1
Dalia sentía los
tacones demasiado altos. Le había dicho a Avelina, su mamá, que los zapatos
beige eran mejores porque eran más bajos, pero para Avelina no combinaban con
su vestido color crema. Dalia tenía miedo por el vals. Desde niña había tenido
la pesadilla de que se caía en ese momento culminante de cualquier vida
juvenil: el vals. Todos los chambelanes estaban ya en la fiesta, sólo había que
cuidar que no bebieran. Y Avelina también cuidaría que José Alfredo, su esposo
y padre de Dalia, no bebiera de más. Era el acuerdo de vigilancia entre la
mujer y la niña en trámite de convertirse en mujer. ¿Pero qué era beber de más?
Dalia no quería que sus padres riñeran en público. Ella había bebido y fumado
ya, a escondidas, pero eso no le ayudaba a saber, a distinguir. Si tan sólo
hubiera una medida exacta que dividiera beber de beber de más.
2
El vals había
sido un éxito. Un tacón se le dobló a Dalia medio segundo, pero alcanzó a
corregir, al tiempo que veía la tensión en todos los rostros que la miraban
esperando que no cayera al piso, o de los que esperaban que cayera. Sabía a
quiénes no debía haber invitado, pero Avelina, su mamá, su mamá… por lo demás,
todo bien, salvo que Jorge, su novio, no llegó a la fiesta. Sólo llevaban un
mes saliendo, y el baile se había preparado por tres meses, pero Jorge no
quería ver a su novia rodeada por esos chambelanes que no eran él. El discurso
de su padre transcurría entre sílabas barridas, el agradecimiento a todos por
acompañarlos en esta noche tan especial, el costo de la fiesta, la declaración
de que su hija siempre sería su bebé, y la amenaza no tan velada a quien se
atreviera a “faltarle el respeto” a Dalia, la hija de José Alfredo, extensión vulnerable
de su persona, de su hombría.
3
En la fiesta todos habían perdido la necesidad de la
sobriedad. Avelina, la mamá de Dalia, vigilaba que aquellos vecinos o
familiares que guardaban rencillas no estuvieran cerca, o que se reconciliaran,
quien quitaba la posibilidad. La música había tomado una ruta automática de
ritmo bailable donde la poca luz permitía a los bailantes hacer lo que su
impulso dancístico les pidiera. Las mesas de tablón lucían casi vacías, porque
sus comensales ya se habían ido o porque estaban en alguna tarea festiva, que
incluía hacer fila para el baño mixto. Nadie notaba que faltaba alguien
importante. La festejada. Dalia había tomado uno de los discos de 45
revoluciones por minuto de su bailable y lo había subido a su cuarto, donde
tenía un tocadiscos portatil, rojo. Ahí sonaba Aline, por segunda vez en la
noche. Ahí estaban Dalia y Jorge no pensando en José Alfredo o Avelina; ni en
chambelanes o invitados. No pensando en lo que Jorge se había perdido de la
fiesta: el descenso por la escalera, el hielo seco, el vals con parientes y
amigos de la familia; la partida del pastel, el ron Potosí para cubas
pintaditas, el primo que no había visto de niña, el cadete bailador de casi dos
metros. Nada de eso había visto Jorge, por lo que no podía pensarlo. Sólo había
imaginado, pero ahora estaba en el cuarto de Dalia, bailando mejilla con
mejilla, y con Adamo, cantando… Aline.
4
Aline avanzaba sus notas apasionadas, llevando a Dalia y a Jorge por un ensueño romántico, a pesar de la fidelidad aguda del tocadiscos portátil. Rojo. El perfume de Dalia envolvía al olor a tabaco de Jorge, que en su nerviosismo por el día había fumado más de lo habitual. Dalia entendía como si el propio Jorge se lo hubiera explicado. O mejor. Manos entrelazadas, sudorosas con el calor de la cercanía y el nerviosismo. Pasos de baile torpes que pisaban el mosaico amarillo, frío, salvo donde ellos pisaban. Jorge apreciaba la nueva belleza de Dalia en ese vestido que no le conocía y la pintura que, aún corrida, hacía a su mirada verse más sensual, más crecida; un cambio que le producía celos, temor y excitación. Todo volvía cuando la escuchaba hablar: era la misma Dalia, gentil, cariñosa, disfrazada de otra que lo podría pisotear y desechar, nueva combinación de Dalias que provocó a Jorge irreversiblemente. Quería aspirar su aroma a perfume de cuatro horas y quedárselo consigo. Arrebatarlo a todos aquellos que lo habían olido, y quedárselo con una inspiración eterna, aunque se asfixiara. Apretó su cintura satinada, la besó y la acercó a él importándole nada el resto del mundo, ni la historia pasada o futura. Dalia sintió la transformación de Jorge. Lo percibió mayor. Era como si alguien se hubiera disfrazado de él y estuviera delatándose con movimientos no ensayados. Un segundo de emoción, y el resto contrariedad y duda. Luego enojo. Luego claridad. El mejor momento de la fiesta estaba fuera de la fiesta, pero se estaba arruinando. ¿Cómo iba Jorge a imaginar que terminarían juntos, fusionados un día así? ¿Quién le dijo que podía pensar en una concesión de su persona y su cuerpo para él en su fiesta de quince años? ¿Qué tan importante, inseguro, inmaduro o egoísta se podía ser? ¿Creyó éste que todo era un plan para acabar así? Jorge se había revelado como si todo hubiera sido una prueba por parte de Dalia y su familia. Aline terminó. Afuera se oía Báilamela suavecita saliendo de bafles agotados, distorsionados, saturados de trompetas y güiros con los que ya nadie bailaba ni suavecito. Dalia no rechazó, simplemente alejó a Jorge, le sonrió, mirando luego hacia el piso amarillo y frío. Lo llevó de la mano descendiendo la escalera de metal negro y frío que bajaba diario de su cuarto, le dijo que estaba cansada ese día, también el siguiente y el siguiente, los necesarios hasta que Jorge se cansó de no entender.