lunes, 13 de junio de 2016

Victoria


Ernesto había llegado a la Ciudad de México en enero de ese año, 1957. Su padre tenía que trabajar en la capital. Por varias semanas, el chico de trece años había estado deprimido por el cambio. Un gran cambio. Autos y más autos. Bocinas. Arrancones. Enfrenones. La prisa. La radio con su bombardeo de publicidad y sus noticieros. Nada de lo que él tenía por costumbre en Puebla: aquí pululaban los hombres de gris, trajeados, fumando, con sombreros y un pañuelo en el bolsillo del saco. Los sábados sus padres lo llevaban invariablemente al centro y los domingos al Zoologico de Chapultepec. En su adolescencia manifiesta –al parecer sólo para él–, ya estaba un poco cansado de ir al zoológico desde hacía siete meses. No sabía cómo pedir a sus papás que lo llevaran a otro lado, o simplemente que se quedaran en casa a descansar. Desde un par de meses atrás, Ernesto estaba enamorado. En secreto. Había sido en uno de los recorridos con sus padres donde la había conocido. El flechazo de aquél ángel sin arco ni flecha había sido instantáneo. Su emoción lo hacía llegar hasta las lágrimas. No podía disimular con sus padres ahí siempre, y aún así ellos pensaban que la emoción era simple admiración y ellos sólo admiraban su sensibilidad. "Quizá vaya a ser artista," se decían en secreto ante la intriga compartida. Pero para el chico había dos problemas distintos que la intriga de sus padres. Su amada estaba en un sitio demasiado alto para él, y la otra, ella era una estatua. Pero para Ernesto estos problemas eran solamente retos a superar, como sabemos todos que pasa con el amor. Había tomado una decisión, subir por la columna y llegar hasta arriba, con su amada, llamada Victoria. Ya estando arriba, todo podía pasar en la soledad airada de la noche del domingo. La cita quedó acordada en un intercambio imaginario de mensajes el sábado cuando él pasó por Reforma, con sus padres. "Hoy no contemplaste al Ángel", le dijo su madre. Ernesto negó con indiferencia disimulada. Lo cierto era que ya sentía el pudor de ir con sus padres y justo ese 27 de julio el sentimiento había llegado al tope, junto con la necesidad de estar cerca de ella. A sus papás les daría cualquier explicación de su ausencia de casa. El plan estaba trazado, y así se fue a intentar dormir. Casi minutos después, por la madrugada, un terremoto lo despertó. Sus padres entredormidos pero alarmados encendieron la radio, y la primer noticia que se escuchó fue la caída del Ángel de la Independencia. Los ojos de Ernesto casi se desorbitaron. Su salida de casa fue intempestiva e inexplicada. Sus padres no alcanzaron ni a gritarle. Corrió los dos kilómetros que lo alejaban de Victoria, al llegar adonde estaba el monumento vio la columna vacía, se acercó más, entre la zona acordonada y curiosos noctámbulos la vio, estaba postrada en el pavimento, aquél que servía como tapete para tantos autos, y que ahora era un negro lecho para sus varios pedazos dorados. Su gran tamaño, su desmembramiento y su cara abollada impresionaron a Ernesto, pero nada de esto impidió su compasión, su conmoción: Victoria había descendido para su cita con Ernesto, y él podía morir cuando fuera.

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