Ernesto había llegado a la Ciudad de México en enero de ese
año, 1957. Su padre tenía que trabajar en la capital. Por varias semanas, el
chico de trece años había estado deprimido por el cambio. Un gran cambio. Autos
y más autos. Bocinas. Arrancones. Enfrenones. La prisa. La radio con su
bombardeo de publicidad y sus noticieros. Nada de lo que él tenía por costumbre
en Puebla: aquí pululaban los hombres de gris, trajeados, fumando, con
sombreros y un pañuelo en el bolsillo del saco. Los sábados sus padres lo
llevaban invariablemente al centro y los domingos al Zoologico de Chapultepec. En
su adolescencia manifiesta –al parecer sólo para él–, ya estaba un poco cansado
de ir al zoológico desde hacía siete meses. No sabía cómo pedir a sus papás que
lo llevaran a otro lado, o simplemente que se quedaran en casa a descansar.
Desde un par de meses atrás, Ernesto estaba enamorado. En secreto. Había sido
en uno de los recorridos con sus padres donde la había conocido. El flechazo de
aquél ángel sin arco ni flecha había sido instantáneo. Su emoción lo hacía
llegar hasta las lágrimas. No podía disimular con sus padres ahí siempre, y aún
así ellos pensaban que la emoción era simple admiración y ellos sólo admiraban
su sensibilidad. "Quizá vaya a ser artista," se decían en secreto ante
la intriga compartida. Pero para el chico había dos problemas distintos que la
intriga de sus padres. Su amada estaba en un sitio demasiado alto para él, y la
otra, ella era una estatua. Pero para Ernesto estos problemas eran solamente
retos a superar, como sabemos todos que pasa con el amor. Había tomado una
decisión, subir por la columna y llegar hasta arriba, con su amada, llamada Victoria.
Ya estando arriba, todo podía pasar en la soledad airada de la noche del
domingo. La cita quedó acordada en un intercambio imaginario de mensajes el
sábado cuando él pasó por Reforma, con sus padres. "Hoy no contemplaste al
Ángel", le dijo su madre. Ernesto negó con indiferencia disimulada. Lo
cierto era que ya sentía el pudor de ir con sus padres y justo ese 27 de julio el
sentimiento había llegado al tope, junto con la necesidad de estar cerca de
ella. A sus papás les daría cualquier explicación de su ausencia de casa. El
plan estaba trazado, y así se fue a intentar dormir. Casi minutos después, por
la madrugada, un terremoto lo despertó. Sus padres entredormidos pero alarmados
encendieron la radio, y la primer noticia que se escuchó fue la caída del Ángel
de la Independencia. Los ojos de Ernesto casi se desorbitaron. Su salida de
casa fue intempestiva e inexplicada. Sus padres no alcanzaron ni a gritarle.
Corrió los dos kilómetros que lo alejaban de Victoria, al llegar adonde estaba
el monumento vio la columna vacía, se acercó más, entre la zona acordonada y
curiosos noctámbulos la vio, estaba postrada en el pavimento, aquél que servía
como tapete para tantos autos, y que ahora era un negro lecho para sus varios
pedazos dorados. Su gran tamaño, su desmembramiento y su cara abollada
impresionaron a Ernesto, pero nada de esto impidió su compasión, su conmoción:
Victoria había descendido para su cita con Ernesto, y él podía morir cuando
fuera.
lunes, 13 de junio de 2016
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