Me arrepientía. Uno no debe arrepentirse, dicen, pero yo sí. Sería que estaba en proceso de ser un poeta. 1973. Me gustaba subir
al juego del cohete, junto al edificio Hidalgo, donde ella vivía. Un juego
enorme, por lo menos para mí, de nueve años, y más para ella, de siete. Te vas a
caer. Los austronautas no nos caemos, le decía yo suficiente, orgulloso,
parado en la plataforma superior del cohete de Tlaltelolco, que, viéndolo
ahora, tenía un diseño entre soviético y futurista, si es que eran cosas diferentes. Ella no subía, ya era costumbre que me gritara
desde abajo, girando sobre el volantín. Sus padres se asomaban a vigilar, pero
ella nunca intentó acercarse a la nave espacial. Un día dejó de ir,
ni siquiera se asomaba por su ventana, y como ya no iba al área de juegos, sus
padres tampoco se asomaban. Mi único referente de su existencia era la luz
encendida por su ventana, y, de pronto su hermana, que era de mi edad y que me
veía fugazmente, pero por más tiempo del que me hacía sentir bien. Para
entonces ya me arrepentía de siempre haber estado ahí arriba, con mi arrogancia
de astronauta que ni siquiera decía bien la palabra. Luego se mudó de casa, y
yo en lugar de subirme para sentirme astronauta, lo hacía para mirar hacia su
ventana. "Yo quiero ser aeromoza", me decía siempre que yo le hablaba de astronautas. Moza quiere decir chica, joven, y aero, que no pisa el
suelo, que vuela etérea y fugaz, como lo fue. Y yo nunca fui astronauta. Bueno
sí. La vida me llevó al mundo de la poesía, como había dicho antes. 1985. Me mudé de Tlaltelolco
después de salvar la vida en el terremoto, y de que muchos de mis vecinos y amigos la perdieran,
y yo un poco con ellos. Y la parte de mí que quedó, ésa que nunca se caía, se
elevó un día en lo subterráneo. Iba en el metro, por la estación Moctezuma, de pronto vi que ahí estaba ella, con ropa de aeromoza, mis cálculos
decían que tenía 21 años. La chica que volaba iba por lo subterráneo con
tacones más altos de lo práctico, alistándose para salir del tren en la estación San
Lázaro, mirando preocupada el reloj. 8 55, miré yo también. Salí por mi puerta
del vagón, ella iba apresurada. Los vuelos no esperan, pensé mientras la
seguía con esfuerzo y admiración por su velocidad en tacones, y la
alcancé en la gran explanada de la estación, lugar lleno de gente e impersonal.
La asusté. Me miró y me reconoció. Hola, le dije, pero un segundo después,
molesta me preguntó ¿Te conozco? La pregunta me dejó callado, perplejo, anclado,
hundido, viéndola despegar, alejarse. De inmediato recordé cuando me miraba desde abajo cuando yo estaba en el cohete: su
expresión de inocente interés por aquel astronauta que ahora no era nadie, nada.
1987. Decido buscarla. Mi única referencia es la estación San Lázaro del metro.
8 55. La explanada tiene la misma gente de dos años atrás, tan la misma gente
que la veo a ella aproximarse, apresurada, flotando. Me oculto. La sigo. No soy de los
que siguen a las mujeres, sólo cuando vuelan, y sólo ella vuela, metros,
cuadras, quizá un kilómetro. No sé si es el mejor camino para el aeropuerto. De
pronto se detiene. Se cambia los tacones por zapatos bajos. Entra a la
cafetería Wings que es un avión y que está a la orilla de los hangares. Wings. Alas. Entro. Ahí está ella, con un gafete y una libreta para tomar las órdenes de pasajeros que no volarán. La
mujer fugaz ha despegado y yo necesito un café para no perderla. Desde mi mesa se lo pido. No se
percata de mí, hasta que le sonrío. Me mira por un momento. Sonríe. Me explica,
me cuenta, le desmiento a su hermana. Le cuento mi vida. Me cuenta la suya.
Hemos regresado juntos a donde ya no está aquel cohete, desde ahí miramos hacia la que era su ventana, su hermana está felizmente casada, me ha contado, cuando no estamos flotando el austronauta y la aeromoza.
Hemos regresado juntos a donde ya no está aquel cohete, desde ahí miramos hacia la que era su ventana, su hermana está felizmente casada, me ha contado, cuando no estamos flotando el austronauta y la aeromoza.
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