Leonel hincado entregándoselo. El dedo le dolía intensamente, era uno de esos pinchazos de poca sangre, apenas una gotita esférica y pequeña, pero mucho dolor. Leonel no estaba haciendo el payaso esa vez. Quizá otras sí. Esa vez no. Por eso la actitud seria de Leonel las últimas semanas, o no seria, reservada, expectante, pero paciente, ésta si, prudente, ignorando que ella no había percibido que esta vez era en serio. Quizá él lo hizo así de intento. Quizá hizo parecerla otra de sus chistosadas porque desde que la conoció quiso mostrarle su carácter desenfadado, quizá desde el principio él la quería y su plan de payasear terminaba con la entrega teatral del anillo, quizá era serio y ella no lo había percibido así. Todo esto lo percibió en un segundo y a partir del pinchazo.

Era hora de abrir la ventanilla. Todavía estaban espejos pequeños por todos lados. Espejos que multiplicadamente reflejaban el paso del tiempo. Pero eso ahora no importaba, ni importaría más nunca ya. Palabras en orden venezolano, pensó, como las canciones de el Puma.

Al abrir la ventanilla la tarde tenía un amarillo deslumbrante, que el aislamiento de Rosa no permitía advertir. El calor intenso no era un obstáculo para la ansiedad expectante de la visita acostumbrada, justo a esta hora, del hombre con el trapeador como instrumento de trabajo pulcro que arrasaba con todo lo no deseado de los pasillos del ala este de la universidad, en todos sus pisos y niveles.

Ahí estaba, era casi una silueta entre la luz abrazadora, pero ahí estaba Leonel, que algo percibió en Rosa desde que la vio, firme, sonriente, esperanzada, el también sonrió, creía saber qué pasaba. Al llegar a la ventanilla podía distinguir los ojos alegres, como nunca de Rosa, él le dijo “Feliz cumpleaños, no había podido…” Rosa sonriendo dijo “Sí”, abrió la caja del anillo, pues todavía al final surgió una pequeña duda. Leonel tomó la caja, la abrió, sacó el anillo y se lo puso a Rosa.

De noche, todo mundo salía hacia su auto o hacia el transporte que la UTTSM facilitaba a la gente. Entre ellos, Leonel y Rosa Angélica, sin prisa.

miércoles, 9 de febrero de 2011

El poder de la mente

Jaime Macouzet fue siempre un excelente alumno, hijo, pareja. Su presencia en los cuadros de honor era dada por hecho. Esto además ocurría sin mucho esfuerzo, todo era un don para él, una familia educada y acomodada; las novias que le llegaban una tras otra como formadas y sin mayor conflicto. Eso precisamente era la vida de Jaime: una vida sin conflicto, cada día, cada acción, cada logro, eran como ir caminando sobre un sólido y angosto puente sin mirar hacia abajo.

Bajito, bien peinado (siempre mantuvo el peinado partido a la derecha que le hacían de niño) con la ropa un poco crecida, no tanto porque sus padres se la compraran grande por gastar menos dinero y que le durara más, sino como algo representativo de lo que ellos esperaban de él, aunque siempre se mantuvo más bien chaparro.

Jaime era popular, también sin mucho esfuerzo, o más bien sin esfuerzo alguno. Igual era invitado a fiestas de su preparatoria que a formar parte de clubes, de talleres de animación fílmica o de grupos de ciencia. En las fiestas era bienvenido, siempre había alguien acompañándolo y escuchando su plática con el disfrute de una abuela sorprendida por escuchar a su nieto contarle un relato completo por vez primera. Su gesto confiado por la amabilidad siempre recibida atraía a la gente de forma magnética.

A sus 28 años la novia de Jaime le dijo que por qué no se casaban. Él lo vio como algo factible, hasta le dio cierta ilusión. Después de todo, Marcia era una bonita chica, sus familias se llevaban bien, y sexualmente había una buena química entre los dos. Lo del matrimonio nunca lo había pensado ni cercanamente, pero 28 años era una edad casadera, así que sin pensarlo mucho Jaime aceptó la idea de Marcia y comenzaron a hacer planes.

Todo comenzó una mañana, cuando Jaime se dirigía a su trabajo. La época del año le gustaba, porque los árboles estaban en el colmo de la saturación verde, y proyectaban una gran sombra que se unía a la de los árboles de enfrente y juntas acariciaban el parabrisas de su auto, como en aquellos anuncios de autos que él veía por televisión desde niño, sólo ahora que él era el protagonista, con su leve sonrisa, más dibujada de un lado que del otro, también como en un comercial de auto. Pero esa mañana algo fue diferente. La luz que alcanzaba a pasar por entre las frondosas ramas resultaba muy molesta. Era como ver de pronto un lado de la realidad que nunca había visto, y en lugar de regocijarse por la sombra, se molestaba por la luz, ese día penetrante, punzante.

“¿Por qué me molesta la luz y no disfruto la sombra, o la combinación de luz y sombra, que en todo caso es lo ideal?” “¿por qué me hablo a mí mismo de forma tan solemne?” “¿siempre me he hablado así?”

En el trabajo la sensación no desapareció. El acto de escribir en su computadora, algo que hacía como se debía, mecánicamente, comenzó a resultarle una tarea ajena, molesta. Calcular las reacciones químicas era algo de endeble confiabilidad, al grado que de pronto se preguntó: “¿Qué aprendí en la escuela?

De pronto todos sus conocimientos le parecieron cuestionables, si los había. Al comenzar a repasar leyes de química y biología éstas cobraron un sentido diferente al que tenían para él. Sus instrumentos de trabajo, las leyes, fórmulas, máximas o teoremas eran por primera vez cuestionables: “¿Por qué algo tan mecánico tiene conexión con lo que tengo en mis manos?” porque tenían dimensión y conexión con la realidad como nunca antes.

Todo fue como si destapara un desague y el agua corriera hacia él: después de un primer esfuerzo de recuento todos sus conocimientos comenzaron a pasar por su mente, pero con una capa de cuestionamiento y de incertidumbre. La metáfora del agua no es mía, es de él, él lo vio así, y de hecho a partir de esto comenzó a pensar en el teorema de Torricelli, que dice que la presión de salida del agua de un recipiente por un orificio es directamente proporcional al tamaño del orificio y a la distancia entre la superficie del agua y el orificio, y esto era lo que le estaba pasando a Jaime, la fuerza de los recuerdos era mucha, pero un detalle sobresalía de lo físico: esta metáfora. La conexión de la teoría con la realidad se daba por vez primera. Pero ésta no era una vivencia placentera.

El teorema de torricelli y los recuerdos lo hacían dudad que al haberlo hecho todo automática y simplemente durante su vida, nada había tenido una verdadera reflexión: las reacciones químicas, los inventos, los escritos, los consejos a colegas habían sido efectivos pero superficiales. De pronto Jaime quiso huir, quería detener el flujo, quería que todo fuera un mal viaje, una conexión química desafortunada de su cerebro, pero pasajera.

El desague de ideas era desordenado en un principio, después comenzó a ser por tópicos: minerales, vegetales, la tabla periódica de elementos, los químicos y el cuerpo humano, los sistemas.

Marcia notó el cambio de comportamiento de Jaime y lo atribuyó a su reciente propuesta. Ella no quiso preguntarle nada, sólo pensó que era un periodo de duda que debería resolverse a favor o en contra de su unión, y por ello se propuso actuar como si nada pasara. “Si puedo ayudar en algo me dices”, la respuesta de Jaime fue una mirada que a pesar de lo vaga Marcia agradeció, pues era la primera vez en días que hacían un contacto visual.

Una mañana, despertando, entre la aceleración mental, surgieron los recuerdos del sistema nervioso. El reflejo del sueño era el cuestionamiento en turno. ¿Cómo podía interrumpir un proceso natural por verlo mientras ocurría en su mente? Jaime entonces dejó de dormir. Sus noches se convirtieron en una desesperanza donde extrañamente y de cualquier modo, su cuerpo restauraba sus energías, por lo que no había forma de llegar a un estado de extremo cansancio que le permitera rendirse y librarse por unas horas de su propia mente.

No había lectura, no había televisión ni radio que escuchar, no había energía, solo ese río de ideas y ver a Marcia dormir doblemente inconsciente. El reproche era inevitable.

Cuando el flujo de conocimientos lo llevó al control de la libido. “El cerebro genera el deseo sexual”, claro, dijo Jaime en un triste descubrimiento que seguro había hecho a los catorce años. Tenía en su propia mente, o sea, frente a sus ojos, todos los detalles de descripciones neuronales hipotalámicas que provocaban la excitación y la búsqueda de su satisfacción, y esto, obvio está, lo hizo dudar de sus propias conexiones.

Marcia dormía el último sueño tan sensual como todas las mañanas: tan apacible y tan inquieta a la vez. Él sabía que estaba soñando algo que intentaría realizar en la vida real. Pero nada de esto le generaba deseo alguno. Warm Whispers comenzó a sonar como todas las mañanas en el celular de Marcia. Era su momento de despertar. Nuevamente, como todas las mañanas, ella, aún dormida, lo abrazó, pero Jaime, atormentado no tuvo reflejo alguno.

Al siguiente día ocurrió exactamente lo mismo. No reflejo. Primero Jaime lo atribuyó a su estado de ánimo, pero pensándolo más a fondo se dio cuenta que era por la extrema conciencia de lo que su cerebro tenía que hacer.

En el trabajo la lucha era permanente. Jaime dejó la computadora y se consiguió un pizarrón verde, como los que tenía cuando estudiaba de niño. Se provocó una regresión al menos anímica a todos aquellos momentos de éxito y por instantes lograba meterse en ese estado. A partir de entonces las respuestas a consejos solicitados por sus colegas y subalternos quedaban plasmadas con gis blanco y ante el intento de alguno de ellos de llevarse el pizarrón, él lo retenía diciendo que lo tenía que utilizar. Mientras éstos copiaban con extrañeza en sus libretas, Jaime descansaba del forcejeo con su mente y dejaba de ver letras, imágenes y números. El puente elevado por el que Jaime caminaba tenía ahora resquicios que lo hacían ver hacia un vacío que provocaba que sus piernas temblaran y lo movieran todo.

De nada sirvió tratar de aclararle a Marcia que ni su falta de vigor ni su cambio de ánimo debían a ella. Todo era para él una circunstancia que sólo coincidió en tiempo con la propuesta de matrimonio, pero de cualquier modo Jaime no quería contar a Marcia sobre su estado, para el que él aún pensaba que había remedio.

De pronto Jaime llegó a su recorrido por las teorías de los impulsos cerebrales que hacen latir al corazón. Todo este recorrido involuntario del que él era sólo un espectador llegó a ese punto jamás pensado. La idea comenzó a torturarlo: “Claro, todo lo ordena el cerebro, es tiempo de pensar en otra cosa, de una vez por todas”. Pero Jaime logró algo que en los días pasados no había conseguido, evadir sus pensamientos. Quizá fue el miedo, o talvez había logrado al fin el control absoluto de la situación. La jornada de trabajo terminó en una calmada dicha, con todo vuelto a una aparente o quizá definitiva normalidad. La salida del laboratorio fue un nuevo despertar, la luz que normalmente le resultaba molesta, era un regocijo como el de los anuncios que mostraban el final feliz de alguien que usaba tal o cual producto. “Pude ser publicista”, se dijo en un momento de reflexión.

Por la noche, antes de acostarse decidido comenzó a contarle a Marcia lo ocurrido las últimas semanas. Marcia lo escuchó aún pensando que quizá todo fue un mal viaje causado por la impresión del compromiso. Ella estaba bien dispuesta a dejarlo todo como estaba, se decía mientras descuidaba por unos segundos las palabras de Jaime. Incluso veía factible que se dieran un tiempo. Jaime, dentro de su algarabía, notó la distracción de Marcia y de pronto empezó a pensar en las palabras que se pierden en el aire por no ser oídas “pude ser poeta” se interrumpió a sí mismo con el pensamiento. De pronto, al querer retomar la concentración en su explicación para concluirla, Jaime dejó de hablar. Al percatarse no quiso hacer mayor problema. Marcia lo miró, pensando que la explicación había terminado y viéndolo contenidamente intranquilo lo abrazó y lo consoló pensando “si todo ha vuelto a normal quizá esta noche hagamos el amor”. La noche fue difícil, la técnica de alejar los pensamientos ahora parecía débil, hablarse a sí mismo parecía también cada vez más difícil, imposible de hecho. Su última imagen fue una animación de los impulsos cerebrales hacia el corazón latiendo, después, éste dejó de latir.