miércoles, 13 de julio de 2016

El astronauta de Tlaltelolco

Me arrepientía. Uno no debe arrepentirse, dicen, pero yo sí. Sería que estaba en proceso de ser un poeta. 1973. Me gustaba subir al juego del cohete, junto al edificio Hidalgo, donde ella vivía. Un juego enorme, por lo menos para mí, de nueve años, y más para ella, de siete. Te vas a caer. Los austronautas no nos caemos, le decía yo suficiente, orgulloso, parado en la plataforma superior del cohete de Tlaltelolco, que, viéndolo ahora, tenía un diseño entre soviético y futurista, si es que eran cosas diferentes. Ella no subía, ya era costumbre que me gritara desde abajo, girando sobre el volantín. Sus padres se asomaban a vigilar, pero ella nunca intentó acercarse a la nave espacial. Un día dejó de ir, ni siquiera se asomaba por su ventana, y como ya no iba al área de juegos, sus padres tampoco se asomaban. Mi único referente de su existencia era la luz encendida por su ventana, y, de pronto su hermana, que era de mi edad y que me veía fugazmente, pero por más tiempo del que me hacía sentir bien. Para entonces ya me arrepentía de siempre haber estado ahí arriba, con mi arrogancia de astronauta que ni siquiera decía bien la palabra. Luego se mudó de casa, y yo en lugar de subirme para sentirme astronauta, lo hacía para mirar hacia su ventana. "Yo quiero ser aeromoza", me decía siempre que yo le hablaba de astronautas. Moza quiere decir chica, joven, y aero, que no pisa el suelo, que vuela etérea y fugaz, como lo fue. Y yo nunca fui astronauta. Bueno sí. La vida me llevó al mundo de la poesía, como había dicho antes. 1985. Me mudé de Tlaltelolco después de salvar la vida en el terremoto, y de que muchos de mis vecinos y amigos la perdieran, y yo un poco con ellos. Y la parte de mí que quedó, ésa que nunca se caía, se elevó un día en lo subterráneo. Iba en el metro, por la estación Moctezuma, de pronto vi que ahí estaba ella, con ropa de aeromoza, mis cálculos decían que tenía 21 años. La chica que volaba iba por lo subterráneo con tacones más altos de lo práctico, alistándose para salir del tren en la estación San Lázaro, mirando preocupada el reloj. 8 55, miré yo también. Salí por mi puerta del vagón, ella iba apresurada. Los vuelos no esperan, pensé mientras la seguía con esfuerzo y admiración por su velocidad en tacones, y la alcancé en la gran explanada de la estación, lugar lleno de gente e impersonal. La asusté. Me miró y me reconoció. Hola, le dije, pero un segundo después, molesta me preguntó ¿Te conozco? La pregunta me dejó callado, perplejo, anclado, hundido, viéndola despegar, alejarse. De inmediato recordé cuando me miraba desde abajo cuando yo estaba en el cohete: su expresión de inocente interés por aquel astronauta que ahora no era nadie, nada. 1987. Decido buscarla. Mi única referencia es la estación San Lázaro del metro. 8 55. La explanada tiene la misma gente de dos años atrás, tan la misma gente que la veo a ella aproximarse, apresurada, flotando. Me oculto. La sigo. No soy de los que siguen a las mujeres, sólo cuando vuelan, y sólo ella vuela, metros, cuadras, quizá un kilómetro. No sé si es el mejor camino para el aeropuerto. De pronto se detiene. Se cambia los tacones por zapatos bajos. Entra a la cafetería Wings que es un avión y que está a la orilla de los hangares. Wings. Alas. Entro. Ahí está ella, con un gafete y una libreta para tomar las órdenes de pasajeros que no volarán. La mujer fugaz ha despegado y yo necesito un café para no perderla. Desde mi mesa se lo pido. No se percata de mí, hasta que le sonrío. Me mira por un momento. Sonríe. Me explica, me cuenta, le desmiento a su hermana. Le cuento mi vida. Me cuenta la suya.
Hemos regresado juntos a donde ya no está aquel cohete, desde ahí miramos hacia la que era su ventana, su hermana está felizmente casada, me ha contado, cuando no estamos flotando el austronauta y la aeromoza.

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